Limitada por la tradicional incomunicación entre provincias, en ocasiones que tengo la oportunidad —casi siempre por acción de los generosos escritores— de recibir iluminación de parte de autores de más allá del Guayas, experimento gratas sorpresas. Jamás olvidaré los emprendimientos buceadores del maestro Hernán Rodríguez Castelo, quien tenía encargados en diferentes puntos del país que le enviaban todos los libros que se publicaban lejos de su núcleo vital. (Por cierto, ¿qué habrá sido de su pasmosa biblioteca?).
Hoy que tengo en mis manos diez títulos de toda clase de géneros, de origen manabita, me recreo en sintonizar con esas visiones de mundo que siendo diferentes —ciudades más pequeñas, bohemia grupal, testimonios de educación y quehaceres—, responden a realidades que nos son propias por ecuatorianas y por el vientre cultural donde nos gestamos los lectores.
Se continúa dentro de la paradoja de que se leen más novelas, pero se escriben más cuentos, por eso me detengo en los dos libros de tal género del mantense Alexis Cuzme, de cuyo entorno hay que resaltar ocho títulos de poesía, largos años de periodismo, un enorme conocimiento del rock y el mantenimiento del blog Ciudad Hecatombe (donde he leído recién seductores comentarios de cine y literatura).
Cada vez que me encuentro con un cuentista me hago las mismas preguntas: ¿cómo halla ese sentido de lo concentrado y fulminante? (los hablantes somos palabreros, latosos por herencia idiomática); ¿cómo equilibra en una historia breve ese corte lingüístico entre coloquial y culto, propio del talante de un narrador que, aunque sea personaje, sabe más que quienes lo rodean, tanto que narra porque no puede contenerse? Estas interrogaciones son muy adecuadas para abrir los libros de Cuzme, El amor era demasiado limpio (2021) y Demonios quisquillosos (2022). El primero, de 16 relatos precisos, consigue organicidad a costa del narrador muy parecido al autor y siempre junto a una mujer del mismo nombre, que dan tumbos en experiencias de pareja, las de acostumbrarse a dejar de ser uno para contar siempre con la otra. El escritor a ratos sacrifica el conflicto para acertar en el planteamiento del instante, del disparo en la diana del efecto. En la playa o en un transporte, la voz sabe que la vida es mentirosa y hace trampas. Jamás me ha impresionado tan bien en un libro el arte de poner título a cada cuento.
En el segundo cuentario, el tema y ambiente rockeros crea un cinturón de afinidades entre sus historias. Ya sea en Manta, ya en Quito, los personajes giran en torno de su pasión común, en situaciones propias de conciertos, ingesta de licor y sustancias, grabaciones de música y hasta “el culto de la bestia”. Cada nombre que he consultado en Google (no soy conocedora de ese ámbito) ha sido certero, hasta con la Biblia Satánica de LaVey, cuya existencia ignoraba. Pienso que Cuzme redondea con variadas facetas —y sostenido a menudo por una inteligente ironía— lo que significa ser fiel a una práctica de vida en medios estrechos. Nos convence de que el rock, en sus más desafiantes versiones, tiene puesto reverencial en muchas vidas.
Que este libro ganara el Premio de Narrativa Nela Martínez (2022) es una confirmación de la buena carne cuentística de que está hecho.
Este artículo se publicó en el diario El Universo.