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«Un pueblo, un libro», por don Juan Valdano

Al pueblo judío lo han identificado como “el pueblo del libro”. Desde los tiempos de Moisés el judío se ha arrogado el privilegio de ser el depositario y guardián de las Escrituras Sagradas, textos que recogen la revelación divina...

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Al pueblo judío lo han identificado como “el pueblo del libro”. Desde los tiempos de Moisés el judío se ha arrogado el privilegio de ser el depositario y guardián de las Escrituras Sagradas, textos que recogen la revelación divina, mensaje que la Torá lo conserva, libro que se lee y comenta en las sinagogas. La Torá contiene los cinco primeros libros de la Biblia hebrea, conjunto conocido como el Pentateuco y que, según la tradición, fue escrito por Moisés. (Sin embargo, y para escándalo de ortodoxos, hay eruditos como Harold Bloom que opinan que las primeras versiones del pentateuco surgieron en épocas posteriores, en la corte de Salomón y que por crítica interna de su estilo, se puede deducir que fueron escritas por mano femenina, probablemente por la culta Betsabé, una hitita y madre de Salomón quien recogió y puso por escrito la centenaria tradición oral del pueblo judío).

La diáspora y el exilio han sido parte de la condición histórica de los descendientes de Jacob. Desparramados por el mundo luego de la destrucción de Jerusalén por los romanos, los judíos vivieron en las márgenes de otros pueblos, autoconfinados en sus guetos, incontaminados a toda injerencia extraña. Donde quiera que estuviese un judío siempre fue un extraño y un apátrida. Recibió la tolerancia y la apertura, conoció la segregación. No obstante de ello el judío fue fiel a sus creencias, a la fe legada por sus padres ancestrales, circunstancias que hicieron de su pueblo una colectividad culturalmente cohesionada.

Hay naciones que han sobrevivido a los avatares de la Historia gracias a la persistencia de una tradición que valora épicas jornadas vividas en la defensa de un territorio (“la terre et le morts” de Barrés) o de una lengua ancestral, patrimonio que las define y particulariza. En el caso del pueblo judío no hay nada de esto. Desde que Abraham salió de Ur, los judíos fueron un pueblo errante y sin abrigo en busca de una patria, pueblo expulsado y conquistado por vecinos poderosos hasta el día que Moisés lo condujo a las puertas de la Tierra Prometida. ¿Qué es, entonces, lo que aglutina a este pueblo abatido por la historia?

“Nuestra verdadera patria —dice Steiner— no es un trozo de tierra rodeado de alambradas o defendido por el derecho a las armas… nuestra verdadera patria ha sido, es y será siempre un texto”. Ese texto es la Escritura Sagrada, la Torá que el judío lee y relee cada día y la recita de memoria. Las enseñanzas de ese libro han esculpido su carácter. El respeto a la tradición mosaica hace del judío y de su historia un culto al texto sagrado, un apego a la sacralidad de la letra, un ir y venir cotidiano entre el texto y sus lectores.

Esta condición libresca del judío si bien lo enaltece no deja de estar sembrada de peligros. El texto intangible del precepto asfixia la duda. El judío ortodoxo se apega a la letra del texto sagrado, su interpretación es literal y estrecha, divorciada del espíritu que le da sentido. La contradicción latente entre Jesús y el fariseo atrapado en la literalidad del vocablo no ha dejado de estar vigente. La originalidad del judío en el campo de las letras y la filosofía solo ha sido posible cuando abandona el templo y vive a la intemperie. Los grandes escritores judíos siempre han sido heterodoxos: Spinoza, Marx, Kafka, Freud, Arendt, Wittgenstein, Steiner, Phip Roth.

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