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«Yela», por don Marco Antonio Rodríguez

Iba y venía por su entrañable barrio Las Peñas, ligera y grácil, igual que la brisa del río Guayas que la custodió, la vivificó y alentó durante su itinerario vital. Allí vivió desde cuando ese espacio...

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Foto tomada de la página de la Espol

Iba y venía por su entrañable barrio Las Peñas, ligera y grácil, igual que la brisa del río Guayas que la custodió, la vivificó y alentó durante su itinerario vital. Allí vivió desde cuando ese espacio, según relataba, era refugio de pícaros y embusteros, quienes jamás la agraviaron, sino que la llamaban “mamma”.

Yela, más que a nombre de mujer, aludía a algún árbol originario y pródigo. Yela Loffredo (Guayaquil, 1924-2020) trabajó en bronce, piedra, marmolina, plata, resina, aluminio, plumafón, es decir, en cuanto material consideraba propicio para su obra escultórica; y se daba abasto para leer, suscitar, promover, asistir a los débiles, desde su jubiloso corazón.

Mujer lúcida y sensitiva en quien siempre bulló una vocación artística que nada ni nadie pudo represar. “Ojalá Dios no se olvide de recogerme, confesó en la que fue mi última visita, porque no me gustaría que se extienda tanto el tiempo que tengo que esperar para emprender la nueva vida, en la cual, seguramente, voy a ser artista otra vez”.

“Voy a proponer una suerte de becas para los artistas que carecen de dinero y dedican sus vidas a su oficio”, añadió arrimada a su balcón, relampagueándole los ojos de tanto amor que albergaba su ser. Se refería a su candidatura a la Asamblea Constituyente que estaba por realizarse.

Obra bella y honda la suya, la energía que emerge de ella proporciona un principio unificador, un ‘continuum’ de sentimientos cargados de plenitud. Su hilo conductor está marcado por el encantamiento, el sueño y la magia extraída de la memoria y su oficio infatigable. Sus ciclos dejan entrever un sistema interrelacionado, donde el primero puede hablar con el segundo o el último, erigiendo un circuito de mutuas referencias.

Risueña, rigurosa y disciplinada en su arte, Yela vestía y usaba joyas diseñadas por ella no para convocar la atención de nadie, sino para armonizar con su genuina personalidad. Su vasta obra escultórica se extiende a sus trabajos monumentales esparcidos por la urbe guayaquileña: ‘Sinfonía de formas’, ‘El chamán de la coca’, ‘Venus de Valdivia’, ‘Los amantes de Sumpa’… Inclusión del espacio circundante, exaltación del movimiento, liberación del valor formal de su contexto ilusionista.

La figura humana es el tema incesante de su escultura, mas no la enclaustra en la celda de su inconsciente, deviene en un perenne arrebato amoroso. Pero el amor no domina, cultiva, remueve y exhorta. Sin embargo, el amor es también ausencia y duele. En las parejas de Yela, las más rezuman sangre regocijada, otras encarnan la soledad de la que estamos hechos, el enigma del vacío compartido, la espera azorada de las rupturas.

Una energía avasalladora corre por la escultura de Yela y esta germina en el magma de su ser. Estilización y rotundidad. Pujanza y osadía. Portento y amor: la obra de Yela Loffredo.

‘A veces en las tardes una cara/ Nos mira desde el fondo de un espejo;/ El arte debe ser como ese espejo/ que nos revela nuestra propia cara’.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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