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«Viaje al corazón humano», por don Marco Antonio Rodríguez

Ritmo, elegía y júbilo. Imagen y tiempo. Acento y lirismo incesantes. Palabra y memoria en fusión magistral. En tiempos en que la humanidad sufre uno de los peores flagelos de su historia, este filme reverdece la fe en la vida.

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Fotograma de «Una historia verdadera», de David Lynch. Créditos a las productoras.

Lo único importante es el tiempo que nos queda. Alvin Straight lo sabe. Viejo y viudo, ex combatiente de la Segunda Guerra Mundial. Soporta con singular estoicismo sus males apurando cigarros. Sufre un enfisema terminal, la cadera erosionada apenas le obedece, anda apoyado en improvisadas muletas y es corto de vista. Descree de todo, por lo que las prescripciones del médico de su comunidad no cuentan para él.

Convaleciente de un brusco desvanecimiento, recibe la noticia de que su hermano mayor, con quien riñó hace años, ha sufrido un infarto. Entonces va a visitarlo en busca de su perdón. Cientos de kilómetros recorrerá a bordo de su cortacésped desgastado, remolcando un carromato con varios tereques.

“Una historia verdadera” es una bella y estremecedora película de David Lynch. Ritmo, elegía y júbilo. Imagen y tiempo. Acento y lirismo incesantes. Palabra y memoria en fusión magistral. En tiempos en que la humanidad sufre uno de los peores flagelos de su historia, este filme reverdece la fe en la vida. Limpio de todo lo que pueda ser o suponer retórica visual, se focaliza en el ocaso de un hombre común, áspero y tierno, curtido por la guerra, que avizora un solo horizonte: firmar un armisticio consigo mismo y con su hermano.

No se trata de la aventura y el misterio del viaje simbolizado en los viajeros de Baudelaire: partían en busca de lo insólito, listos a morir para hallar lo ignoto, pero descubrían el mismo tedio que dejaron en casa. El viaje de Alvin es el rumbo a su corazón y al de su hermano, a la consumación de sus días viendo juntos el cielo poblado de estrellas que solía embelesarlos en su adolescencia.

Alvin abandona su mundo exento de maldad. Deja a su hija, a sus amigos, las tormentas con relámpagos que veía desde su ventana, su pueblo congelado en el tiempo, donde escuchaba voces amables. En el viaje, por las noches, Alvin se orilla y prende una fogata para calentar su alma y su frugal comida. Va recuperando una parte de él, la del viajero empedernido que fue.

Poco antes de llegar a su destino, descansa en un cementerio. Un presbítero le ofrece alimento. Con él rememora la guerra, la queja de las bocas despedazadas de los heridos, el sonido de la muerte. Le pregunta si conoce a su hermano. Sí, él lo conoce, y le da señales para llegar donde él. No hay dioses ni religiones en Alvin, solo honor y humildad, orgullo extinguido, conciencia de que su cuerpo está cayéndosele a pedazos y que ese viaje significaría el perdón.

Una aterradora pandemia asuela a la humanidad. Y siguen azotando al mundo xenofobias, racismos, regionalismos, elitismos. En nuestros predios, los poderosos restriegan en los ojos de los pobres sus microscópicas dádivas, los políticos no se dan tregua para “construir al enemigo”, las religiones bendicen desde helicópteros y la corrupción es el pan nuestro de cada día… Sin embargo, desde la noche en que se juntan los dos hermanos, titilan estrellas de esperanza.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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