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«Atahualpa y el libro», por don Juan Valdano

A su encuentro salió fray Vicente Valverde con una Biblia y un crucifijo en las manos. Dijo: “Vengo en nombre de Dios y lo que Dios habló está en este libro”. Atahualpa tomó el libro, lo abrió y lo arrojó con desprecio...

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«La captura de Atahualpa», de Juan Lepiani

Era el 16 de noviembre de 1532 en la plaza de Cajamarca. Francisco Pizarro y 168 mercenarios acechaban a la sombra el arribo de Atahualpa y su séquito. Al declinar el día llegó el monarca con un ejército de diez mil hombres. A su encuentro salió fray Vicente Valverde con una Biblia y un crucifijo en las manos. Dijo: “Vengo en nombre de Dios y lo que Dios habló está en este libro”. Atahualpa tomó el libro, lo abrió y lo arrojó con desprecio.

Escandalizado por el desacato, Valverde fue a contárselo a Pizarro quien, seguido de cuatro castellanos llegó hasta la litera donde aguardaba Atahualpa; lo agarró con fuerza del brazo y gritó “Santiago”, santo y seña que la caballería española esperaba escuchar para salir en estampida e iniciar la matanza de la multitud que se apretujaba en la plaza. La Biblia está al centro de este cruento episodio con el que se inicia la conquista del Perú. La herencia letrada de Occidente, representada aquí en el libro, es ofrecida a Atahualpa, quien encarna la tradición de los pueblos andinos, la vigencia de la cultura quichua. Todos sabemos el trágico desenlace de ese día y de lo que vino después, tres siglos de colonización.

Aquella acción del dominico al entregarle al Inca la Sagrada Biblia se convirtió en todo un gesto memorable y simbólico, la imagen de lo que España ofrecía a América y lo que América rehusaba de España. El libro, la cultura letrada se convirtieron en emblemas de la nueva era que comenzaba en estas tierras. España trajo el alfabeto y el libro, el cristianismo y el dogma, el castellano y el latín, la civilidad romana, el urbanismo medieval y el castro ibérico, el saber salmantino de la “Universitas Magistrorum et Scholarium”. En las alforjas del doctrinero llegaron los catecismos y en las del inquisidor las restricciones emitidas por el reciente Concilio de Trento, el celoso rastreo de la herejía.

La legitimidad de la conquista y el despojo consiguiente se ventilaron en las páginas de los libros. La gran disputa teológica la protagonizaron Bartolomé De las Casas y Francisco de Vitoria (defensor de un “derecho de gentes”), y Ginés de Sepúlveda, un aristotélico que propugnaba la esclavización del indio. El alfabeto no llegó a las masas indígenas. Excluido de la pedagogía de la letra, al indio se le negó todo saber culto; agobiado por los excesos del trabajo en las encomiendas degeneró en el vicio y la miseria. En 1668 el obispo Alonso de la Peña y Montenegro constató la deplorable situación moral y social en la que yacía el indio luego de un siglo y medio de colonización. Dijo: “Si en el mundo hay alguna gente que puede llamarse miserable son los indios de esta América”. En el siglo XIX esta situación no había cambiado. El arzobispo González Suárez aún ponía en duda la real capacidad mental del indio para calar en los misterios del dogma católico.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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