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«¿Alguien cerrará nuestros párpados?», por don Óscar Vela

No sabrás aún que ha llegado el final, pues tus párpados se habrán cerrado solos, temerosos ante la imprevista presencia de esa sombra que se fusionó con la tuya apenas durante un segundo...

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No sabrás aún que ha llegado el final, pues tus párpados se habrán cerrado solos, temerosos ante la imprevista presencia de esa sombra que se fusionó con la tuya apenas durante un segundo, un breve instante de desconcierto y miedo en el que alcanzaste a ver aquella mano amenazante que empuñaba un arma oscura frente a ti. Quizás escuchaste un grito, el tuyo o el de alguien más, que de todas formas fue sofocado por varias detonaciones. Y, tras ellas, la oscuridad y el silencio.

Los disparos no te provocaron dolor alguno, aunque sabías que era la muerte la que te envolvía en ese abrazo gélido. Sentías, eso sí, una inmensa y fugaz desazón por tu nieto, por tu pequeño compañero de diligencias que fue el injusto, absurdo, terrible testigo presencial de tu asesinato.

No hubo una mano compasiva que te asistiera, aunque de todos modos siempre habría sido demasiado tarde. Ni siquiera un alma doliente que se preocupara de tu niño que, aterrado, desolado, se echó sobre ti pidiendo que no murieras, rogándote que te quedaras con él, suplicando que no te fueras. Y tú, en medio de ese tránsito repentino entre la luz y las tinieblas, en el difícil trance de intentar comprender lo que había sucedido, abandonabas tu cuerpo con la angustia de ese niño que se te aferraba con todas sus fuerzas, con todo su dolor.

Tus párpados se cerraron solos. A pesar de tu deseo, a pesar de tus ruegos, a pesar de tu aflicción, cayeron una última vez como cae el telón al final de una obra.

Ya no sufre un corazón que ha dejado de latir, ya no se estremece un cuerpo cuando su sangre ha dejado de correr, ya no enloquecemos cuando se apaga finalmente nuestra luz. Tal vez, en el último aliento, ese fue tu consuelo. Decía Rubén Darío, el poeta nicaragüense: “no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo ni mayor pesadumbre que la vida consciente.”.

Y ellos, los criminales, como ya sabemos, como siempre sucede, huyeron con su exiguo botín, con las manos manchadas de sangre, con la vileza embozando su rostro, sin una sombra de pesar, sin un rastro de arrepentimiento, deshumanizados por completo en esta sociedad que los encubre y protege; alentados por una justicia podrida, tan corrupta y perversa como ellos, una justicia que en el peor de los casos los dejará libres en pocas horas para que vuelvan a matar a otro abuelo, a otro padre, a otra madre, o quizás al niño que quedó vivo en su último asalto, porque el horror en este lugar ya no tiene límites.

El escritor argentino Jorge Luis Borges, en “Ausencia”, uno de los poemas de Fervor de Buenos Aires, dejó estas palabras que algún día posiblemente lea tu nieto: ¿En qué hondonada esconderé mi alma / para que no vea tu ausencia / que como un sol terrible, sin ocaso, / brilla definitiva y despiadada? / Tu ausencia me rodea / como la cuerda a la garganta, / el mar al que se hunde.”.

En esta incertidumbre, en esta perplejidad, en este constante y arriesgado juego de vivir aquí, en este país entregado a las mafias, subyugado a ellas y a sus encubridores, me pregunto: ¿alguien cerrará nuestros párpados? O, lo hará sola, impávida, una bala asesina o un feroz y certero navajazo a la vuelta de una esquina.

Para tu niño, tu nieto, tu chiquito que ha sido testigo del horror, que no podía, que no quería, que no debía verte morir así.

Este artículo apareció en la revista Forbes.

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