La directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, doña Susana Cordero de Espinosa, quiere compartir con nuestros seguidores el artículo «Tsunami», de la escritora Marina Perezagua, que se publicó hace unos días en el diario español El País.
«Tsunami»
Por Marina Perezagua, autora de Seis formas de morir en Texas (Anagrama)
Qué posibilidades hay de que un escritor se encuentre en el lugar y momento exacto de una tragedia de dimensiones colosales, y que sobreviva, y que tenga la oportunidad de poder contarlo. Sin tener que hacer ningún esfuerzo, se despliega ante él algo difícil de lograr: una historia, y no una historia cualquiera, sino una de esas historias que nos calan los huesos, con la muerte real y masiva. Este escritor sólo tiene que utilizar su talento y narrar lo vivido. Ya no tiene que rascar los testimonios de otros, ni devanarse los sesos para lograr una ficción correcta, ni recurrir al subterfugio de quien no encuentra una historia: escribir sus irrelevantes dramas cotidianos para armar un libro que, aunque al final resulte una buena obra, en el proceso ha ido soportando bandazos de un lado a otro, en una borrachera de sinsentidos y aburrimiento.
En un minuto retomaré este tema del escritor que sobrevivió a la catástrofe. Pero primero quiero remontarme al domingo 26 de diciembre del año 2004. 07.58, hora local en Sri Lanka. Un terremoto submarino de magnitud 9,1 en la escala de Richter, interrumpió el desayuno y la vida de 35.322 personas. El 40% eran niños. Como en aquella cita de Boccaccio en El Decamerón, aquella mañana miles de personas desayunaron plácidamente con sus amigos y familiares, y luego, de noche, cenaron con sus ancestros en el otro mundo.
Aquel día. Sonali Deraniyagala, residente en Londres pero nacida en la capital de la isla, a la que había vuelto para pasar las vacaciones de Navidad, trataba de huir en un jeep con su marido y sus dos hijos. En la huida ni siquiera se planteó llamar a la puerta de la habitación de hotel donde se alojaban sus padres, simplemente cogió a sus dos hijos y corrió desde algo desconocido hasta ese otro algo también desconocido. En el imaginario de todos aquellos que no hemos vivido un tsunami, vemos olas gigantescas rompiendo como montañas de agua sobre la tierra, pero Sonali cuenta que durante esa huida, el jeep no fue revolcado de repente por un golpe de agua, sino que de manera paulatina comenzó a inundarse desde abajo, como si el agua, en lugar de provenir del mar, brotara a superficie desde el interior de la tierra. Tal como lo cuenta Sonali, yo lo imagino más como un diluvio de dimensiones apocalípticas que como un tsunami, pero el agua corría en sentido inverso: desde la tierra hacia el cielo.
Desde la tierra hacia el cielo, el mismo recorrido que hicieron los más de 35.000 muertos. Aquel domingo, Sonali perdió a sus dos hijos de cinco y siete años, a su marido, a su madre, a su padre y a su mejor amiga. El hombre que la rescató de las aguas dijo que nunca —ni siquiera en el desconcierto que vio durante ese día y los días posteriores— había visto una imagen tan extraña como la de Sonali: medio desnuda y toda cubierta de barro, no buscaba a sus hijos, no pedía auxilio, sólo daba vueltas sobre sí misma, como ese juego en que los niños giran y giran hasta marearse para caer al suelo. Así la encontró. Ni el hombre ni Sonali entendieron nunca qué estaba haciendo.
Hicieron falta nueve años para que Sonali compartiera su testimonio en el libro Wave. Hasta hace pocos días no me interesé por él. Cometí un error ya fosilizado: creí haber entendido el tsunami en el libro De vidas ajenas, de Emmanuel Carrère, escritor internacionalmente galardonado cuya obra sigo y aplaudo. Mi error fue confiar una vez más en que el talento literario pueda llegar a lograr una mejor historia, máxime cuando su autor la ha protagonizado, y es que aquel día también Carrère se encontraba de vacaciones en Sri Lanka, cuando el tsunami le permitió vivir —como suele decirse— para contarlo. Pero ocurre que Carrère no lo contó, o no lo contó en toda su profundidad. Es cierto que su tragedia no fue tan profunda, no perdió a nadie, pero sí vio y olió a los muertos, oyó los llantos, huyó de la locura instalada en la cara de las personas que, como Sonali, habían visto interrumpida su cadena de ADN para siempre, últimos eslabones, sueltos y perdidos en el fango, abandonados desde el pasado —la muerte de sus padres— hasta el futuro —la muerte de sus hijos—. Sin ayer. Sin mañana. Sólo una peonza que da vueltas sobre sí misma.
Sonali Deraniyagala nunca había escrito nada antes de este libro, y, hasta donde sé, no ha vuelto a escribir otro libro. Ignoro si era buena lectora, pero estoy convencida de que no le hizo falta ningún tipo de conocimiento literario para escribir un libro más literario que el de Carrère.
Esto no es una crítica literaria, de hecho no tiene nada que ver con ninguna de las dos obras de las que hablo, sino con una pregunta: ¿qué hace extraordinario a un gran escritor? La respuesta es imposible, pero tengo la certeza de que existen ciertos accidentes que se interponen entre el talento de un escritor y su obra: el despliegue de erudición, el lastre de la crítica, la obsesión por permear el texto con eso que se considera el estilo propio, una egolatría que a su vez viene marcada por las enormes librerías cargadas de libros, como si tuvieran que aguantar, para que no se caigan, las paredes de esa ficción que somos y que hemos creado para que los demás nos vean como nos gustaría ser. Todo esto juega en contra de la obra cuando se trata de exhibirlo, de lo contrario, ¿cuál sería la explicación para esos miles de obras de autores que sólo han escrito un único y excelente libro sin saber poco o nada de literatura? Sin embargo, esos libros no están en nuestras librerías, todos terminamos leyendo lo mismo, pero el caso es que ni el autor más galardonado debe dejar que su biblioteca personal, sus lecturas académicas o la última moda en teoría literaria se interpongan en la vida del texto.
Del libro de Carrère apenas recuerdo su narración como víctima del tsunami. Sin embargo, sí recuerdo esa otra historia paralela y para mí tediosa que tiene que ver con el sistema judicial francés.
¿Cómo puede ser que una historia sobre la parte más burocrática de la carrera de un juez se imponga a un relato con un potencial de creación tan grande como las vidas que se cobró? La respuesta que yo me doy es que los ojos de Carrère estaban velados por las cataratas de la intelectualidad, de su educación literaria, de la crítica. Carrère no pudo contar la verdad del tsunami porque, aunque lo sufrió, no fue capaz de verlo sin interferencias literarias. Ahora que he leído el libro de Sonali me confirmo en que la mejor manera de escribir es dejar que eso más grande que nosotros, eso implacable y verdadero, hable. El talento es una fuerza de la naturaleza que se escribe sola, cruda y en libertad desmesurada. Sonali perdió a su familia, pero logró una obra donde el nivel del agua va subiendo en forma de creación y verdad. Un buen libro siempre es una catástrofe, un antes y un después. Si se entiende esto, hasta el detalle más irrelevante se puede narrar con el agarre del tsunami más poderoso de la historia. Y es que todos, en algún momento de nuestra vida, tenemos que sobrevivir en las aguas que nos inundan entre las cuatro paredes de nuestro cuerpo.