pie-749-blanco

«Ciudadano de la lengua hispanoamericana», por Juan Valdano

Artículos recientes

Fotografía ACL

JOSÉ ENRIQUE RODÓ:

Discurso pronunciado por don Juan Valdano, Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua en la sesión solemne de la institución, con ocasión del homenaje a José Enrique Rodó a los cien años de su fallecimiento. 8 de junio de 2017.

Al amanecer del siglo XX, el mundo europeo y el americano viven acontecimientos de tal magnitud que marcaron el destino de sus pueblos. En 1898 España está en guerra. Las últimas colonias que aún le quedaban: Cuba, Puerto Rico y Filipinas, rezagos de su antiguo imperio, logran al fin la independencia. En ese mismo año surge en la Península una generación joven que sacudirá la ensimismada sociedad española acunada por el decadente siglo XIX logrando con ello una revitalización de la cultura española. Por esos mismos años, y luego de la intervención militar de los Estados Unidos en el Caribe, emerge en el horizonte hispanoamericano la sombra del naciente imperio del Norte. En realidad, la llamada guerra del 98 la comenzaron los patriotas cubanos quienes, desde 1895, habían iniciado la lucha por su independencia, conflicto en el que, tres años después, intervinieron los Estados Unidos para asegurar su influencia en el Caribe. 

Estos acontecimientos gravitaron en el pensamiento de la generación hispanoamericana que despunta en ese crucial año de 1900. Ello explica el inicio de una postura antimperialista en los intelectuales de la época. Los escritores hispanoamericanos empiezan a mirar América con visión continental, como un conjunto de pueblos con un destino común, la patria unida por una misma herencia hispánica, por un conjunto de tradiciones y valores entre los cuales está la hermandad en el idioma de Castilla, esa “sangre del espíritu” de la que hablaba Miguel de Unamuno.

Hacia 1895, año en el que la nueva generación toma la posta, el modernismo literario ya había hecho sus primeras cosechas en las letras uruguayas. Rubén Darío se había establecido en Buenos Aires y sus cantos de sirena suenan seductores y cercanos en una y otra ribera del Río de la Plata.

 Poco antes, en 1888, el poeta romántico  Juan Zorrilla de San Martín había publicado Tabaré, cronológicamente el último de los grandes poemas épicos de la literatura hispanoamericana, subgénero cuyo origen se halla en La Araucana de Alonso de Ercilla. Si bien persisten aún las tendencias naturalistas en la novela y la poesía patriótica y católica, no obstante con Zorrilla y su visión idealista de la conquista, se cierra una etapa de literatura decimonónica en Uruguay. Con la nueva generación se pone de relieve una sensibilidad diferente para apreciar el arte y la literatura, una visión distinta del texto literario, como obra autónoma, una renovación la vida cultural, una sensibilidad diferente frente a los retos de la modernidad.

 José Enrique Rodó perteneció a la llamada generación uruguaya del Novecientos al igual que Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustini, Horacio Quiroga y Carlos Vaz Ferreira. Aquella fue una generación de ruptura, atravesada por un impulso renovador. Para los que recién habían llegado, el nuevo siglo se abría a un mundo inquieto y renovado, a la búsqueda de inéditos paradigmas, a otras formas de pensar, vivir y hacer la política. En este contexto, Rodó (quien había nacido en Montevideo en 1871) se convirtió, desde muy temprana edad, en el mentor intelectual de la juventud de entonces. Poco antes de publicar Ariel, Rodó era ya un activo participante en la vida intelectual de Uruguay.

Quienes conocieron de cerca al escritor hablan de él como una «persona reconcentrada y solitaria, tímida y desgarbada», «tipo linfático en grado extremo», un hombre de «cuerpo grande pero laxo», de «grosura fofa» y «andar flojo». Más allá de ese “hombre pesado y gris”, Zum Felde descubre en Rodó al intelectual de carácter siempre renovado, al escritor, al suscitador de ideas, al guía moral de una generación. Aquella opinión que Rodó expuso acerca de Juan Montalvo bien podría aplicarse a él mismo, pues como el ecuatoriano él también siguió “la vocación de la literatura con el fervor, con la perseverancia, con los respetos y cuidados de una profesión religiosa”.

