Se escribe ante los muertos, ante la verdad de su partida, ¿para qué? Para visibilizar nuestro silencio vacío de sentido; palabras sin respuesta, sin ofrenda. En este espacio, hace algunos meses, celebré vida y obra de Miguel Varea. Era imperativo hacerlo en un medio donde campean la mezquindad y un crónico sentimiento de minusvalía.
Ese espacio estaba lleno de él, de su figura desgarbada, de su sonrisa y su palabra socarronas, de su melena de oro viejo llameando sobre sus hombros, de su aura de niño terrible, de sus fulminantes venablos contra todos los culpables de la deshumanización que vivimos, de sus manos ávidas de arte y libertad con las cuales combatía la pudrición que cimienta el ‘establishment’.
Imposible hallar un artista como Varea tan libre de ataduras; insumiso por antonomasia, nunca dejó de escarnecer al poder, ni en sus últimos años cuando iba consumiéndose a lerdo golpe de muerte. Caos y befa sangrienta de nuestro risible paso por la vida, eso erigió Varea con su arte. Reía, citando a Claudio Magris, de nuestra conmovedora vanidad de esperar, al final de cada año, otro más feliz, al que también se esperó a su vez con la confianza de que traía una felicidad que nunca llegó.
El signo de su obra: rebelión, mordacidad, sorna un ápice trágica. Nada era esencial para él, todo era una colosal bufonada: historia, religión, cultura, política, economía, militarismo…; y con su dibujística, sustento cardinal de su arte, hilvanó un perpetuo comentario vitriólico y atroz de nuestra realidad. En mi memoria, sus series “Krepúsculo de la desaparición”; “Bestia”; “Lea señora, lea”; “En un país como el nuestro”, hasta su saga sobre el socialismo siglo XXI. Varea rastreó en este proceso, demoliendo al “invisible” Dietrich, para luego aniquilar el “nuevo mundo” de embustes, felonías, autoritarismo, corrupción, forjado por una gavilla de depredadores.
Creador compulsivo, devorador de libros, zozobrante y temerario, Varea llevó en el pecho una hoguera, la de una humanidad tramada de miserias y dislates. Nuestras dos propensiones: la primera aspira a la “identidad”: rehundirnos en la indistinción acogedora de un colectivo unánime (ortodoxia); la segunda: la necesidad de fundar un mundo con nuestro propio rostro (heterodoxia). A esta pertenecen Miguel y Dayuma, su compañera, quien le enseñó que el amor es una sabia paciencia.
Vivo rodeado de los dibujos que, durante más de cuatro decenios, Miguel recreó para las ediciones de algunos de mis libros. Entre ellos hay un retrato mío. Estoy a dos tercios de distancia del tiempo de ese retrato. En mis propios ojos, veo el retrato de mi padre.“La muerte es todo esto y más que nos circunda,/ y nos une y separa alternativamente,/ que nos deja confusos, atónitos, suspensos,/ con una herida que no mana sangre”.
Este artículo se publicó en el diario El Comercio.