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«Carta a Cervantes», por don Vladimiro Rivas

Ignoro, una vez más, si llegó usted a enterarse de que el inglés fue el primer idioma extranjero al cual se tradujo su Quijote. Así son de inescrutables los designios de la Providencia...

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Querido don Miguel:

Vengo de leer un libro sobre usted escrito en 1912 y publicado en 1913 por un investigador inglés llamado James Fitzmaurice-Kelly. Ignoro si es el quinto o el décimo intento del futuro por seguir, en vano, paso a paso, los de su escabrosa existencia terrestre. Ignoro también qué opinión le merecían a usted los impíos ingleses, aunque debo afirmar que usted, que tuvo la oportunidad de odiarlos aunque sea de lejos, como todo su pueblo, supo dar, por el contrario, en una época de cucuruchos infamantes y de fuego inquisitorial, una lección de tolerancia escribiendo esa deliciosa novela ejemplar que es “La española inglesa”. Dicen por ahí que usted los ignoraba, usted, que admiraba a Ariosto y estuvo francamente enamorado de las letras italianas. Usted amaba también las leyendas artúricas, de las cuales, siendo normandas, se han prácticamente apropiado los corsarios de Inglaterra. (Antes de seguir, me disculpo por haberlas llamado “leyendas”, pues usted sabía mejor que yo que la historia de los caballeros de la Mesa Redonda no era vana invención sino historia verdadera y modelo ejemplar). Ignoro, una vez más, si llegó usted a enterarse de que el inglés fue el primer idioma extranjero al cual se tradujo su Quijote. Así son de inescrutables los designios de la Providencia. Lo hizo en vida de usted un tal Thomas Shelton, en 1612, y es sabido que el poeta y dramaturgo William Shakespeare quiso llevar al teatro su novela sobre Cardenio. No alcanzó a hacerlo porque, si bien retirado ya de la escena, movido seguramente por el juego de almas que su novela proponía, vivió con esa intención hasta que la muerte lo alcanzó en la misma fecha que a usted, aunque no en el mismo día, porque los ingleses, tan torpes en asuntos de fe, no habían adoptado aún el calendario gregoriano. Todo esto pasaba mientras usted se debatía por conseguir la protección de algún noble que por fin le ofreciera la holgura económica que nunca tuvo.

Usted, que nos acostumbró a referir unas historias a otras (intertextualidad llaman a este arte fríamente ahora), que nos enseñó a leer en unas vidas la suerte de otras vidas, a entender que la conducta humana es con demasiada frecuencia imitación de una vida imaginaria, si no mero reflejo de aquel platónico arquetipo, usted, digo, ha encontrado en James Fitzmaurice-Kelly a un sabio historiador en quien se cruzan, como buen inglés, el positivismo sabueso de un detective y la afición, forzada, en este caso, por las historias de fantasmas. (Le aclaro que en nuestros también aciagos tiempos llamamos detective al sabio inquisidor que rastrea las huellas que uno deja en las cosas para saber a dónde lo llevan o para averiguar quién fue el autor de un delito; el positivismo es, más que una doctrina filosófica sobre la verdad por el camino de la observación, una manera de ser: usted, Cervantes, lo entendería muy bien: un positivista arrancaría toda la cólera de don Quijote y hasta la de Sancho, y exasperaría toda, toda su paciencia, queridísimo amigo). Con todo esto quiero decir que el profesor inglés no escribió sino lo que de usted estrictamente se sabía en 1912 y podía demostrarse con documentos. No hay emoción en el libro —Reseña documentada de su vida, la subtitulan—. La emoción está en nosotros, don Miguel, no sólo porque deducimos de ese libro lo infortunada que fue su vida, y cómo fue a parar el héroe de Lepanto y el preso de Argel solidario con sus compañeros de infortunio, en el hombre oscuro agobiado por la pobreza de los últimos años, en el duro veterano dado a soñar para hacer vivible una vida invivible. No sólo por esto, digo, sino porque su verdadera biografía, que es su obra completa, y en particular su Quijote, nos remite a alguna desdicha de su existencia y viceversa. Quizá no necesito decirlo, pero usted sabía muy bien que su condición de humanidad subalterna sería compensada con creces por su entrañable creación literaria. Y digo también que su verdadera biografía es su propia obra porque el libro del inglés deja dos impresiones sobre el lector: primera, la calidad fantasmal del biografiado: usted aparece y desaparece en las páginas y en la mente del lector según lo dicte la palabra del documento que le da presencia física y moral. Por eso abundan expresiones como éstas: “Luego sabemos de él que está en Italia”, “Se desvanece enseguida hasta el 15 de octubre, día en que lo vemos, y eso por un momento”, “En 1592 apareció en Burgos”, “No vuelven a hacerse visibles sus huellas hasta el 2 de mayo de 1600”, “Se hace visible de nuevo por estos días en Madrid”, et sic de caeteris. Usted, querido don Miguel, podía darse el lujo de escamotear a la Historia el curso de sus pasos porque ya sabía misteriosamente que otro hombre estaba viviendo y creciendo en usted, ese hidalgo que, en tres jornadas, emprendió desde la literatura un viaje en pos de la literatura, ese caballero que, como el Mesías, velaba mientras los demás dormían, y que adoptó el oficio de cargar sobre sus hombros la responsabilidad de todo un mundo que no sé hasta qué punto merecía su sacrificio.