A José Enrique Rodó se le ha encasillado en la corriente del modernismo hispanoamericano. No hay duda, su ciclo vital coincide con el de los fundadores de ese movimiento literario, con Rubén Darío (1867 – 1916), Leopoldo Lugones (1874-1938), Amado Nervo (1870-1919), entre otros. Sin embargo, ya en su vida, Rodó marcó distancias conceptuales entre su pensamiento y el carácter del modernismo literario de Darío.

“Yo soy un modernista también –dijo-; yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas” (1)

Rodó es un modernista en tanto participa del impulso de esa corriente literaria genuinamente americana que renovó la poesía en castellano. Sin embargo, no compartió ni hizo suyas aquellas tendencias al exotismo y al decadentismo ni de otras formas de expresión estéticas conocidas como “ansiedad de fin de siglo”. En Rodó no hay culto a lo crepuscular ni al preciosismo expresivo, otros son los rasgos de su modernismo. El suyo es un modernismo de carácter filosófico cuyos planteamientos resumiremos más adelante y que, en síntesis, ofrecen una visión de los retos que plantea el mundo moderno, para lo cual aconseja a la joven generación de Hispanoamérica defender aquellos valores éticos y vitales que proceden de la propia tradición cultural.

Largo sería disertar acerca del ambiente filosófico de finales del siglo XIX en el que se formó José Enrique Rodó. No por ello dejaré de mencionar dos o tres corrientes ideológicas que están presentes en su obra literaria. No se puede pasar por alto la enorme influencia que desplegó el positivismo en los intelectuales latinoamericanos a partir de 1837. La doctrina positivista influyó en varios ámbitos institucionales: el religioso, el social, el político y el científico. El amplio debate que suscitaron sus planeamientos tuvo vigencia hasta 1890. En el Ecuador, sin embargo, el positivismo continuó debatiéndose hasta bien entrada la década de 1920. Spencer y Darwin eran leídos y debatidos en reducidos círculos académicos conformados por neokantianos, comtianos y evolucionistas. El naturalismo literario presente en la novela de finales del siglo XIX, tanto en Europa como en América Latina,  es deudor del cientifismo y biologismo de la época.

El krausismo es otra de las tendencias filosóficas que inspiraron a las generaciones hispanoamericanas de la segunda mitad del siglo XIX. Esta doctrina de raíz liberal resonó en las aulas y cátedras universitarias, adquirió voz propia en la política y en la educación a partir de 1868, en Francia, en España y en algunos países de América como Argentina y Uruguay. El krausismo fue un racionalismo remozado que pretendió ser una doctrina positivista cuya declarada finalidad era propender el progreso humano a partir del cultivo de la razón. Los krausistas se basaban en una religión humanista de gran arraigo histórico, se consideraban modernos en el sentido de que promovían una renovación educativa como auténtica guía moral de la persona humana y de los pueblos. Rodó tuvo contactos con el krausismo a través de los libros de Giner de los Ríos, profesor español de gran personalidad ética y educativa, creador de la Institución Libre de Enseñanza.

Como una reacción al positivismo eminentemente racionalista surgió en Francia, hacia la mitad del siglo XIX, la corriente filosófica denominada espiritualismo. El espiritualismo busca una síntesis entre dos marcadas tendencias de la filosofía moderna, aquella que parte del “cogito ergo sum” cartesiano y la que proclama las “”raisons du coeur” de Pascal. Los intereses del espiritualismo decimonónico son fundamentalmente religiosos, morales y de auscultación interior de la conciencia. Entre aquellos que se acogen a sus búsquedas están Ernest Renán (1823-1893) y Henry Bergson (1859-1941), uno y otro autores que cita Rodó con frecuencia. El autor de Ariel toma de Renán su visión de la democracia como un sistema sustentado en la moral social,  un sistema que promueve la práctica de las virtudes ciudadanas y que permite el ascenso de los mejores, los más capacitados, lo cual tiene mucho de subjetividad aristocrática. Bergson proporcionó a Rodó razones para su rechazo al cientifismo puro, los sustentos  de la búsqueda de una filosofía orientadora de la vida, el gusto por la acción, la apertura hacia un humanismo y un voluntarismo junto con una metafísica abierta y en evolución. De esta doctrina están llenas las mejores páginas de Ariel y Motivos de Proteo.

