Conferencia pronunciada en el marco del III Congreso Internacional de Estudios sobre Dante Alighieri en el Ecuador: Dante desde distintos ángulos. La reproducimos a continuación.
Capricho
El poema inmenso de Dante Alighieri, la Comedia de las postrimerías, ha cedido más de una porción de sus visiones a plumas mayores y menores. Las paráfrasis y las reelaboraciones parciales han ido distribuyéndose por los márgenes y las arrugas de su mapa del cosmos, a imitación de las imaginarias floras y las hiperbólicas faunas marinas bordadas en torno a las cartas de océanos y continentes, derivación secundaria de los “descubrimientos” europeos, vale decir de la universalización del planeta, a horcajadas de imposiciones, intercambios y fantasías desbordantes. También yo probé la variación libre. Transcribo esta del Infierno, con una alusión algo menos convencional a Virgilio y la lengua:
Poeta en el Averno
Dante baja a la sima. / El camino está abierto en las paredes / de un cráter o la fragua / del herrero Vulcano. / La espiral va cerrándose. / Virgilio lo precede. / No hay riesgo de caer: / solo le toca / posar el pie en la huella / que deja la pisada de su guía. / Nadie le ha aconsejado / no beber de las aguas / hediondas de la peña, / apartar el aliento / de la niebla amarilla… / Nada acaso es real: / está vivo. No sabe / si ha de encontrar el modo / —el pensamiento cómplice, / la palabra insensata— / de narrar la caída / de un alma, la locura / de aquel que se complace en su miseria; / las cruces invertidas de los perseguidores, / el garfio del que cuelga la tripa del verdugo… / Aunque observa la muerte con los ojos / privados de agudeza de la carne, / Alguien le ha concedido una gracia terrible, / la de henchir el abismo con los hijos de su odio, / con las voces de su ira, / con su sed de justicia, no con benevolencia. / Siente el olor del ara: / aquí la dignidad / del hombre, su grandeza / sirven de cebo a la avidez del diablo. / No ha de enfrentar el rostro / del ángel del vacío. / Virgilio acorta el paso. / Algo le dice. / Callan los alaridos de los réprobos; / su grito de dolor se transfigura. / Dante escucha la música, / la inefable armonía, / la tenue red de sílabas / que quiere unir la nada / con el Cielo. / La memoria, quizá…; / un verso en la Comedia, / escrito en italiano, / evitan que la frase latina del poeta / se extinga, igual a un soplo, / a un pensamiento vano, / al fugar de sus labios.
He de confesar lo inadecuado de mi título. El mundo se me escapa, lo retengo con el hilo de tal o cual reminiscencia, de tal comentario precipitado. El genio florentino supo reconstruir, ennegreciéndolo, glorificándolo, trocándolo en consciente alegoría, un universo racional casi dispuesto a dejarse dispersar por vientos y por mares, por intuiciones y lentes magnificadores enfocados al vacío. Ni dejo suelto al poeta ni le permito distanciarse, a pesar de ocasionales encabritamientos librescos (mis lecturas) del limitado espacio de estos Andes equinocciales, a los que ha venido a desembarcar su Comedia (y él como personaje) en la variopinta compañía de don Quijote, Fausto, don Juan, don Rodrigo de Manacor y tantos otros, alentados por las brisas y las tormentas de la imprenta. Al lector le cuesta desprenderse de su lugar de origen, como al astrónomo del planeta tierra mientras contempla las estrellas y adivina las tinieblas exteriores. Me había estimulado la sospecha de que la montaña del Purgatorio, las antípodas de Jerusalén, de acuerdo con el comentarista de la B.A.C, se encontraba próxima a nuestra América, por entonces cubierta de un cortinaje imaginario pendiente de las columnas de Hércules, pero la oposición geográfica a la ciudad de Dios se precipita redondamente al Océano Pacífico, en la ciudad de Matura (Polinesia Francesa). Las montañas ecuatoriales no ascienden como habitáculo espiral o circular de los penitentes ni los aúpan al Empíreo. Medito a guisa de consuelo: las cimas han sido tradicionalmente las ásperas escalas, entre agujas y hielos, precipicios y altísimas mesetas, a la residencia de la Divinidad. No me dejarán mentir los huéspedes del Olimpo ni el esforzado Moisés, picapedrero de los diez mandamientos. Nos pertenecen picos y elevaciones, vivimos al pie de más de uno y vamos conquistando sus faldas y sus roquedales, víctimas de una ceguera que no nos ayuda a apreciar la visita, solemne y misteriosa, del Creador, en la cima o el abismo al que acude a buscarnos.
Dante fue cantor de las postrimerías y de una totalidad cosmográfica situada entre el símbolo y un imaginario colectivo. Esa armonía reforzaba la concepción de una Europa unida bajo un emperador, como lo estaba, pese a quiebres y herejías, bajo el catolicismo y un papa cuya autoridad debía despegarse de los negocios de la tierra. (Obstinada, injustamente, atrapo su itinerario espiritual e interestelar con una redecilla de letras castellanas y lo ato a un rincón de América del Sur). La aspiración a una globalidad regida por una jerarquía que se suponía justa, correspondía a una idea de la creación limitada precisamente por su perfección. La cambiante imagen contemporánea del universo conlleva más preguntas, menos seguridades, más visiones hechas para estallar como pompas de un jabón resbaloso e inasible, que concepciones reducibles a un dibujo, ni siquiera a la fórmula irrefutable de la física o la matemática. El “infinito”, por definición, se encuentra en plena formación, se afirma y se desmiente, concentra su materia y la descompone o se la traga… Un agujero negro es lo que usted prefiera, nunca un agujero… Para algunas mentalidades, Dios se desvanece a cuenta de ese caos inverosímil o secretamente significativo. Para otras, su realidad se afirma, envuelve y abarca —origina y edifica sin descanso— lo inconmensurable, lo inconcebible. Se agranda hasta el vértigo. En nuestro sistema insignificante, el sol surte a sus satélites de calor y de luz. Sobre este Quito breve, plantado a un paso de las cumbres, ilumina un óvalo imperfecto. Mi ventana advierte el oro nuevo, derramándose por una parcela del valle urbano. A veces, su entusiasmo enciende toda la parte baja del norte de la ciudad… Aunque mala es la imitación de las espléndidas esferas dantescas, no nos burlemos de una estatura hecha a nuestra medida. El Francisco de Asís del Cántico de las criaturas agradecía por su flama al Altísimo y concedía: De ti, Señor, porta significación.
