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«Atrapada por un clásico», por doña Cecilia Ansaldo B.

Leo de todo y el placer se renueva o realimenta al calor de las singularidades de cada pieza. Esta vez, por razones de trabajo, elegí «La Eneida», del supremo poeta latino Virgilio. Las consecuencias son...

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Detalle de «Dido y Eneas», de Pierre-Narcisse Guérin

Leo de todo y el placer se renueva o realimenta al calor de las singularidades de cada pieza. Esta vez, por razones de trabajo, elegí La Eneida, del supremo poeta latino Virgilio. Las consecuencias son de deslumbramiento. Es de esas obras que se estudian al comienzo de una carrera de letras o cuando se tiene la fortuna de aprender latín, muy excepcionalmente cuando se gusta de la lectura. Podría reprimir su venerable antigüedad —siglo I a. C.—, su carácter de narración en verso o el talante marcadamente mitológico del relato.

Virgilio era un afamado poeta campestre cuando le salió al paso Octavio Augusto y le pidió que escribiera un canto solemne sobre el origen divino de Roma. El poeta se aterró: él estaba familiarizado con la naturaleza, el amor pastoril, la pasión agraria, pero emprendió la tarea en la que se demoró 11 años. Siempre exigente consigo mismo —tenía por delante los poemas homéricos como modelos—, creyó que no había alcanzado el nivel y ordenó, ya moribundo, destruir su manuscrito. Felizmente no lo obedecieron.

No hay cómo evadir la relación del canto romano con las enormes epopeyas griegas. Aunque La Eneida misma se encargue de hacer el puente con lo que ocurrió en Troya en su bellísimo segundo capítulo, desde la invocación a la musa de los primeros versos, Virgilio respeta a su maestro, eso sí, con un narrador mucho más visible, que se pone junto a Eneas y lo acompaña a sufrir los embates de su mala fortuna. Siete años vaga por los mares, una tormenta le destruye siete naves y echa a los sobrevivientes a una playa desconocida. Pide hospitalidad a la reina de Cartago y la encuentra en los alcázares de Dido. A ella le relata, mojado en llanto, las desventuras que padeció al perder su ciudad en manos de los griegos.

Herencia del inspirado Homero es la confrontación de dioses y hombres. Eneas tiene la protección de su madre, Venus, pero también es perseguido por el odio de Juno: ambas acuden indistintamente ante Júpiter para abogar por los suyos. Por algo el apelativo de Eneas es el piadoso: nunca deja de tributar a los dioses ni de hacer los sacrificios que exige la devoción y cuando se sabe llamado a una tarea fundadora, que restituirá el honor de Ilión y lo multiplicará en una nueva e incalculable ciudad, no desobedecerá.

Abandona el amor de Dido —qué finos los sentimientos de la reina, qué agudo el dolor del héroe—, desciende al mundo de los muertos, se emplea a fondo en batallas del mundo latino que encuentra en la región del Lacio, es decir, estamos frente a un personaje que tiene lo mejor de Aquiles y de Odiseo. Pero las palabras que pronuncia son más cálidas, más justas y más cargadas de humanidad; expresan nociones de paternidad, fidelidad y patriotismo. No en vano hay varios siglos en medio de los dos grandes epopéyicos, y ya sea por nuestra herencia cultural latina o porque el autor está más cerca de nosotros, nos arrebata más la admiración por un semidiós que jamás pierde de vista su condición humana.

No he podido conocer la traducción que hizo el padre Espinosa Pólit de la obra en mención, pero con dos diferentes, una en verso y otra prosificada, me defiendo. “Solo una salvación le queda a los vencidos: no esperar ninguna”, exclama un guerrero de esos que saben qué es el heroísmo. De esto, hay mucho en el canto.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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