En febrero de 1900 se publica Ariel, un ensayo de 142 páginas en su primera edición de Montevideo. Rodó, para entonces, tenía 29 años. Pocos días antes del aparecimiento de esta obra, su autor había declarado en un periódico que el tema central de su libro era: “la defensa de la vida espiritual ante las imitaciones del mercantilismo”. Por el momento histórico en que fue escrito Ariel, no faltaron críticos que lo interpretaron como un alegato en defensa de la tradición latina de la América española frente a la influencia anglosajona representada por los Estados Unidos. El punto central de Ariel es la reflexión ante dos estilos de vida antagónicos, dos tradiciones diferentes que, en vísperas del siglo XX, habían entrado en competencia en la sociedad hispanoamericana de entonces. Esta contradicción de identidades ya había sido puesta de relieve en décadas  pasadas, en los días del romanticismo y bajo los conceptos de raza, lengua y religión. Rodó no hace sino volver al tema con una visión más refinada, más diferenciadora. Y aunque no menciona a José Martí, retoma la reflexión sobre “Nuestra América”, un asunto que plantearon varios ensayistas del siglo XIX, Francisco Bilbao entre ellos. Todos habían coincidido en señalar la avidez imperialista de los Estados Unidos y su injerencia en América Latina, Continente inerme ante la intromisión de la nueva potencia y a la que simbolizaban con imágenes casi apocalípticas, tales como monstruo, gigante y caníbal.

José Enrique Rodó escribe su ensayo bajo la órbita literaria de William Shakespeare. Del drama “La Tempestad” del autor inglés, traslada a su libro tres personajes a quienes los confiere un sentido simbólico, ellos son el mago Próspero, el joven Ariel y Calibán, este último el aborigen selvático que habita en una isla desierta y cuyo nombre procede de “caníbal”, palabra que, a su vez, viene del  taíno, “caribe” y cuyo significado etimológico es “hombre fuerte”. La particularidad del texto del uruguayo está en el hecho de que los personajes shakesperianos pierden su carácter dramático para ser evocados como alegorías culturales. Próspero pasa a ser un sabio maestro de juventudes, un predicador de los ideales clásicos: la claridad, la serenidad, el heroísmo;  Ariel es el símbolo de lo espiritual y de la búsqueda de lo ideal y Calibán es la imagen de la vulgaridad y materialidad de la existencia.

Ariel es un texto con hálito oratorio e intención admonitora en el que Prospero alecciona a sus jóvenes discípulos al finalizar los estudios. En un acto de despedida, el sabio maestro toma la palabra para dar su última lección, alocución en la que advierte a la joven generación de América sobre la misión que le toca llevar adelante frente a los retos que planteaba el mundo al amanecer del siglo XX.  El maestro inicia su discurso con “firme voz magistral” invocando el espíritu de Ariel que se halla representado por un busto de bronce que reposa sobre su mesa. Oigámosle:

“Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida”.  (2)

José Enrique Rodó apela a la juventud, a su idealismo, a su sentido crítico para emprender en una impostergable misión: la construcción de una nueva América Latina sobre los fundamentos de la armonía social, la unidad de sus pueblos, el respeto a sus propias raíces. Desecha el pesimismo que invadía entonces los espíritus, la melancolía que se desbordaba en la literatura decadente de la época, casi toda ella procedente del simbolismo francés,  aquella que atrapó a los modernistas ecuatorianos como Medardo Ángel Silva y sus compañeros de generación. Advierte sobre los peligros de la excesiva especialización del conocimiento, la intolerancia y el individualismo insolidario que fomenta el utilitarismo, ese materialismo que esclaviza al individuo en la obsesión por el placer y el confort,  el afán de producir y producir bienes de consumo olvidando la naturaleza espiritual de la persona humana. Aconseja poner en alto los valores de la cultura, luchar por las causas de los pueblos y no atrofiar la mente en la mera competencia. Tal altura de miras, dice, nos alejará de la decadencia, la incomunicación y la estrechez de alma. Oigámosle nuevamente:

