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«Apostarle a la alegría», por don Fabián Corral B.

Las circunstancias, inevitablemente, nos inducen a la tristeza y propician la agonía de una forma de vivir. La incertidumbre se acentúa en estos días. La pandemia hizo lo suyo: nos cerró las puertas de la casa y los espacios para cultivar la esperanza...

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Las circunstancias, inevitablemente, nos inducen a la tristeza y propician la agonía de una forma de vivir. La incertidumbre se acentúa en estos días. La pandemia hizo lo suyo: nos cerró las puertas de la casa y los espacios para cultivar la esperanza. Golpeó a la convivencia, arruinó la confianza y llenó de temores a los mínimos actos de la vida. Ir de compras o salir al parque se transformaron en dramas llenos de acechanzas. La escuela se saturó de angustias y los trabajos se convirtieron en destinos inestables. Los vínculos familiares, que se expresaron siempre con abrazos cargados de afecto y cercanía, han sobrevivido gracias a la persistencia de la gente y al auxilio del zoom y del teléfono.

Se han perdido cientos de miles de empleos y empresas. A mucha gente se le diluyó el porvenir. Las certezas que, pese a todos los avatares, fueron la sustancia de la sociedad, de un día para otro, se evaporaron y nos llegó la agobiante impresión de que el futuro no tendría promesas luminosas, que estaría siempre cargado de presagios funestos. Los noticieros se llenaron de estadísticas de muerte, los gobiernos e instituciones revelaron sus infinitas deficiencias, y quedaron, como rezago de la tragedia, los testimonios de la más espeluznante corrupción. La circunstancia nos puso a todos frente a un espejo que ni perdona ni disimula: refleja la dura e impávida verdad.

Y aquí estamos, al filo de una Navidad extraña, y a punto de concluir un año que será recordado por el miedo, la paralización y la enfermedad. Será el año tenebroso que jamás imaginamos, el que superó todas las profecías y los más crudos apocalipsis. Será el 2020, cifra enigmática, el que puso contra las cuerdas a todas las distopías, y el que nos reveló la fragilidad del mundo, el que planteó un dramático desmentido a todas las soberbias y a todos los poderes.

Y aquí estamos, enfrentados al reto de apostarle, pese a todo, a la esperanza, y de buscar, y encontrar, la alegría en el abrazo distante, en el saludo cifrado, en la sonrisa que florece en el teléfono, en el cariño que sigue anidando entre las familias y los amigos, y en los recuerdos y evocaciones que nos negamos a olvidar.

Aunque parezca contradictorio, hay que apostarle a la alegría. De otro modo, no será posible reconstruir la vida cotidiana, ni valorar ese inesperado descubrimiento de la casa y la familia que nos impuso el encierro, ni dotarle de sentido humano al trabajo, ni afirmar la vocación por vivir intensamente cada día. Nada de eso será posible sin una mínima dosis de alegría. Sin ella, no podremos restaurar la fortaleza para enfrentar la adversidad, ni florecerán otras ilusiones ni la confianza en un país que, más allá de la política, es nuestro territorio de convivencia.

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