Me pregunto si, en verdad, somos una república, o si el concepto se ha vaciado de tal modo, que ha quedado reducido a un membrete carente de significaos concretos, de realidades tangibles, ausente de convicciones que la sustenten, de leyes que la articulen, de políticos que la representen, de asambleístas que articulen las aspiraciones de los ciudadanos y que, con acierto y oportunidad —no digo con sabiduría—, expresen sus derechos, y doten de reglas razonables a sus expectativas.
Me pregunto esto, porque, frente a otros regímenes autoritarios, caudillistas, totalitarios, la idea de república rompe el monopolio del poder, fractura la dominación de los jefes y les pone frenos, establece los principios de la división de funciones del Estado, de balances y controles, de responsabilidad pública, y de la legalidad como inspiración y como estilo. La República es el “imperio de la ley”, y la ley es la razón, y como alguien dijo, “el poder sin pasión”.
No es, por cierto, la expresión de un proyecto de grupo, partido o ideología. Debe ser la manifestación de la voluntad soberana, no la afirmación del capricho o la táctica de los legisladores.
Me pregunto esto porque, bajo la noción de república, estaba entendido que el poder se justifica solamente cuando sirve a los intereses de la comunidad, cuando protege los derechos, preserva la seguridad y crea las condiciones para que la gente, con su propio esfuerzo, planee su vida, alcance sus metas, eduque a sus hijos. Me pregunto porque esa república que ya va para doscientos años, no puede ser todavía un escenario en que se ventilen disputas de grupos, tácticas de aspirantes a caudillos, intereses y estrategias que contribuyen a la incertidumbre.
Al cabo de dos siglos, tormentosos ciertamente, es preciso reflexionar si lo que tenemos es una república; si al cabo de más de veinte constituciones y otras tantas asambleas, dictaduras, revoluciones y discursos de salvación nacional, hemos construido un Estado de Derecho, si hay convicción, tradición y ejercicio de la legalidad. Más aún, ¿creemos en la ley?, o militamos por la letra colorada, la trampa procesal, el palanqueo, la estrategia sinuosa y la mentira.
Veinte constituciones, que son trajes a la medida del respectivo caudillo de la época, cartillas dictadas por el jefe de ocasión, y miles de leyes que no se cumplen, que son papel mojado, trampolines para que el habilidoso se salga con la suya, construcciones equívocas dictadas sin consulta con la realidad. Veinte constituciones y la representatividad política por los suelos, y la eficiencia administrativa refugiada en códigos abstrusos y tras toneladas de regulaciones inservibles.
Dos siglos y un sistema judicial que asombra tanto por sus tardanzas, como por sus decisiones.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.