“Provocar esa renovación, inalterable como un ritmo de la Naturaleza, es en todos los tiempos la función y la obra de la juventud”. (…) (3). Quizá universalmente, hoy, la acción y la influencia de la juventud son, en la marcha de las sociedades humanas, menos efectivas e intensas que deberían ser.  (…) Y, sin embargo, yo creo ver expresada en todas partes la necesidad de una activa revelación de fuerzas nuevas, yo creo que América necesita grandemente de su juventud”. (4)

 Propone volver al modelo de la Atenas clásica, ejemplo de una sociedad equilibrada y con personalidad propia, pueblo en el que el cultivo del noble “ocio”, ese “ocio fecundo” que Platón alabara un día, constituía el placer de las élites cultas. Para el sabio Próspero ello significa reservar, para sí, ese “reino interior” que constituye el espacio íntimo de libertad que guarda  cada uno, ese ámbito privado para la meditación, ese instante apartado en el que nos resguardamos de la intromisión del vulgo, de la prosaica mundanidad. Así hablaba Rodó, el joven maestro de la juventud uruguaya:

“Aun dentro de la esclavitud material, hay la posibilidad de salvar la libertad interior: la de la razón y el sentimiento” (13)

“Solo cuando penetréis dentro del inviolable seguro podréis llamaros, en realidad, hombres libres. No lo son quienes, enajenando insensatamente el dominio de sí a favor de la desordenada pasión o el interés utilitario, olvidan que, según el sabio precepto de Montaigne, nuestro espíritu puede ser objeto de préstamo, pero no de cesión. Pensar, soñar, admirar: he ahí los nombres de los sutiles visitantes de mi celda. Los antiguos los calificaban dentro de su noble inteligencia del ocio, que ellos tenían por el más elevado empleo de una existencia verdaderamente racional, identificándolo con la libertad del pensamiento emancipado de todo noble yugo. El ocio noble era la inversión del tiempo que oponían, como expresión de la vida superior, a la actividad económica”. (5)    

En otras palabras, Rodó proponía inculcar en la juventud de América la afirmación de su identidad hispana, la tradición y los valores que estos pueblos habían recibido de la España histórica. Para ello invitaba a mantenerse despiertos frente los cantos de sirena que traía la modernidad, aquella que llegaba con la naciente hegemonía de los pueblos anglosajones, en especial, de los Estados Unidos.

Ya hemos visto que Rodó abogaba por un concepto de dignidad humana a partir de la defensa de la libertad. Ello significa su adhesión por un sano individualismo, su consejo de no enajenar la libertad, el dominio de sí mismo. Este ámbito personal, íntimo e insobornable no debería cederse por ninguna causa ajena o extraña. Quien defiende tal principio declara: esto es mío: mi conciencia, mi libertad y ningún poder me las enajena. No me sorprende este pensamiento de Rodó, pues procede de ese espíritu individualista y autónomo propio del hombre moderno, aquel que siglos atrás, hacia 1580, defendió para sí Michel de Montaigne, alcalde de Burdeos, gran señor de Perigord. El señor de la Montaña se mantuvo emancipado de los afectos y rencores políticos y religiosos de la Francia de Enrique IV; por decisión propia estuvo al margen de los fanatismos de su tiempo, practicó la abstención y la independencia de criterio. Frente a los encontrados bandos ideológicos, frente a la vesánica furia con la que católicos y protestantes se mataban mutuamente, Montaigne resguardó su autonomía, no claudicó ni renunció a aquella divisa suya de hombre superior, divisa que, en breves palabras decía: “me presto pero no me  doy”. Coherente con este principio, el joven Rodó alentaba así a sus compañeros de generación:

Una vez más: el principio fundamental de vuestro desenvolvimiento, vuestro lema en la vida, deben ser mantener la integridad de vuestra condición humana”. (6)

