En esta semana han convergido algunos hechos en hacerme pensar sobre mi principal campo de desempeño. A veces veo la dedicación de los columnistas de este Diario como una militancia. Cada uno apunta a sus particulares campos profesionales y obsesiones personales para proveerse del material que, tamizado por la reflexión, desea compartir. Yo siento que trabajo en la base de la pirámide porque pienso y estudio la lengua española, que es el medio por el cual todos quienes aparecemos en estas páginas y todos aquellos que comunican un pensamiento nos afanamos.
Hablar en público —siempre es estimulante participar en un programa cultural y más si es de envergadura tan diáfana y entretenida como A vuelo de páginas, de Clarita Medina— moviliza en nuestro registro mental el engranaje de la espontaneidad y casi por el buen hábito construido dentro de las aulas, las frases fluyen ordenadas y consistentes. Ahora ya no podemos afirmar que a las palabras se las lleva el viento porque algún aparato las está grabando y enseguida, para nuestra sorpresa, aparecen en alguna red social. Tal vez esta nueva realidad debería hacer a las nuevas generaciones más aplicadas en aprender los cabales usos lingüísticos.
Cuando leemos —desde con esa atención volátil que consume impresos fugaces hasta con la enjundia que dedicamos a los libros— otro mecanismo mueve sus ruedecillas: la comprensión ya es un esfuerzo mayor, producto del seguimiento de todas las variantes de la sintaxis que puede ir de lo más sencillo a lo verdaderamente complejo. Cuando era profesora, yo ponía a leer, como ejercicio máximo de capacidad comprensiva, un soneto de Luis de Góngora, el culteranista poeta del Siglo de Oro español, en el cual los catorce versos construyen una sola oración. ¿Cuál es el sujeto?, preguntaba, por tanto, ¿de quién habla la voz en el texto? Y no era tan fácil encontrar la respuesta.
La escritura está en el escalón más alto de las habilidades del usuario de una lengua. Las diferencias del uso están marcadas por la intención, por el objetivo del acto comunicador. Quiero expresar las ideas directamente o deseo emplear vías más elaboradas, más exigentes. Que el destinatario asimile y discuta con mi texto o aguijonear unas “verdades” para sembrar dudas. Ironizo para que los sentidos den una vuelta y avancen por una segunda vía. No cierro un escrito con afirmaciones rotundas sino que lo dejo abierto para que el lector llegue a sus conclusiones.
Muchas son las posibilidades de la escritura, de allí que la literatura sea un arte efectivo y demoledor. Que utilizando un código racional y lógico, este sea descoyuntado para impactar en otras esferas de la vida psíquica, es el mayor de sus logros. Por eso ser creador literario no solo requiere de la capacidad de inventar historias —jamás olvido que lo probable es más elocuente que lo real— sino, más que nada, en hacer del instrumento de todos los días, la palabra comunicadora, un acto de enunciación transformada. Hay una contradicción en su punto nuclear: el lector tiene que sentir que con el habla cotidiana se ha construido un artificio maravilloso que se levanta, de manera única, en ese libro que lo cautiva. La ocasional consulta al diccionario solo ratifica que nos deslizamos por los corredores de un palacio de palabras.
Este artículo se publicó originalmente en el diario El Universo, en la siguiente dirección: https://www.eluniverso.com/opinion/2019/12/01/nota/7628306/comunicacion-implica-idioma