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Colaboración: «El laberinto en la poesía de Iván Carvajal», de Luis Carlos Mussó

La palabra poética de Iván Carvajal Aguirre desarrolla, a través de un lúcido texto, el tópico del laberinto. Este demuestra de qué manera el discurso del sujeto es hiperconsciente del proceso de escritura. Por medio de dos figuras simbólicas...

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RESUMEN

La palabra poética de Iván Carvajal Aguirre desarrolla, a través de un lúcido texto, el tópico del laberinto. Este demuestra de qué manera el discurso del sujeto es hiperconsciente del proceso de escritura. Por medio de dos figuras simbólicas, animalescas ambas, el enunciante lírico es un cicerone que conduce al lector hacia la certeza de que al laberinto se ingresa pero no se sale (no existe hilo de Ariadna alguno). Están el monstruoso minotauro, que reina en su laberinto de la superficie, y el topo, que lo hace en su laberinto subterráneo, que representan al poeta en sus aproximaciones y tanteos durante el proceso de escritura. 

Palabras clave: Iván Carvajal, poesía ecuatoriana, escritura, metapoesía, laberinto.

ABSTRACT

The poetry of Iván Carvajal Aguirre develops, through a lucid text, the topic of the labyrinth. This demonstrates how the subject’s speech is hyperconscious of the writing process. By means of two symbolic figures, animals both, the lyrical enunciator is a guide that leads the reader towards the certainty that the labyrinth is entered but not exited (there is no Ariadne thread). Here comes the monstrous minotaur, which lives in its surface labyrinth, and here comes the mole, which does so in its underground labyrinth. The two animals represent the poet in his approaches and scores during the writing process.

Keywords: Iván Carvajal, ecuadorian poetry, writing, metapoetry, labyrinth.

TEJIDO METAPOÉTICO EN LA CASA DEL FUROR

Iván Carvajal (San Gabriel, 1948)[1] trabaja una poesía que desde sus inicios se decantó por un discurso que demostró su inclinación por las disquisiciones sobre el fundamento del pensamiento en su proceso desde la Antigüedad (la Idea), el Medievo (Dios), la Modernidad (el Sujeto) hasta la contemporaneidad, con un sujeto escindido. Previamente nos ha hecho reflexionar la manera en que el poeta Carvajal Aguirre configura su palabra y de qué forma lee y trata elementos de la cultura, con la intención de otorgarles una carga de significado otra que puede ser leída más allá, a las márgenes de su sentido habitual; así es como, para César Eduardo Carrión (2018, 93), «recupera de la tradición occidental referentes muy difíciles de tratar sin caer en el lugar común y los re-significa en su favor». Resignificarlos conlleva una responsabilidad que la voz asume y que conduce hacia una toma de partido –en lo político–, que aparece como contraria a la ambigüedad posmoderna, y nos da la mano a la hora de pensar la poesía de Carvajal como un espacio donde se verifica la fatalidad del cumplimiento de la ley, en el sentido de que el Minotauro caerá ante la mano de Teseo, elemento que puede ser visto como vecino de la platónica expulsión del poeta de los recintos de la polis. Como no hay poeta son que se reconozca la tradición, la voz lírica reordena tal árbol genealógico con resonancias muy propias.      

Quién es este ser mitad animal, mitad humano que afirma: «noche a noche/ mi cornamenta se quiebra/ contra las lajas» (2004, 7) sino quien se sabe inmerso en un mestizaje ante el que no atina a reaccionar de otra forma que no sea la del canto; quebrar sus cuernos contra una superficie o una herramienta de labor equivale a luchar contra una de sus naturalezas para abrazar la otra. Podría verse, igualmente, un enfrentamiento entre la naturaleza –reflejada en el monstruo– y la cultura –reflejada en el constructo del ser humano– y, por otro lado, la intención de evadir la casa que es, a su vez, prisión. Curiosamente, en esta prisión, quien actúa desde la orilla panóptica es el propio prisionero en una suerte de acción refleja que permite juegos y paralelismos. Son la propia familia y la propia patria las que relegan al monstruo a su encierro pero, al hacerlo, procuran un espacio de búsquedas, indagaciones que, más bien, suenan a facilitar el tránsito por un lugar propio, ajeno a las normativas y a la ley del Padre. 