La mirada de Próspero se extiende luego al  inquieto panorama que, entonces, ofrece la sociedad latinoamericana de inicios del siglo XX. Las élites que habían acumulado prestigio y poder a lo largo del XIX miran con resquemor el avance de las clases medias, el arribo de la sociedad de masas, la llegada de “las hordas de la vulgaridad”, como entonces se pensaba. Los líderes políticos aspiran a obtener el favor del pueblo prometiendo poner en marcha una democracia efectiva, régimen que hará posible la igualdad política de todos, el voto de la mujer. La irrupción de las masas urbanas en la vida social y política, la puesta en vigencia de un estilo de vida en el que triunfa lo práctico, lo anodino y aún lo trivial dio lugar a que varios pensadores de la época proclamaran el ascenso de una nueva cultura, el aparecimiento de un fenómeno social y político sin precedentes y que, pocos años después, José Ortega y Gasset lo llamara “la rebelión de las masas”. Rodó, adelantándose al filósofo español tomó el pulso a esa nueva cultura que definirá la trayectoria del siglo que se iniciaba. Ya entonces advertía:

“La multitud, la masa anónima no es nada por sí misma. La multitud será un instrumento de barbarie o de civilización según carezca o no del coeficiente de una lata dirección moral”. (7)

“La democracia extinguirá gradualmente toda idea de superioridad que no se traduzca en una mayor y más osada aptitud para las luchas del interés, que son entonces la forma más innoble de las brutalidades de la fuerza”. (8)

Aquellos eran tiempos de reivindicaciones, rupturas y desplantes. Días agrios en los que las clases que habían sido educadas en los ideales del espiritualismo de fines del siglo, no ocultaban su aversión por todo lo que representaba una cultura de la mediocridad, el olvido de las buenas maneras, en fin, la grosería del vulgo, aquello que Rodó interpretó como “lo innoble del rasero nivelador”. Para la mentalidad aristocrática de las clases pudientes latinoamericanas que gobernaron el siglo XIX, el advenimiento de la democracia significaba su retirada definitiva del drama de la historia. El triunfo de la masa era el triunfo de la horda. Esta mirada simplista y mecánica del avance de los principios democráticos, el gobierno de la mitad más uno, no es, en esencia, distinta a aquella versión que Jorge Luís Borges, (un connotado arielista de esos mismos años), tenía de la democracia cuando sostenía que tal sistema no pasaba de ser la insoportable “dictadura de la estadística”.

La democracia, declara Rodó, debe tener una dirección moral para evitar caer en la mediocridad burguesa, el culto a la vulgaridad y el materialismo, pues todo ello y más  significaría el triunfo de Calibán. Próspero celebra la victoria de la democracia porque, al fin, y gracias a ella, quedarán abolidas las  “superioridades injustas”, se facilitará el camino a los mejor dotados, el ascenso de la única aristocracia posible en pueblos recientes como los nuestros, la nobleza del espíritu, la aristocracia de la cultura. Es la misma idea que, pocos años antes, la había defendido Juan Montalvo. La democracia de América Latina, sostiene Rodó, no debe ser la democracia de los anglosajones, aquella en la que campea el materialismo utilitario. En la visión del uruguayo, la democracia de los Estados Unidos es un sistema en el que la inmigración ha dado lugar a “una enorme multitud cosmopolita” de difícil asimilación. Allí manda, dice “el capricho de la muchedumbre”, “las impiedades del tumulto”. Ello no impide al maestro admirar la fuerza, el orden y el progreso material de ese gran país que se extiende allende el río Bravo. De los Estados Unidos dice:

“La voluntad es el cincel que ha esculpido a este pueblo en dura piedra. Sus relieves característicos son dos manifestaciones del poder de la voluntad: la originalidad y la audacia… Su personaje representativo se llama Yo quiero como el superhombre de Nietzsche”. (9)

“Aunque no les amo, les admiro”, dirá Próspero. Tal admiración se sustenta en el voluntarismo de “ese pueblo de cíclopes”, el federalismo de su república, la voluntad pronta para el trabajo, su espíritu asociativo, la expansión de la educación, el cultivo de la ciencia, el culto a la salud corporal, la libertad de conciencia y de expresión del pensamiento. Condena, sin embargo, su afán expansionista, su ambición de liderazgo mundial. 

