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«Conciencia de la muerte», por don Óscar Vela Descalzo

Tuve conciencia de la muerte a los seis o siete años, cuando un compañero de escuela, Juan Carlos, con quien además compartíamos banca y disputados juegos de canicas durante los recreos, falleció de forma trágica en Atacames...

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Tuve conciencia de la muerte a los seis o siete años, cuando un compañero de escuela, Juan Carlos, con quien además compartíamos banca y disputados juegos de canicas durante los recreos, falleció de forma trágica en Atacames. Mi último recuerdo de aquel amigo se remontaba a un viernes en el que quizás no sucedió nada particular, solo que él estuvo allí, entre nosotros, escuchando clases, jugando o haciendo trabajos, y luego el miércoles, al volver, ya no ocupaba su lugar.

El impacto de la noticia nos dejó conmovidos tal vez por primera vez ante aquel abismo insondable. Recuerdo que los días de esa semana y de las que le siguieron me dediqué a recortar las esquelas que se publicaban en los diarios locales con el nombre de mi amigo. Después de un tiempo dejamos de hablar de él, su nombre se evaporó y tan solo nos quedó un recuerdo brumoso, a veces algo irreal, de su vida, hasta ahora que lo he recordado otra vez seguramente porque en estos tiempos, como nunca, la muerte acecha a diario.

Luego, con los años, esa dama siniestra aparecería varias veces en un entorno cercano, como nos sucede a todos indefectiblemente. También la vería posarse sobre amigos, conocidos y familiares, muchas veces de forma trágica, incomprensible, insoportable, y otras más benigna, si cabe el término, porque llegaba con todos los años encima o con enfermedades y dolores insufribles, y entonces casi se la invocaba y se suplicaba su arribo funesto.

Pero a pesar de su omnipresencia, de su persistente acoso, no terminamos de comprender y aceptar a la muerte como algo inevitable, esencial e inseparable de lo insólita e incomprensible que es la existencia. Y le tememos con razón, pues aunque se piense o se crea que es tan solo una suerte de transbordo o estación entre un destino y otro, aquí, para nosotros y nuestras inmensas limitaciones, es el final de alguien, de algo, o de todo en muchas ocasiones…

Héctor Abad Faciolince dice en su último libro, ‘Lo que fue presente’: “Somos apenas un paréntesis entre dos palabra gemelas: nada ( ) nada”. Aunque a veces, abrumado, me inclino a pensar en ese mismo sentido, me sigo aferrando a un delgado hilo que mantiene viva mi esperanza de que antes y después de aquel paréntesis exista algo que le dé un sentido a todo esto, y sin que pase por una pretensión exorbitante, descubramos con ella la realidad de un origen y un destino que prolonguen de algún modo nuestra existencia más allá de aquel temible vacío.

Durante estos tiempos, sentimos su acoso virulento, el despliegue inusitado de su sombra, la implacable frialdad con la que deja su marca cada vez más cerca, y, claro, nos sorprende y nos asfixia a los que no hemos vivido en el trance de sentirla a diario por guerras, hambrunas o miseria, esas situaciones en las que resulta tan cotidiana como dormir o despertar. Durante estos tiempos, hemos aprendido a reconocerla y a temerla, pero, especialmente, a disfrutar su transitorio abandono.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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