Si tomamos la concepción de lajas como losas, significa que el sujeto minotauro se sumerge en disquisiciones sobre su destino en aparente resignación. Si, por otro lado, tomamos la acepción de lajas como cuerdas con que se sujeta a los perros de caza, quiere decir que en el sujeto de enunciación hay una intención por conocer una libertad que se puede convertir en inhóspita, ya que desconoce los alcances del espacio fuera del lugar que siempre ha conocido. Otro elemento que llama la atención en las pesquisas por la escritura de Carvajal es aquel paralelismo entre la presencia del monstruo y la labor del poeta. Diríase que, desde la visión del autor, éste lleva consigo la impronta de un prodigio que no halla su sitio; es un engendro desde la perspectiva política, toda vez que, desde su expulsión de la polis por parte de Platón, en lugar de buscar a sus pares, se sabe y regodea en la soledad, y se aventura errando en una vía tortuosa, eslabonada por estadios en los que no termina por asentarse totalmente.

Las circunscripciones del poeta son las de la herida y las del exilio. A pesar de que la polis lo ha proscrito como a un hijo no deseado, el monstruo/poeta canta en términos incomprensibles para sus habitantes: lo que deja escuchar está plasmado en su canto, «este mugido», y su «orina musical», esto es, los registros residuales de su tránsito por el mundo, en fin, sus excrecencias mediatizadas por el cuerpo y que deberíamos leer de manera simbólica. El «holocausto interminable» del que escribe es uno del que es partícipe del terror, ora mediante la alusión a la manera en que Asterión[2] se alimentaba –a través del tributo anual ateniense de siete doncellas y siete jóvenes–, ora mediante los conflictos de la ciudad moderna.

La voz lírica se mide dentro del lenguaje y el poema, en este caso, concretamente La casa el furor, se constituye en una suerte de edificación de nuevos muros; aunque la voz emane desde el cuerpo y permanezca limitada por el cuerpo. Ha logrado, a través de su intrincado camino, compuesto por múltiples haces de rutas, que dos dimensiones distintas se entrelacen, esto es, la del lenguaje heredero de la palabra –sea ésta el de las artes plásticas u la que emana de la tradición occidental– con el lenguaje empírico que se avecina al cuerpo concreto. No hay deseo de salvación en este discurso, sino un tránsito, por varias facetas del sujeto deseante, hacia los extensos predios del deseo. Esto es, aunque estén presentes las lindes del laberinto, entre ese afuera y ese adentro parecen variantes: traspasando los límites está la Nada de la Mismidad. Dentro, lo que diríase es una defensa contra la intemperie, no lo es sino que aparece un vínculo especular entre el dédalo de dentro con el de fuera. Pueden también verse a través del azogue el monstruo y el héroe como siluetas en positivo y negativo. Pero la pureza del ser que se dirige, presto, al holocausto hace pensar en si es una sombra, más bien, del héroe converso, o su revés.

EL LABERINTO Y EL MINOTAURO

En La casa del furor se aprecia un intento, que el autor sabe fallido desde sus imposibles propósitos, por reestructurar los sueltos eslabones del sujeto escindido y sesgado del mundo contemporáneo, en un alegato encaminado hacia una renovada representación del manejo del poder. La voz lírica sabe que hay una relación entre su verbo y el entorno, y conoce que hay una autorreferencia constante en ciertos predios del decir poético. Al respecto, Verónica Leuci (2014, 9), con el pretexto de reseñar a Laura Scarano, reflexiona sobre los circuitos de la palabra que habla de sí:

De esta manera, la «metapoesía» abrirá el juego traspasando los límites de la “cárcel del lenguaje” (Jameson), para traducir asimismo posicionamientos ideológicos, proyectos autorales y puntos de vista variados desde los cuales se reflexiona, desde la poesía, en torno de los siempre problemáticos lazos entre las palabras y las cosas.

