En un mundo preocupado por la covid-19, la crisis económica y el cambio climático, ¿no resulta raro y hasta impropio ponerse a hablar de lo que aconteció hace doscientos años? Parece que cuando nos acosan urgencias inmediatas nos resulta indiferente la terrible advertencia de que “quien no conoce su historia está condenado a repetirla”, atribuida por unos al poeta y filósofo estadounidense de origen español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás (conocido en Estados Unidos como George Santayana) y, por otros, al abogado, periodista, político y presidente de Argentina entre 1874 y 1880, Nicolás Avellaneda.
Para acercar los acontecimientos al público ecuatoriano, en los años ochenta, el formidable periodista que fue Pedro Saad Herrería publicaba un suplemento para insertar en los diarios —durante algún tiempo financiado por el Consejo Provincial de Pichincha, por lo que se llamaba El Provincial—, diseñado como el periódico que habría podido circular al día siguiente de los acontecimientos históricos. Titulares como “Triunfa Sucre en Pichincha”, “Batalla se extendió por tres horas” se combinaban con “¡Por fin el país es libre!”.
Son los titulares que deberían resonar hoy, al conmemorarse los doscientos años de ese triunfo. Porque es el triunfo el que celebramos, no el enfrentamiento en sí, aunque este haya sido una gesta increíble, que se dio a una hora y en un sitio que ningún comandante hubiera escogido como campo de batalla: en las escarpadas faldas de un gigantesco volcán, a la vista de una ciudad cuya población contempló desde azoteas y balcones lo que sucedía, padeciendo cuando las tropas monárquicas lograban dominar la batalla y alborozándose cuando las republicanas retomaban la iniciativa.
¿Cabe aquí una nota sobre el lenguaje? Por lo general, en los escritos sobre la historia de la Independencia se habla del ejército “español” y del ejército “patriota”. Y esa es una dicotomía falsa. Primero, porque no eran “patriotas” solo los de un bando; también los del otro luchaban por su patria. Segundo, en aquellos tiempos no existía “España” como nación.
El propio concepto de nación es muy moderno: se lo empezó a formular ya entrado el siglo XIX y hoy está preñado del sentido otorgado por las discusiones de los años 1980 (Benedict Anderson, Eric Hobsbawn y demás).
Lo que entonces existía era un imperio, conocido como la Monarquía Católica, que abarcaba parte de Europa, inmensas regiones de América, el Caribe y Filipinas. Y, tercero, porque en ambos bandos había nativos de la península ibérica y nativos de América. Así que, en vez de españoles y patriotas debería decirse monárquicos y republicanos o realistas e independentistas, excusando la filatería.
Por cierto: los doscientos años que se conmemoran son de la forma republicana de gobierno, aunque los primeros ocho años hayan sido como parte de la República de Colombia o Gran Colombia y, luego, desde 1830 la República del Ecuador.
¿Qué había pasado para que se diera esa batalla en ese lugar y fecha? Es conocido que Sucre con su ejército durmió en Chillogallo. Desde allí se convenció de lo inexpugnable que resultaba Quito desde el sur, a cuenta de los formidables obstáculos naturales que se interponían: al occidente una inmensa montaña (el Pichincha) unida por un alto collado (San Diego) con una colina empinada (El Panecillo), la cual ocupaba el centro del paisaje, seguida de un profundo encañonado (el Machángara) y otra alta colina (Puengasí), que cerraba al oriente la entrada.
Para colmo, la hermosa redondez de El Panecillo era un engaño, no solo por sus escarpadas laderas, sino porque estaba coronado por fortificaciones y cañones realistas, que impedirían cualquier intento de aproximación. Así que, en un golpe de genio y de audacia, Sucre resolvió superar los obstáculos optando por la solución menos convencional y más difícil: rodear al enemigo por el Pichincha, adonde no llegarían los tiros de los cañones monárquicos, ascendiendo por la noche, con la esperanza de que la madrugada les encontrara ya en las llanuras del norte de la ciudad y dar desde allí una batalla comme il faut a un ejército que le había venido rehuyendo por meses.
Esa noche Sucre, con toda seguridad, reflexionaría sobre cómo había llegado a este momento decisivo: su salida de Cali, catorce meses atrás, el 24 de marzo de 1821, enviado por Bolívar para liberar al departamento de Quito; su llegada a Guayaquil con setecientos hombres; el convenio del 15 de mayo del año anterior por el que Guayaquil se puso bajo la protección de Colombia.
Además, la formación del primer ejército; la llegada del batallón Albión, compuesto por 150 soldados ingleses, escoceses e irlandeses, a los que Bolívar había sumado soldados bisoños de la región de Tunja; la espantosa derrota sufrida en Huachi el 15 de septiembre, donde perdió ochocientos hombres, entre muertos y heridos, y lo tomaron cincuenta prisioneros, entre ellos su segundo al mando, el general Mires; la formación del segundo ejército; la llegada del batallón Paya (en realidad, de la mitad, es decir, trescientos hombres, porque los otros trescientos se habían enfermado con fiebres en Cali).
