«Aquellos sábados de mayo…», por don Juan Valdano

Entre el púlpito y la cátedra corría la vida intelectual de la ciudad. Y si los oradores sagrados conformaban un selecto círculo de campeones de la palabra, en cambio, el redil profano de los versificadores acrecía cada vez, igual que el pasto...

Al amanecer del siglo XX, Cuenca era una pequeña urbe aislada del mundo. Para llegar a ella había solo caminos de herradura. La última estación austral del ferrocarril era Sibambe, pueblito remontado en el páramo y al que se llegaba luego de tres o cuatro días de duro cabalgar. La ciudad era una prolongación del campo; villa en la que todos se conocían: chacareros, legistas, clérigos y artesanos: chagras por cultura, chazos por raíz étnica. Las campanas de las iglesias marcaban el ritmo de la vida: la hora del trabajo, de la oración, de la fiesta, del luto. Urbe contemplativa, narcisista, ensimismada en sus tradiciones, creencias y valores: patriarcalismo, religiosidad, moral inexorable. El clero y el partido conservador señoreaban sobre las conciencias, dictaban una forma de pensar, un estilo de vivir que no admitía herejía alguna. En esa Arcadia, la imaginación y la aventura de pensar distinto acarreaban excomuniones.

Entre el púlpito y la cátedra corría la vida intelectual de la ciudad. Y si los oradores sagrados conformaban un selecto círculo de campeones de la palabra, en cambio, el redil profano de los versificadores acrecía cada vez, igual que el pasto con las lluvias de abril y mayo. Era la moda, el prurito de ingeniosos. La literatura cuencana de aquella época bien puede explicarse como el fruto del ocio de una clase terrateniente que fungía de erudita y heredera de abolengos. La manutención de la familia no era problema para el escritor de entonces; la hacienda familiar nutría, y con creces, a la prole numerosa. Para la lectura, la escritura y el diletantismo ilustrado quedaban muchos días, tanto que eran “los más del año”: esa interminable espera que iba de la siembra a la cosecha. El saber literario —al que sus cultores llamaban “gaya ciencia”— se convirtió así en distintivo de clase superior.

En mayo la vida de la urbe se conmovía con los festejos en honor a la Virgen María. El hecho trascendía el entorno popular, llegaba a la academia. El último sábado de mayo tenía lugar un acto religioso y literario que puntualmente organizaba la Universidad de Cuenca en honor a la Virgen bajo la advocación de Sedes Sapientiae. Para tal ocasión nunca faltaron poetas que compitieron en loas a la madre de Cristo. El marianismo poético se convirtió así en una práctica que tuvo su origen hacia finales del siglo XIX. No exagero al afirmar que, por entonces, no hubo versificador cuencano que, en sus inicios, no haya ofrendado sus primeros escarceos literarios a la Virgen de la Universidad. Era una suerte de bautismo con el que un catecúmeno de las letras se aprestaba a la conquista de la gloria literaria. La costumbre generó toda una tendencia: la poesía mariana que marcó un buen trecho de las letras regionales, una expresión que de tan manida llevó a sus cultores a un infecundo estereotipo, a una retórica de cliché.

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