La metáfora del laberinto ha sido transitada por varios autores. Dante y Borges son los escritores con quienes más se vincula al laberinto, aunque hay otros cuyas obras plasman circunstancias que, aunque no son muros de ladrillo, asfixian al ser humano y entorpecen su tránsito hacia un afuera. Aquellos laberintos concéntricos de la Divina Comedia aterrorizan, igual que «El jardín de senderos que se bifurcan» o «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»; pero toda obra de búsqueda, incluida la policial, concluye siendo también laberíntica en tanto representa un entramado de circunstancias y espacios sean éstos reales o simbólicos. Otros latinoamericanos que se pueden tomar en cuenta para eslabonar el dédalo con la palabra son el Rulfo de Pedro Páramo, y el Cortázar de Rayuela pero también el Cortázar de relatos como «Autopista del sur». Esto, a decir de Augusto Sarrocchi, debido en su mayor parte a que «texto y laberinto son una misma cosa» y, de paso, admitir que el código llamado lenguaje, compuesto de palabras, no podrá asir lo que ha nombrado por un eterno fenómeno especular.   

Así, antes de su mirada marcadamente política, el laberinto tiene una larga data en la ficción literaria tanto oriental como occidental antes de presentarse con un rostro moderno. El origen griego del mito tiene sus bases en el universo minoico cretense y, por tanto, es previa al ciclo mítico de Ilión. Se trata del espacio que el arquitecto Dédalo de Atenas construyó por órdenes de Minos para recluir allí al fruto de la pasión de su esposa, Pasífae, y el toro que el dios Poseidón envió para asolar a Creta. Para el tirano de la isla la sola presencia del monstruo generaba vergüenza, aunque saliera airoso en la puja por el trono de la isla compitiendo contra sus hermanos Radamanto y Sarpedón–. A pesar de que se registran para muchos mitos varios orígenes y versiones, la representación que se mantiene como más cercana en el imaginario contemporáneo logra que se vea al monstruo como amo y prisionero a un tiempo. El monstruo lo es debido a que comparte, en sí, varias naturalezas, como es en el caso de un ser zooantropomorfo, esto es, que mantiene en un solo cuerpo la esencia del animal y del humano, o porque su naturaleza se ha desplazado hacia la anormalidad o la aberración; por eso, son temibles debido a que se separan de lo concebido como común. La estructura de La casa del furor mantiene el concepto del laberinto como su eje y alrededor de él, también dentro como veremos más adelante, se teje una serie de tópicos que son asumidos por una escritura de rigor y compleja diversidad tanto formal como temática.

No resulta sorpresivo que el vínculo que avizora Platón entre el poeta y la República parece ser el mismo que en el mito griego tenía lugar entre Asterión esto es, el Minotauro– y el laberinto. El locus enunciativo de quien se proyecta desde estos poemas es la precariedad: «¿Escuchas madre?/ ¿escuchas padre?”/ ¿o también sellaron sus oídos/ con estiércol y barro?/ ¿con la miel y la paja» (2015, 415). Es decir, la precariedad desde la perspectiva de que es reconocible un quiebre de la estabilidad del sujeto en tanto conciencia del individuo y, más bien, se apunta, a través de sus búsquedas, a otros derroteros como son el relato de un permanente tránsito elegíaco hacia un tiempo indeterminado: «¿Tenías que gritarme tu acertijo?/ ¿si me conozco?/ ¿si soporté mirarme en el espejo?» (2015, 418). Estas búsquedas equivalen a una manifestación donde el discurso fracturado, como se afirma de la posmodernidad, «es el único modo de existencia y expresión para quien ha perdido la conciencia individualista, para quien no sólo ha sido exiliado del mundo, sino también de sí mismo» (Lanz 1995, 181). Cuando César Eduardo Carrión divide los poemas del libro en egóticos (los cuatro que poseen un carácter enunciativo) y apostróficos (los seis que se dirigen a una segunda persona sea en singular o en plural), cree ver en dicha combinación una arquitectura que «se sustenta sobre dos pilares fundamentales: los cambios de dirección del enunciado lírico y la centralidad del motivo del laberinto. Ambos asuntos se insinúan delicadamente en el texto» (Carrión 2008, 91). De esta manera, la voz lírica toma algunas líneas del mito clásico y, sin vaciarlas de sentido, cumple con otorgarles nuevas direcciones para, una vez potencializadas, avanzar entre los vericuetos de un caótico mundo contemporáneo que acomete con nuevos y distintos obstáculos en el camino del héroe. Tales nuevos circuitos incluyen cuestionamientos y la consulta por el derrotero idóneo para el sujeto cuando en cierto modo ha devenido, desde el plano simbólico, un ser disforme, sin otras funciones que no sean guiadas por el instinto (de aquí su ligazón con la parte animal en el monstruo).