Por fin, cuando estuvo listo, pudo movilizar su ejército, compuesto por 1400 hombres. Lo hizo a inicios de febrero, desde Guayaquil a Machala por vía marítima. Ascendió a la Sierra por Pasaje para, según su plan militar, atacar a Quito desde Cuenca.
Recordaría Sucre, sin duda, su encuentro el 9 de febrero en Saraguro con la División del Sur, enviada por el general José de San Martín y compuesta por 1200 argentinos, chilenos y peruanos, al mando del coronel Andrés de Santa Cruz. La integró bajo su mando y, el 21 de febrero, ingresó a Cuenca con un ejército de cerca de 2600 hombres. De la ciudad se había retirado, prudente (o temerosa), la división de vanguardia del ejército realista, al mando del coronel Carlos Tolrá.
Ese recuerdo, empero, le despertaría otro muy desagradable: los intentos posteriores de San Martín por desviar a Guayaquil a la división enviada por él, con miras a tomar posesión de ese puerto para el Perú. Sucre recordaría su decisión terminante de impedir cualquier separación de las tropas del sur, pues bien sabía que no habían venido por pura generosidad, sino en reemplazo del batallón Numancia, cuerpo de élite que pertenecía a Colombia y que prestaba aguerridos servicios en Lima.
A punta de bayoneta había hecho controlar a quienes intentaban desertar, aunque también es verdad que el propio Santa Cruz ayudó al representar ante el mando en Lima lo absurdo de tal cambio de órdenes.
No podía ser de otra manera, pues el ejército monárquico aún era fuerte en la Sierra ecuatoriana y solo uno de capacidad equivalente o superior permitiría el triunfo de la república. Por eso, en Cuenca procuró suficientes caballos e incorporó más soldados, entrenando y dotando a todos de pertrecho y munición, antes de arrancar hacia el norte.
Y ese ejército que comandaba ya había dado muestras de lo que era capaz, en una batalla épica, de arma blanca, en Riobamba, que dejó 52 realistas en el campo, entre ellos tres oficiales. A Latacunga llegó el 2 de mayo. Allí Sucre esperó al batallón Alto Magdalena y a los otros trescientos hombres del batallón Paya que, a órdenes del coronel José María Córdova, venían a marchas forzadas desde Machala, donde se vieron obligados a desembarcar, pues el partido peruano prohibió que lo hicieran en Guayaquil, producto de las intrigas de San Martín.
La columna móvil de 120 hombres, al mando del italiano Gaetano Cestari (a quien se llamaba con su nombre españolizado de Cayetano), se enfrentó en el Chasqui con una retaguardia realista y comprobó que el ejército monárquico, tras fortificar los pasos del nudo de Tiopullo y artillar el cerro de La Viudita, esperaba en Machachi para dar batalla.
Sucre no cayó en la trampa: luego de conferenciar con conocedores de la geografía, como el indígena Luis Tipán, decidió burlar a las fuerzas realistas. El 12 salió de Latacunga y acampó en San Agustín del Callo. Al día siguiente, desviándose del camino real, ascendió con su ejército a Limpiopungo; atravesó en cuatro jornadas el páramo entre el Rumiñahui y el Cotopaxi, y salió por detrás del Pasochoa al valle de Los Chillos.
A su encuentro, el 16, salió el coronel Vicente Aguirre, que condujo a Sucre hasta Chillo Compañía, donde su esposa Rosa Montúfar y él le proporcionaron abastecimientos para sus tres mil hombres, que siguieron llegando hasta el 18.
Sorprendido con este movimiento, el ejército realista se replegó de manera urgente hasta las planicies de Turubamba, al sur de Quito, hostigado por las guerrillas. “Las guerrillas de Quito eran tan numerosas”, dice O’Leary, “y cometían los mismos desafueros y hostilidades contra los españoles, que las de Pasto y Paita contra los republicanos.
Los quiteños estuvieron en comunicación con Sucre durante su marcha, suministrándole víveres, caballos y todo lo necesario, para mantener el ejército y asegurar la victoria”.
El 19 Sucre recibió con alegría al general Mires, que se escapó de Quito, en una maniobra coordinada por Rosa Montúfar. El día 20 pernoctó en la hacienda El Conde y, tras transmontar la colina de Puengasí, el 21 buscó la batalla en Turubamba, entre las hermosas aldeas de Chillogallo y La Magdalena, pero no la aceptó el contrincante, que retrocedió para fortificarse en Quito. Eso llevó a Sucre a acampar en Chillogallo, hacer una pausa y evaluar la situación.
¿Cuántos más morirían en la batalla por Quito? Sucre sabía que Bolívar aún no había tomado Pasto pues estaba detenido en Juanambú. La idea del Libertador de actuar en tenazas, él desde el norte y Sucre desde el sur, para completar la liberación de la Presidencia de Quito, ya no se realizaría en la capital, pensaba Sucre esa noche en Chillogallo, mientras sopesaba sus posibilidades.
