Dice un texto hindú: “La vida, donde reside el dolor”. Elusivo y brumoso, el inciso citado por Melanie Thernstrom, Las crónicas del dolor, aviva la pregunta ¿qué es el dolor si su lugar es la vida misma? En el ciclo pre moderno se aísla al dolor del cuerpo, se lo sitúa en el espíritu, poblado de figuraciones que van desde las alas de los demonios volando sobre Mesopotamia, hasta la tradición judeocristiana condenando a Adán por rendirse ante el fruto prohibido.
Cuando el dolor surge como fuerza redentora, se ofician rituales dolorosos para acercarse a Dios. En esa misma era se concibió el dolor no solo para castigar crímenes, sino para establecer la culpa mediante torturas o por el “juicio con jurado”: en el Medievo se ordenaba que los sospechosos agarraran barras ardientes, pisaran brasas o introdujeran sus manos en aceite hirviente; si Dios no los eximía del dolor, eran condenados. A mediados del siglo XIX surgió la noción biológica del dolor. Se percibió la enfermedad por medio de señales emitidas en las terminaciones nerviosas enviadas al cerebro. Tratado el mal, el dolor remitía por sí mismo. Apareció la anestesia, pero no se pudo comprender el dolor crónico ni los enigmas de la mente humana cuando la hipnosis nulificaba el dolor.
Testimonio de nuestra mortalidad, el dolor arriesga nuestra conciencia más honda y conmemora la evanescencia de nuestro ser. El dolor es lo más humano y lo más nuestro, pero se confina en un ámbito de ajenidad. No hay nadie que deje de probar su sustancia. Dios hecho hombre no pudo soportarlo: “Padre, dijo, si es posible, aparta de mí este cáliz”, sabiendo que no hallaría el indulto.
¿Sirven las metáforas para develizar el dolor y mostrar su naturaleza? Susan Sontag concluye: “La enfermedad no es ninguna metáfora”, no obstante, admite: “es imposible residir en el reino de los enfermos sin dejarse influenciar por las siniestras metáforas con que han pintado su paisaje”.
El dolor no es una pluma que empapa la punta de fuego para garabatear sobre nuestro cuerpo textos desquiciados, tampoco un arcano que hay que predecir, es un proceso biológico. Pero el dolor no solo “duele”, sino que ultraja, avergüenza, humilla, saquea el ser. Es un ejecutor sicológico que nos convence de que hay un final antes de asestarnos el siguiente golpe.
Pretendemos retornar a nuestro ser pero no es posible. Son las veladuras del dolor que nos imposibilitan distinguir el camino del dolor en el que nos hemos extraviado. Padecer dolor es quedarnos solos. Dolor dictat, observaban los romanos: el dolor dicta e impone. El dolor siembra rencor contra los demás, y lo hace subrepticiamente.
El dolor, sostiene Emily Dickinson, tiene un elemento de vacío. Así es. Es un vacío que se muestra como un infinito lienzo blanco en el cual siempre hace falta un paisaje. “El Dolor tiene un elemento de vacío,/ no puede recordar/ cuándo empezó o si hubo una vez/ un día en el que no existía”.
Este artículo se publicó en el diario El Comercio.