Hay, en estos cambios de dirección, un paralelo con el laberinto: se pretende ir hacia un lugar, para luego volver sobre los pasos y apuntar hacia otro. Jorge Aguilar Mora (2008, 21) encuentra en La casa del furor metáforas que «se anudan en un infinito sendero solipsista», lo que, a la larga, produce que produzcan «preguntas más corporales que el cuerpo al que están dirigidas». En el minotauro, la conjunción de las naturalezas animal y humana entran en un conflicto que va más allá de presentarse en el sujeto de enunciación, sino que se proyecta hacia los demás seres y, más concretamente, hacia los recovecos de la conciencia, hacia su proyección. La sagaz mirada del poeta Carvajal, apresado en el mundo, nos sirve de cicerone para avanzar en los claroscuros de las orillas culturales. Por ejemplo, cuando arranca el poema «La casa del furor», en el primer fragmento de la serie, aparece una figura alegórica que muestra al sujeto lírico como alguien que se reconoce distinto a sus interlocutores:

He de saberme bárbaro
                                           instintivo
la pezuña que brota del páramo
el lomo que el granizo castiga     (2015, 413)

En estas líneas, la voz se asume, a través del poema dramático, en alguien huraño, que se eslabona a la bestia más que al humano, aunque por otro lado es poseedor de la herramienta de la palabra;«la ciudad cerrada» de este ser insólito mantiene muy marcadas sus lindes con los territorios de la polis, que son los que Platón ha destinado para la virtud y la verdad. El lenguaje del minotauro se manifiesta a través de una voz/mugido; las palabras de la poesía son necias y persisten: pretenden decir lo indecible. La polis niega lugar al monstruo como se lo niega al poeta; por tanto, mucha de la carga de proscripción que caracteriza al monstruo también roza al hablante; ya que tal ciudad es lenta fábrica que asombra debido a que los suyos son «umbrales de la Nada o de Lo Mismo» (2015, 421). Aquí asistimos a la arremetida contra el vacío desde un discurso de continente mínimo, con las precisas y necesarias palabras.   

Estamos, por tanto, ante una suerte de horizonte de juego constante como si hubieran de enfrentarse dos espacios –parecido a una planicie que rodea una ciudadela levantada sobre un sitial elevado–, asistiendo a una tensión entre catábasis y anábasis. La catábasis es vista como un descenso, o una retirada si se la ve en términos castrenses; aunque también como el ingreso en las circunscripciones del inframundo. Por otro lado, la anábasis es ascenso aunque, también según la acepción tomada en cuenta por Jenofonte, una expedición hacia el interior como cuando el ejército que relata se interna en las tierras de Ciro. Es así como a lo extenso del libro hay una serie de fragmentos que dan cuenta de subir y bajar o al menos los intentos infructuosos por hacerlo–, según sea el caso, de los seres y de los elementos:

Como si desde tu mano
levantase el vuelo      
el pájaro total de la noche         (2015, 395)

Como si estuvieras condenado
a descender por las galerías
sin memoria y sin rumbo
detrás del topo                          (2015, 401)

o ya en ala
         vuele
                hacia el fragor
                         de su escritura  (2015, 428)

asciende el animal
          seguro hacia las pampas  (2015, 437)