No hay un cambio de actitud frente al mundo si no hay una ética que guíe y dé sentido a nuestra vida. La ética que propone Rodó está enlazada a la estética. No hay duda, en esta conjunción de lo bueno y lo bello, Rodó no desmiente su relación con el pensamiento griego, en especial con la filosofía platónica. No es de extrañar tal actitud del uruguayo, pues su concepción de la educación está emparentada con el ideal clásico de la paideia griega. Para Platón este principio educativo forma al joven en el ideal del kaloskagathos y según el cual lo bello es bueno, en sí mismo. La sabiduría, como máxima aspiración del hombre, no es sino una armoniosa conjunción de lo bueno con lo bello, de la ética con la estética. Lo malo y lo feo no existen como tal sino como ignorancia de lo bueno y lo bello. No hay hombres malos, tan solo ignorantes del bien.

Lo que dice Rodó no está lejos de este pensar genuinamente griego. Su pensamiento al respecto se sintetiza en esta frase de Ariel:

A medida que la humanidad avance, se concebirá más claramente la ley moral como una estética de la conducta. Se huirá del mal y del error como de una disonancia; se buscará lo bueno como el placer de una armonía”. (10)

Esta conjunción de lo ético con lo estético, Rodó la lleva a su concepción de la obra literaria. En opinión del crítico uruguayo Fernando Aínsa,

“al preconizar que todo actuar debe ser expresión de vida en armonía con el todo, un modo de integrarse a la belleza, asume el principio de que sin estilo no hay obra literaria y que, por lo tanto, no hay posibilidad de transmitir adecuadamente las ideas. Estilo e ideas van así juntos, siendo el primero vehículo indispensable de difusión de las segundas. La forma es, por lo tanto, la “fisonomía espiritual de la manera”. En realidad –como señala Washington Lockhardt- “la estética de Rodó, no conducía, sino que “era” su ética, expresión de una coincidencia armoniosa del hombre con lo que lo rodea y lo rebasa”. (11)

Esta confluencia de lo épico y lo estético, ejemplo de un pensamiento ecléctico, se complementa con su visión americanista. En un ensayo anterior a Ariel publicado en un opúsculo titulado La vida nueva y dedicado a Rubén Darío, Rodó reflexiona acerca de la necesidad de buscar un arte americano que fuera, en “verdad libre y autónomo”. Muchos autores latinoamericanos de siglo XIX, entre ellos los ecuatorianos Juan León Mera, Remigio Crespo Toral y Gonzalo Zaldumbide habían emprendido en búsquedas semejantes. Rodó precisa que no se trata de llegar a una originalidad al precio de “la intolerancia y la incomunicación” sino de redefinir el papel del intelectual  en sociedades como las nuestras que buscan su identidad. Tres décadas más tarde, hacia 1930, el gran Alfonso Reyes abogará por despertar aquello que él llamó “la inteligencia americana”. El maestro mexicano se refería así al derecho que asiste a los pueblos latinoamericanos de nombrar lo suyo con palabra universal sin enajenar nuestro espíritu, ello implica un empoderamiento de esa parte de la tradición mediterránea y grecolatina que nos corresponde como herederos de la gran cultura de Occidente. Esta fraternidad americana invocada por Rodó es, en el decir de Alfonso Reyes “una realidad espiritual, entendida e impulsada de pocos, y comunicada de ahí a las gentes como una descarga de viento: como un alma”. José Enrique Rodó consolidaba así una corriente de pensamiento latinoamericano por el que había trajinado la pléyade de nuestros escritores a partir de la fundación de la República hasta finales del siglo XIX, esto es desde Bello, Echeverría, Sarmiento, Bilbao y Martí. Fueron ellos quienes avivaron el fuego de un ideal de búsqueda de una especificidad americana que supere los nacionalismos y abogue en la consolidación de aquel magno proyecto bolivariano de una América unida como “magna patria indivisible”. José Enrique Rodó contribuyó a desterrar un concepto estático de patria. No es extraño, entonces, que Miguel de Unamuno haya catalogado a Rodó no como un escritor que represente a un determinado país, sino como un “ciudadano de la intelectualidad americana”.   

