Por un azar feliz, mi nieta Maia olvidó en el escritorio una vieja edición escolar de ‘Poema del cante jondo’, del inolvidable Federico. Desde sus primeros versos recuperé el fondo de infancia, simpatía y gracia que caracterizó al gran andaluz. Busqué mi volumen I de una bella edición de sus obras completas prologado por Jorge Guillén, su amigo, que evoca el recado que Federico manda a su hijita pequeña: ‘Dile a Teresita que le voy a contar el cuento de la gallinita con traje de cola y sombrero amarillo. El gallo tiene un sombrero muy grande para cuando llueve’, y recuerdo al lagarto y la lagarta que hicieron pensar y sufrir a mis hijos cuando eran chiquitos: ‘El lagarto está llorando / la lagarta está llorando / el lagarto y la lagarta / con delantalitos blancos/… Han perdido sin querer / su anillo de desposados’, con imágenes tan bellas como ‘Un cielo grande y sin gente / monta en su globo a los pájaros. / El sol, capitán redondo / luce un chaleco de raso’ y, en claro contraste: ‘Miradlos qué viejos son / qué viejos son los lagartos’. Cuando recité este poemita completo a José Gabriel, entonces de algo más de dos años, que había aprendido a rezar con su buena niñera Constanza, me miró, y mientras oía los versos, alzó al cielo sus manos unidas como quien rezara, en intuición suprema del más allá de la poesía, de su elevación y dignidad…
En el bello prólogo de Guillén, (1954), falta la mención explícita al horror del asesinato del poeta, en 1936; en 1954, Franco dominaba en España, y era imposible mencionar tal vileza. Pero raros son los poemas lorquianos en los cuales no nombra la muerte de modo familiar: ‘Amor o crimen, doble significado del símbolo por excelencia en la lírica y la dramaturgia de Lorca’, sentencia Guillén. Y cita ‘Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’ (el torero cuya muerte eternizó Lorca en uno de sus poemas-cumbre, y que entrecorto aquí): ‘Eran las cinco en punto de la tarde. / Lo demás era muerte y sólo muerte // Y un muslo con un asta desolada / a las cinco de la tarde. // Ay, qué terribles cinco de la tarde / eran las cinco en todos los relojes. / Eran las cinco en sombra de la tarde’. Luego de estos primeros versos sobre ‘La cogida y la muerte’, sigue el poeta: ‘Dile a la luna que venga, / que no quiero ver la sangre / de Ignacio sobre la arena. / ¡Que no quiero verla!’ Y culmina: Porque te has muerto para siempre, / como todos los muertos de la Tierra, / como todos los muertos que se olvidan / en un montón de perros apagados // No te conoce nadie. No. Pero yo te canto / Yo canto para luego tu perfil y tu gracia. / La madurez insigne de tu conocimiento. / La tristeza que tuvo tu valiente alegría. / Yo canto tu elegancia con palabras que gimen / y recuerdo una brisa triste por los olivos’.
Lorca perpetuó al torero en su poema. Cómo no aplicar esta eternidad a su propia injustísima muerte, a los 38 años, cuando aún empezaba. Y cómo no sentir de qué forma la poesía nos ayuda a vivir…, y a morir. Hoy y siempre.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.