En el deseo de libertad hay un evidente resabio de desesperanza para quien se sabe prisionero; pero precisamente porque interioriza sus clamores, los expresa a través de una palabra cargada de un inevitable sentido político.  Aunque se sabe vencido, el portavoz del discurso elabora un relato hiperconsciente de la angustia. Por hiperconsciente nos referimos a que el hablante lírico organiza las resignificaciones de su decir poético dirigiéndolas hacia un discurso de la ruina, cercano al referente del espíritu desencantado: «Ya el héroe hunde el cuchillo/ que corta los nervios/ y al fin/ se aplacan hervidero y saña/ en mi corazón» (2015, 419).Viendo debilitada su centralidad por la duda, el sujeto pretende restituir espacio para el ágora, esto es, para la discusión política y, observándolo como no menos importante, también para el acoplamiento social. En este sentido, Fernando Balseca afirma que Carvajal «es un autor que no dicta sentencias y no habla de grandes verdades, […] aparece integrado a las voces interrogantes de la colectividad sin ser el portador de las respuestas» (2011, 81). El poeta escribe sabiendo que la crisis es la banda sonora que actúa como contexto para sociedades en vías de desarrollo, bajo el paraguas de la dominación ideológica. La voz del enunciante lírico se sabe parte del todo, y no más el eje protagónico de aquel sistema textual. En varias ocasiones, Carvajal Aguirre ha reflexionado sobre la escritura poética, como cuando sostiene que «toda escritura es reescritura sobre las huellas de otros acontecimientos poéticos: el poema no se fija, no se cristaliza en una forma estable, sino que es movilidad incesante, sin origen ni fin» (2017, 95). Desde tal perspectiva, se liberan los sentidos del texto en una palabra disruptiva que fomenta la metamorfosis.

EL MUNDO SUBTERRÁNEO: EL TOPO   

Con esto se quiere decir que podría, deteniéndose ante el adentro y el afuera del laberinto, revisarse paralelismos con el sujeto que se asienta en Latinoamérica acosado por fuerzas que mellan su conciencia, así como en el plano del espacio ocupado por múltiples rutas podría hallarse equivalencias con un mapa que se puebla con cruces de caminos y que ofrece, como resultado, la irresolución. Aunque, eso es previsible, la palabra poética puede ser un hilo de Ariadna en el laberinto en tanto viabiliza el proceso de andar y desandar y, por último, mostrar el revés de las cosas a través de otra complejidad.           

Hay un nexo entre el poeta como minotauro y el poeta como otro animal, el topo. Así, en «Topología», la imagen del topo emerge como el ser que, desde la ceguera, infatigablemente excava perforando la tierra; equivale a la del poeta que no se fatiga de intentar, mediante la escritura, un registro cualquiera que fuere. La garra, entonces, horada bajo los muros de la ciudad y, al hacerlo, abre bocas de túnel y oscuros pasadizos de vacío. Ambas bestias, el minotauro y el topo, desarrollan una expresión toda hecha desde el cuerpo: el monstruo del laberinto superior, exponiendo su aborrecible doble naturaleza; el insignificante animal del inframundo, contorsionándose en su exclusivo propósito de cavar. Mientras el uno está hecho para lo trágico (su lucha contra el héroe); el otro, para lo mínimo y el detalle. El insoslayable vínculo entre poeta/minotauro y poeta/topo lo ofrece el fragmento XII:

Viertes tu agua en el cántaro,
chorrea
             su plegaria
                         a nadie
                                         a nada
su júbilo
su picotear sobre el suelo
donde la sequedad acoge
                                 una cegada charca
para que el topo beba                              (2015, 406)

