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«Ahora, las sombras…», por doña Cecilia Ansaldo

Hubo viajeros, apostadores, hoteles; ahora hay sombras. La obra literaria de Javier Vásconez continúa, imbatible, con un vigor sostenido. Tiene un tronco común identificable y en cada título una gran novedad...

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Foto de Patricio Burbano, tomada de Wikipedia.

Hubo viajeros, apostadores, hoteles; ahora hay sombras. La obra literaria de Javier Vásconez continúa, imbatible, con un vigor sostenido. Tiene un tronco común identificable —Quito, esa ciudad andina de sus clamores— y en cada título una gran novedad. He leído El coleccionista de sombras para cerrarla y volverla a empezar de inmediato, en la actitud de hacer vínculos, identificaciones y pisar tierra firme. Pero concluyo que no se puede. Es que, deliberadamente, se trata de una novela en movimiento constante, una historia de idas y venidas porque su acaecer se produce en “una niebla de irrealidad”.

En una entrevista, el autor dijo que ha emprendido una síntesis de sus novelas anteriores. Yo preciso que aquí afloran sus obsesiones más caras; la nuclear es la literatura misma, la capacidad de crear una realidad paralela a base de palabras, en una dialéctica que todos los escritores tienen clara: de la lectura a la escritura y viceversa; Vásconez —el personaje, que se llama como el autor— convive con Dostoievski, Dickens, Melville y Conrad, al mismo tiempo que persigue las sombras que irán a parar a sus propias historias. Sombras porque la memoria arrastra caudales de figuras deformadas, porque los muertos se convierten en fantasmas, porque el paso humano es inseguro y evanescente.

Esta novela elige espacios conocidos —el palacete quiteño de la familia Jijón, construido a finales del siglo XIX, La circasiana, vendido al municipio y donde funciona el Instituto de Patrimonio Cultural, y las inmediaciones del mercado de Santa Clara—. Otros, más distantes, nos llevan a un colegio de Londres, a un hospital de París, a mirar la Gran Vía madrileña desde una ventana. Con una habilidad identificable en la obra de nuestro autor, el fluido narrativo es tan dúctil y veloz que resulta difícil dibujar una línea de tiempo. Viene de atrás el relato insertado de la señorita Zaldumbide, por ejemplo, pero también es identificable el aire podrido de la corrupción de gobierno cercano.

La novela contemporánea fue conquistando la tarea de contarlo todo. Eso mueve a Vásconez protagonista, indagador nato de lo que ocurre con el conde Velasteguí, último aristócrata de clase decadente; de lo que pasa con Denise, la mujer de los enigmas, con quien no es posible el amor; de los secretos que palpitan en la ciudad y emergen a la lenta excavación de las redes del metro. Observador minucioso y tan imaginativo como el autor, el personaje mira e inventa, recuerda y recrea, hasta con las figuras que a los lectores nos son conocidas: Roldán y los golpes de su muleta; el doctor Kronz y su chaqueta lastrada. Con esta novela, Vásconez parecería poner el último fragmento para el gran mosaico que levanta desde hace cuarenta años, cuando empezó con Ciudad lejana (1982).

Aunque nada pueda asegurar que una obra de vida esté terminada, mientras la existencia de anacoreta, de lector voraz y dialogante generoso esté activa. Quito siempre fue gótica, oscura y lluviosa en las páginas de Vásconez. Miró desde lejos el mar, y fabuló un puerto en los Andes. Es el creador del inmortal Angelote, es el revelador de que la enfermedad iguala. Un viajero de Praga fue acogido por la ciudad neblinosa. Un espía persiguió nudos embrollados. Todas esas luces literarias alternan ahora con un mundo de sombras.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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