Carlos Real Azúa aborda Ariel como un ensayo que, desde el punto de vista estructural, participa de los rasgos formales que caracterizaron al sermón laico, ese género de larga prosapia en la Francia del siglo XIX, prosa con resonancia oratoria y propia de los maestros profanos, lo que explica su “altivez magistral”.  En la prosa de Rodó se evoca la facundia del púlpito, la elocuencia académica, la clase magistral del educador de otros tiempos, el discurso con el que el rector de un instituto universitario solía dar la bienvenida a los catecúmenos o despedía a aquellos que se habían alcanzados los lauros doctorales.

“Este significado –que seguirían conservando hasta nuestros días en ciertas áreas culturales- fue el constituir una especie de discursos del trono de un siempre pretendiente “poder cultural”, una suerte de presencia expansiva y aun imperativa del sistema educativo superior en la sociedad”. (12)  

 Según Carlos Real Azúa de aquí procede y de ahí se emula  ese tono y el estilo oratorio que bien maneja ese veinteañero serio y algo melancólico que fue Rodó en ese promisorio año de 1899.

Ariel, obra temprana de un joven escritor, impactó desde su aparecimiento en el ambiente literario y académico de Uruguay. La novedad no residía solo en las ideas que exponía, también estaba en la calidad artística de su prosa, en su estilo renovado aunque algo retórico. Rodó fue un renovador del ensayo literario en Hispanoamérica, referente indispensable en la evolución de este género esencialmente moderno. Lejos de él la disertación que abruma con la acumulación de citas y apostillas, referencias a literatura ajena. Su ensayo adquiere el pulso de un pensamiento que se expresa en la oralidad de un discurso en el que se tejen correlaciones culturales que llegan de distintas fuentes literarias y filosóficas. Concebido como palabra dicha, su prosa se enriquece con la inclusión de pequeños relatos o parábolas, sabia pedagogía evangélica con la que busca ejemplificar una enseñanza, una experiencia, una conducta. El autor de Ariel sabe que su  mensaje debía ser comunicado a la juventud de su tiempo con un lenguaje atractivo y actual. Si novedosas eran las ideas que debía difundir, nueva también debía ser la manera de decirlas. Puso en práctica sus propios preceptos, aquellos que, según él, debía asumir un escritor, esto es “enseñar con gracia” y aquel otro de “dar a sentir la belleza”, cualidades que confieren a su prosa un ritmo en el que lo elevado del concepto se combina con la armonía del estilo. Las ideas buscan el símbolo como un canal de expresión, un recurso metafórico en el que lo semejante busca lo semejante. Es una prosa que fluye al ritmo de un pensamiento claro, rehúye la frialdad del concepto para adquirir la ductilidad semántica del símbolo. Rodó es un artista que piensa, un intelectual que veneró el arte como una religión,  un escritor que renovó el vigor  expresivo de la prosa castellana. Enrique Anderson Imbert dice de él:

“Era un pensador; era también un artista. Su prosa se benefició de ambos talentos. Las frases se yuxtaponen, se coordinan, se subordinan en arquitectura digna, serena, noble esmerada. Todo es armonioso y bello. Prosa fría, sí, con la frialdad del mármol –o mejor, con la frialdad de las formas parnasianas-, pero perfecta. Era muy imaginativo, aunque su imaginación admitía la disciplina…. En una lista de  los diez mayores escritores de América el nombre de Rodó es imprescindible”. (13)

Tumbaco mayo 2017

NOTAS

(1)  Ensayo sobre Rubén Darío.

(2) Ariel. Biblioteca Ayacucho. Caracas. Vol. 3 p. 3.

(3) Ariel: p. 5 

(4) Ariel: p.10 

(5) Ariel: p. 13

(6) Ariel: p. 15, 16

(7) Ariel: p. 25

(8)  Ariel: p. 24

(9) Ariel: p. 38

(10) Ariel p.18

(11) Fernando Aínza. El centenario de Ariel: una lectura para el 2000. http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/los-cien-años-de-ariel.

(12) Carlos Real Azúa. Prólogo a Ariel. Biblioteca Ayacucho. Vol. . Venezuela s/f   p IX

(13)  Enrique Anderson Imbert. Historia de la literatura hispanoamericana. F.C.E. México, 1957 p. 312 – 313)