¿Podrán reflejarse los dolores y ansias del laberinto en lo que acaece en el laberinto de las profundidades? ¿Son ambos espacios espejos que se reproducen hasta el infinito o, como las dos caras de la moneda del universo, son caos y cosmos en tanto intentos por reordenarlo todo?[3] El topo bebe gracias a que su territorio, usualmente reseco, ha sido irrigado por las aguas regadas en la superficie. En su infatigable labor de excavar galerías en el terreno, en topo se equipara al poeta: cava, y en cada manotazo de tierra, a cada paso ciego que da, avanza provocando un vacío –cuestionamientos, preguntas– que, casi al mismo tiempo se llena con tierra que se ha aflojado del mismo espacio donde vive, haciendo que una certeza sea fugaz y que el lugar de enunciación sea siempre el de la duda abisal. Su decir lo aleja de la superficie, y al excavar se moviliza entre estratos de las profundidades, disolviendo conceptos y removiéndolos hasta provocar otros. El poeta/topo opta por la dilación; el topo se traslada dejando erráticas huellas, los versos, producto de sus indagaciones, pero en este laberinto subterráneo no parece haber hilo de Ariadna. Es más, no lo hay y no lo desea. Del seno de la tierra pretende obtener algo que está allí, aunque el contacto del topo, como poeta, con la materia telúrica termina transfiriéndole a dicha materia otra forma. Destruir para configurar aunque, fatalmente, no halla resultados de su búsqueda, sino que en sus actividades se encuentra de bruces contra “el azar, la alteridad, la metamorfosis permanente, la apertura hacia lo otro” (Vintimilla 2011, 40). Precisamente en estos elementos se halla un punto medio entre las certezas –o sus empeños en pos de ellas y la conciencia del sujeto lírico:   

ese roce del diente
         contra las ramas
un hálito
de lo recién nacido
         de lo que ya se entierra.   (2015, 396)

El topo es quien subyace, es quien vive haciéndose camino entre las raíces de las plantas y árboles que afloran en la superficie como síntomas–. El topo es quien se alimenta en medio de lo subterráneo (¿lo subcutáneo?), y el poema deviene el lugar donde se alojan los seres, las acciones, los estados todos transmutados a través de la metamorfosis, debido a que se tamizan, tanto por el silencio como por la voz. El poeta, a la par que el topo, se pronuncia desde las galerías oscuras, lejos del ruido del mundo, pero en su momento vuelve al mundo mutando sus experiencias en otra suerte de nocturnidad: una palabra que dice y se desdice, que explora las posibilidades de su expresión. Como quien se halla permanentemente frente a la novedad, El topo es también quien cae en la cuenta de la inconclusividad de las cosas y de las situaciones, y también quien está al tanto de su permanente estado de orfandad, y el de los demás:  

Ese ruido seco que viene de la cueva
el crepitar de las ascuas del carbón
                       ¿quién las apaga?
¿quién abandona el albergue?
                       ¿quién desampara? (2015, 400)

Estamos frente a un topo que si bien subyace, no lo hace como en el planteamiento de Gilles Deleuze al final de Conversaciones (2006), esto es, como uno que se moviliza en espacios subterráneos debido a aquellos dispositivos con que las instituciones disciplinan a la población y que son advertidos no tanto por su acción sino por la impronta que van dejando. En cambio, los ritmos que se escuchan –que se sienten, más bien– en los ámbitos de la oscuridad que plantea Carvajal son acompañados por las brasas que siguen encendidas, brasas que pretenden conferir a la gruta una cualidad de hogar para todos.

CONCLUSIONES

El hablante lírico asume en Iván Carvajal, especialmente en La casa del furor, como un oficiante que se encuentra en permanente búsqueda, a manera del Minotauro en el laberinto, espacio sobre el que gobierna, pero que a su vez lo convierte en su prisionero, -que en este caso serán el adentro y el afuera, las lindes del lenguaje-. El Minotauro, que es humano y bestia al mismo tiempo, es un monstruo como monstruo es el poeta en la república platónica. Virtud y verdad son pervertidas por su palabra, y en él cohabitan dos naturalezas: el ser deseante y el desplazado en un mundo en el que hay mucho por decirse. El oficio del poeta le permite, como al topo, arañar la tierra y abrir surcos a cada zarpazo; la tierra se desmorona debido al vacío producido, como lo hace el fundamento para el sentido de la existencia, y ofrece espacio para que venga otro zarpazo y brindar paso a un oficio extenuante, interminable.

