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«Araceli», por don Marco Antonio Rodríguez

El signo fundamental del talento artístico es una sensibilidad especial. En Araceli Gilbert esta señal verificable desde su edad más temprana. La relación entre lo intelectivo y lo sensorial, respecto de la totalidad de los seres y las cosas...

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Foto de Leslie Montenegro.

Menuda, resplandeciente, delicada como un hálito, en contraste con la reciura proverbial de su temperamento, luciendo atuendos únicos, no para convocar la atención, sino para develar su fervor por nuestra ancestralidad. Amaba coleccionar cucharas de palo, recipientes y bisutería de feria, tejidos, aretes… A sus afamadas comidas convocaba amigos, sin distingos de clases, religiones o ideologías. Llevaba como una insignia su irreverencia, que tanto incomodaba a un mundo patriarcal.

Sus ojos y manos siempre inquietos recorrían los intersticios de la vida y los infinitos del arte, pero lejos de Araceli aquello de que la pintura puede inmovilizarse en lo visual y manual, la suya fue una exploración perpetua. Si de algo puede acusársele es de su perfeccionismo, propio de los “elegidos”, como llama Gilles Deleuze a esos artistas que nunca hallan la obra acabada. Por línea paterna Araceli perteneció a una familia conservadora. Su padre, Abel Gilbert Pontón, médico y político, fue vicepresidente de Galo Plaza. Su madre, Leonor Elizalde, aristócrata liberal, grabó en su hija su espíritu emancipado. La música, la danza, la poesía sedujeron a Araceli, pero pudo más la pintura. Su formación académica la forjó en Santiago de Chile, Nueva York y París.

El signo fundamental del talento artístico es una sensibilidad especial. En Araceli Gilbert (Guayaquil, 1913 – Quito, 1993) esta señal verificable desde su edad más temprana. La relación entre lo intelectivo y lo sensorial, respecto de la totalidad de los seres y las cosas.

Araceli amó la naturaleza. El tropicalismo con sus inacabables escalas de colores fundaron el núcleo de su arte. El color como elemento cardinal y como parte de la alquimia integral de su obra: aliento de equilibrios y ritmos formales, bajo la égida de su inteligencia rigurosa. El color tiene para Araceli un designio: palpita silencioso en sus interioridades o se muestra, espléndido, en ámbitos de exultación: sueños entre materia y luz.

En París fue celebrada por Auguste Herbin, figura cardinal del Grupo Abstracción; expuso junto a grandes artistas, y ocupó sitio de honor en el gran Salón de la vanguardia. Su obra no ha sido suficientemente valorada en nuestro medio, a pesar de la histórica entrega de Marcela Blomberg, su hija, para mantener viva su memoria y la de su padre, Rolf Blomberg, “el cronista del Ecuador profundo”.

Se dijo que el arte de Araceli es “un arte científico excluido del sentimiento”. Enceldar así su construcción plástica es un desatino. Mark Torbey sustenta: “Cualquier tentativa de reducir el arte a ciencia pura es vana”, aserción irrebatible. Para Araceli el arte fue un camino en cuyo horizonte vio la luz antigua de nuestros orígenes. “Tierra de frutas y de tumbas,/ propiedad única del sol:/ Vengo del mundo —¡oh largo sueño!—/ y un mapa se enrolla en mi voz”.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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