Sabía que tampoco tuvieron resultado las gestiones de Bolívar ante el virrey de Santa Fe, general Juan Mourgeón, cuyo único mando real era en la Presidencia de Quito, para que las tropas españolas se rindieran y se evitara derramamiento de sangre. Para peor, Mourgeón había muerto en Quito el 8 de abril, y Aymerich, que había reasumido la presidencia interina, no entendía sino el lenguaje de las armas. Había un batallón realista a la altura de Otavalo que marchaba sobre Quito.
Era verdad que había mandado a Cestari y su columna a cortarle el paso, pero no podía esperar. Sucre —que será conocido una y otra vez por la seguridad de su cálculo estratégico— tomó su resolución y ordenó a sus jóvenes oficiales ponerse en marcha montaña arriba a las nueve de la noche y liberar a Quito.
¿Jóvenes? Todos lo eran. Sucre había celebrado su veintisiete cumpleaños el 3 de febrero en Pasaje. Lavalle tenía veinticinco años, O’Leary y Córdova, veintidós. El historiador Alfonso Rumazo dice: “Todo fue juventud, dinamia, fervor e ímpetu en ese ejército. El más viejo de los jefes, Santa Cruz, apenas si va a cumplir treinta años. ¿Quién podría atajarlos?”.
Y así es: esa noche, mientras caía la lluvia, ascendían 2971 hombres a uno de los promontorios inferiores de la enorme montaña volcánica. Al alba todavía andaban subiendo. Entornaban los párpados cuando salía el sol a las seis y media y vieron Quito a sus pies.
A las ocho, Sucre acampa brevemente en la cima del promontorio, donde, oculto su ejército en el bosque achaparrado, ordena que la tropa desayune, sabiendo ya que la noche no le alcanzó para lograr su propósito de descender a Iñaquito. A poco, comprueba que los españoles los han descubierto y ascienden para cortarles el paso. Sucre se ve obligado a luchar… ¡y a vencer!
El triunfo no era fácil ni inmediato. A las nueve y media de la mañana se trabó el combate. El coronel Olazábal, de la división del Perú, contenía el primer ataque, hasta que agotó sus municiones. El batallón Yaguachi fue al centro y sus compañías, una de ellas al mando del teniente Abdón Calderón, de diecisiete, casi dieciocho, años, entraron de lleno en la refriega.
El jefe adolescente dio muestras de heroísmo, pues seguiría luchando a pesar de recibir heridas sucesivas. Cuando cayó por fin, desfalleciente, sus soldados improvisaron una camilla con un poncho y lo llevaron a una choza que quedaba en el ruedo. Y, a pesar de que tras la batalla lo transportaron a la ciudad y le prodigaron cuidados, moriría a los pocos días.
Conforme llegaban, iban entrando en combate los batallones atrasados. Los realistas ascendían intrépidos y ganaban terreno. Era muy difícil contenerlos: faltaban municiones, cundía el desconcierto y, por primera vez en las luchas por la Independencia de América, un batallón, el de Piura, desertó en el campo de batalla y huyó. Sucre dio la orden al Paya de cargar a bayoneta y, como dice Roberto Andrade, “el Paya obedeció con tal ímpetu, que cambió la faz del combate”. Sin embargo, tres compañías realistas del batallón Aragón, ocultas en los matorrales, flanqueaban a los patriotas por su ala izquierda.
De súbito se presentó el retrasado Albión, cargó de inmediato y las puso en derrota. A su vez, Córdova, con dos compañías del Alto Magdalena, al principio, y luego con tres del Albión, una del Yaguachi y los cazadores del Paya, consumó la derrota realista en toda la línea. Al ver que sus tropas huían en desorden, Aymerich ordenó tocar en retirada. Lo hicieron en desbandada, montaña abajo, hasta las calles de Quito.
La batalla dejó un saldo tétrico: cuatrocientos muertos del ejército realista y doscientos del republicano. Se contaron 190 heridos del primero y 140 del segundo. En las horas siguientes se tomaron presos a 1100 realistas de tropa y a 160 oficiales, y todas sus armas y pertrechos, entre ellas catorce piezas de artillería y 1700 fusiles.
Sucre, desde la altura, había visto a lo lejos a la caballería realista, que huía a galope por Iñaquito hacia el norte, y la mandó a detener, a toda prisa. Luego descendió victorioso, “entre las bendiciones y vítores del pueblo”. La libertad, llegaba, por fin, a Quito, la primera ciudad de Hispanoamérica en proclamarla y por la que tanta sangre había derramado. Y con ella, la forma republicana de Gobierno. Doscientos años más tarde, la república sigue siendo nuestra forma de gobernarnos y ha sobrevivido a todos los intentos de destruirla.
Este artículo apareció en la revista Mundo Diners.