Ambos destruyen para edificar: el Minotauro acaba con la vida de los demás, mientras que el topo aniquila el terreno como estaba concebido ante de él. El cuerpo es decidor tanto en el Minotauro como en el topo, pues mientras el uno posee formidable fuerza con la que domina a sus presas, el otro se vale de su destreza para dar zarpazos en su inestable terreno, provocando vacíos que llena con más tierra, esto es, dudas tras otras dudas. Mediatizado por dicho cuerpo, el poeta se proyecta a través de una enunciación que, igual a si sobreviviera en el laberinto, equivale a una sucesión de eslabones en un trance que sabe perdida de antemano.


Referencias bibliográficas

Aguilar Mora, Jorge. 2008. «Las constelaciones de Iván Carvajal». En Fulgor del instante. Aproximaciones a la poesía de Iván Carvajal. Quito: Corporación Orogenia, pp. 15-23.

Balseca, Fernando. 2011. «La lírica en el periodo: primera parte (1960-1985)», en Historia de las literaturas del Ecuador, Vol. 7. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar-Corporación Editora Nacional, pp. 51-84.

Carrión, César Eduardo, 2008. «Entre los umbrales de la Nada y de lo Mismo: alegato antiplatónico en Fulgor del instante», en Fulgor del instante. Aproximaciones a la poesía de Iván Carvajal. Quito: Corporación Orogenia, pp. 33-44.    

___. 2018 El deseo es una pregunta. Ensayos sobre poesía latinoamericana. Quito: PUCE.

Carvajal Aguirre, Iván. 2015. Poesía reunida. Quito: La Caracola.

___. 2017. Trasiegos. Ensayos sobre poesía y crítica. Quito: La Caracola.

Lanz, J. J. 1995. «La joven poesía española al final del milenio. Hacia una poética de la posmodernidad». En Hispanic Review 66, pp. 161-187.

Leuci, Verónica. 2014. «El poema y sus dobleces: miradas sobre la metapoesía». En CeLeHis. Revista del Centro de Letras Hispanas. Año 1, número 1, junio-septiembre, pp. 9-14.

Vintimilla, María Augusta. 2011. «En la madriguera del topo. Una aproximación a la poesía de Iván Carvajal». En Memorias del X Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana Alfonso Carrasco Vintimilla. Cuenca: Universidad de Cuenca, pp. 21-42.

Ficha biobibliográfica

Luis Carlos Mussó. Doctor en Letras por la Universidad de Alicante. Ha publicado una docena de poemarios, entre ellos Propagación de la noche (2000), Tiniebla de esplendor (2006), Evohé (2008), Cuadernos de Indiana (2014), Mea Vulgatæ (2014) y Biopsia Blues (2020). También ha publicado las novelas Oscurana (2011) y Teoría del manglar (2018), el volumen de ensayos Épica de lo cotidiano (2013), el libro de crónicas Rostros de la mitad del mundo (2016). Consta en la Biblioteca Básica de Autores Ecuatorianos (BBAE) de la UTPL).


[1] La obra de Iván Carvajal Aguirre está compuesta de los siguientes títulos: Poemas de un mal tiempo para la lírica. (1980), Del avatar (1981), Los Amantes de Sumpa (1983), Parajes (1984), En los labios la celada. (1996), Ópera (1997). Inventando a Lennon (1997), La ofrenda del cerezo (2000) y La casa del furor (2004). Están recogidos en Poesía reunida, de 2015, cuya edición nos sirvre para este trabajo.

[2] Entre otros, Plutarco afirma que, en efecto, el verdadero nombre del Minotauro es Asterios o Asterión (Teseo, 15-19).   

[3] A propósito del reordenamiento del universo a través de la palabra, no es casual que los poemas de la sección «Aldebarán» tengan nombres de estrellas y constelaciones: «Sirio», «Andrómeda», «Enana blanca», «Orión», «Alfa del Centauro», «Can», «Peces», «Cangrejo», etc.

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