Segundo, más una evidencia que una impresión: a medida que sus años transcurren, don Miguel, más hay qué decir de usted, porque su imagen se ha convertido poco a poco, en virtud de su obra literaria y de la magnitud de sus desdichas domésticas, en una imagen pública. Su infancia y su adolescencia no parecen haber tenido, como en muchos otros artistas, una dimensión historiable. De hecho, usted es un escritor de la madurez del hombre y acaso también de su vejez. De ahí la nostalgia que se respira en sus páginas, colmadas de una indescriptible, inanalizable sabiduría de la vida.

No sé qué opinaría usted de este libro. Quiero confesarle que a menudo me he sorprendido a mí mismo jugando a ser usted que lo lee, fingiendo que yo soy usted que lee y sonríe, como tantas veces lo he sorprendido en su Quijote, con una humana, demasiado humana sonrisa indulgente. Para empezar, imagino que pese a la conciencia que usted tenía del valor de su obra, le sorprendería cuánto llegó usted a importar a la posteridad, sin embargo de que el sabio erudito inglés omite por principio todo juicio crítico acerca de su obra. Le molestaría sin duda que se hayan publicado una vez más los rumores acerca de la vida privada de las cinco mujeres que vivieron con usted en Valladolid cuando la corte se estableció en ella. Cuánto estuvo usted a merced de la pobreza nos lo dice cada página del libro. Abundan en su vida, al igual que en la de un escritor ruso que mucho lo amó y admiró, llamado Dostoyevski, los acreedores y deudas, la ronda de fiadores: “El 3 de noviembre, año de 1590, tuvo necesidad de tela ordinaria para cubrir su desnudez, y la obtuvo de Miguel de Caviedes y Compañía, en Sevilla, no empero, antes de que su amigo Gutiérrez lo fiase por el precio (diez ducados) y no sin que Gutiérrez hubiera firmado la escritura de fianza ante cuatro notarios, formalidades suficientes para garantizar el pago de la deuda nacional”. No sé qué importancia dio usted a las palabras del censor Márquez Torres, que preceden a su segunda parte del Quijote y que en este libro sobre usted son subrayadas: según ellas era conveniente mantenerlo a usted en la pobreza para que enriqueciera a España y a la literatura. Quizá usted acató esta sentencia como un elogio, como el reconocimiento de una virtud, emparentada a la voluntad de sacrificio del soldado y del caballero andante. A mí, queridísimo amigo, me ha dado mucho qué pensar. Esta injusticia —porque me parece una injusticia más— nos convierte entonces a nosotros, los beneficiarios de su obra, en deudores de una deuda impagable y eterna, y en verdugos por principio de todos los artistas del presente y del porvenir. No se trata de adularlos tampoco: yo, como usted, considero la adulación uno de los mayores vicios humanos; se trata simplemente de evitar toda forma de evitar toda forma de servilismo y de tortura y represión. Usted tuvo que disfrazarse mucho para decir las verdades: por eso quiso tanto a los locos y se expresó a través de ellos. Y yo quiero confesarle una, amigo mío: que yo reconozca la injusticia detrás de las palabras del censor Márquez Torres no significa que haya resuelto mi problema de una vez y para siempre en esto de la relación entre sufrimiento del artista y calidad del producto artístico, relación que daría lugar a toda una sesuda reflexión acerca de lo que pedantemente he dado en llamar “economía política de la escritura”. No la he resuelto porque encuentro algo de razón en las palabras condenatorias del censor. Yo leo y releo y disfruto de su gran libro y sé para mí que sin esa suma de miserias de su vida habría sido quizá más difícil para usted llegar a una transformación que fuera —como llegó a ser en efecto— una más alta forma de existencia. Esté usted tranquilo, amigo mío, que por méritos propios, su “hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno” es para la posteridad el seguro fiador de su gloria.

Lo abrazo con la amistad que supo darme,

Vladimiro.

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