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«‘1984’: impecable y descarnada puesta en escena», por don Raúl Vallejo

La telepantalla en donde aparece el Gran Hermano y desde donde los controla todo, los escenarios exteriores, el bosque y el cuarto vigilado por el GH, en donde suceden los encuentros...

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Foto: blog de Raúl Vallejo

«La guerra es la paz. / La libertad es la esclavitud. / La ignorancia es la fuerza» son las tres consignas del Partido con las que el Ministerio de la Verdad —Miniver, en neolengua— educa políticamente a los ciudadanos. En las telepantallas aparece el rostro Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo y comienzan los Dos minutos de Odio en los que todos, quisieran o no, eran irremisiblemente arrastrados a participar: «A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecerían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador vociferante»[1]. El rostro de Goldstein se desvanece y da paso al rostro del Gran Hermano. En la sala Malayerba, en Quito, bajo la dirección de Eduardo Hinojosa, Distópico Teatro ha estrenado 1984, una impecable y descarnada puesta en escena de la novela homónima de George Orwell.

El horror de la distopía política orwelliana está presente en los varios niveles semánticos de la obra teatral. La adaptación mantiene el sentido político de la novela, representa con credibilidad actoral el carácter de los personajes y sostiene, con los recursos propios del diálogo teatral, la tensión de un mundo vigilado por el aparato represivo y el ojo del Gran Hermano. El Estado totalitario es un ente omnipresente, de manera asfixiante, a lo largo de la obra: desde la oficina del Miniver, donde el miedo impera, hasta la habitación 101, en donde Winston es torturado por O’Brien para que sane de su inadaptación y acepte que ama al Gran Hermano: «Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo»[2].

La actuación de Patrick Valembois en el papel de Winston Smith es extraordinaria. Desde el comienzo, Valembois logra una caracterización convincente de su personaje: su mirada, su voz, su actitud corporal, todo contribuye a convertirlo en el atormentado y desconfiado Winston Smith que descubre la verdad detrás de su trabajo de reescritura de la historia según los postulados del Ministerio de la Verdad. La fuerza actoral de Valembois dialoga con el espectador sobre el padecimiento del ciudadano común frente al miedo y la alienación que el Estado totalitario produce en cada uno: en la transformación del cuerpo del actor, desde el burócrata alienado del Miniver hasta la piltrafa deshumanizada de la habitación 101, se concentra el terror del totalitarismo dicho por O’Brien (David Noboa logra la repulsa que su cínico y cruel personaje genera en el espectador): «La tortura solo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder»[3].

Hay que destacar el despliegue escénico de Fernanda Corral, que tiene a su cargo tres papeles: el del burócrata Parsons, el de la anticuaria informante y el del Gran Hermano. La actriz pasa del miedo del alienado burócrata a la hipocresía canalla de la anticuaria y remata con la representación del poder absoluto del implacable Gran Hermano. La versatilidad de Fernanda Corral en sus tan diferentes caracterizaciones habla de un excelente trabajo actoral y la mano de una dirección de actores notable.

La puesta en escena de 1984 utiliza el recurso audiovisual de manera lograda. La telepantalla en donde aparece el Gran Hermano y desde donde los controla todo, los escenarios exteriores, el bosque y el cuarto vigilado por el GH, en donde suceden los encuentros de Winston y Julia (Doménica López, que consigue convertirse en la representación de la idealización amorosa que será la perdición de ambos), y los elementos de la actualidad social (al comienzo de la obra) y del miedo mayor de la tortura (casi al final) son elementos que fluyen contribuyendo a la acción de la obra. Uno siente que el expresionismo minimalista de la utilería se complementa con los videos que reproduce una telepantalla en la que quienes lo observamos todo somos nosotros, espectadores del horror de una distopía que podría convertirse en una realidad del presente.

Si bien Orwell concibió su obra para denunciar el peligro que, para las sociedades democráticas, representaba el totalitarismo, tanto del comunismo estalinista como del fascismo, su distopía política continúa vigente. El Estado del capitalismo neoliberal del siglo veintiuno se basa en la vigilancia permanente a sus ciudadanos, en una policía del pensamiento único dispuesta a criminalizar la disidencia, en la fabricación de un enemigo al cual odiar y en una neolengua que manipula la historia y los hechos para justificar la expoliación, la acumulación y la guerra. La versión teatral de 1984, de Distópico Teatro, nos recuerda el horror de poder totalitario con la contundencia política y la belleza estremecedora que emana del arte escénico.

Este texto apareció en el blog personal del autor.


[1] George Orwell, 1984 [1949] (Barcelona: Ediciones Destino, 2008), 21.

[2] Orwell, 1984, 276.

[3] Orwell, 1984, 257.

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