La gravedad y la escasa autonomía de vuelo de Pegaso nos traen, nos derriban acaso a ras de tierra, a las calles alguna vez empedradas y polvorientas del centro histórico de la capital ecuatoriana. A la fachada de piedra de la iglesia de la Compañía. Atravesamos la entrada y advertimos, enseguida, a la derecha, sobre el muro, un cuadro (o la copia de un lienzo) atribuido al hermano Hernando de la Cruz, guía espiritual de Mariana de Jesús: su Infierno. El siglo XVII tiende la diestra, armada del pincel, al XIII y al XIV.
No hay círculos aquí. Una mirada de conjunto combina la estampa llana y la perspectiva. Se desplaza a derecha y a izquierda, arriba y abajo. Los precitos, numerosos, reciben el castigo proporcionado a su falta de modo simultáneo, sin consideración al grado de su derrumbamiento. Los rótulos infamantes azotan a los malos tanto como la reproducción de su tortura. No se ha de pedir una organización moral o intelectual. Se confía al curioso la tarea de orientarse, de reordenarlo todo o extraviarse en la confusión… Un Satanás alado, jinete de una bestia de varias cabezas, corona la composición. Poco se parece al humillado e indecente monstruo testa al suelo de la Comedia, que desperdicia saldos y salivas de su rabia despedazando a Judas y a Bruto. (¿Otra vez la Roma papal y la evocación profética del imperio secular de la Europa unificada, siglos antes de su puesta a prueba real?). Una estatura prominente, sin denominación, agresora y agredida, da en un rincón vigencia sensible a la desesperación humana, a su conciencia de lo irreversible.
Dante identifica, aquí y allá, un pecado concreto con un personaje de la historia o de su entorno, a la vez que le agrega el carácter de símbolo o alegoría de una versión del vicio. Adelanto el paso a la patria, la mía, traslado el cálamo medieval a una cuartilla de nuestra contemporaneidad: es indudable, ciertos prohombres de la mitad del mundo merecen, han merecido o merecerán el asilo infernal. (¡No lo quiera la paternal misericordia!). ¿Serán dignos, además, de una mención —títulos, nombres y apellidos— en los versos de un poema, menos aún de un poema insuperable?
La conquista del Paraíso colonial pide la benévola intercesión de la Virgen. La Inmaculada de Miguel de Santiago modifica la dulce majestad de la Señora con la naturalidad de un giro grácil que se ha interpretado como un paso de danza. En verdad, el cuadro encarna la maternidad virginal de María. Su inclinación de amor, iniciada desde la media luna apocalíptica, enlaza el firmamento con la inferioridad terrena. La composición del quiteño ignora, naturalmente, toda otra intercesora. El coro final de la Sinfonía sobre la Comedia de Liszt entona un casi etéreo Magnificat al allegarse a los umbrales de un Paraíso que la música no ilustrará… Beatriz pasa a la sombra. La comunicación con Dios se acorta a través de una sola mujer. La Comedia ha de ser saqueada detalle a detalle, círculo por círculo. Extrañamos, no obstante, el papel de Beatriz, teología tal vez, latido del corazón indudablemente. ¿Ha de tenerse por criatura de papel y de tinta, no de carne y espíritu, la dama de amor a la que Dante promete la suprema elevación lírica desde la Vita Nuova, desde las tempranas impresiones de la infancia?
Propongo una última reflexión. Dante escribió la Comedia en lengua vulgar, un toscano que sustenta por la base el italiano actual. La lengua no obedece a diccionarios, no rinde homenaje a las academias. Se forja en la fragua abundante del habla cotidiana. Su metal adquiere formas inéditas, vocales frescas, voces impronunciadas a golpe de martillo y bronca paciencia del yunque… Me atrevo a añadir a esta verdad una complementaria: la lengua vulgar puede encontrar también una juvenil consagración, un pergamino de nobleza, en los párrafos y los versos de una obra de pensador iluminado y de artífice; en este caso, en el texto ascendente de un poema incomparable.
Para cerrar mis aventurados párrafos, acudo a la imagen de un Virgilio solitario, uno que no habría alcanzado el derecho de guiar a su igual, Dante Alighieri, ni sufrido la pena de la indiferencia celeste. (Perpetro una traición adicional contra el magno florentino). Beneficia al poeta latino de Andes (mera coincidencia de nombres, aunque oportuna), la omisión del Limbo del bando eclesiástico de galardones y castigos… Concluido un periplo literario, amatorio y teológico quizás nunca realizado, se ha ganado una chispa de clarividencia, la transparencia de la pupila. Se ha abierto para él una tronera hacia lo Alto.
Virgilio aguarda en la quieta ribera
De este lado del Aqueronte diviso, nebulosa, carcomida, ahogada por una hiedra maligna y las espinas, la puerta del Hades. Con dificultad alcanzo a leer unas cuantas letras de la inscripción deteriorada. Algunos de mis compañeros de jornada —ya abordaron la barca de Caronte—, dotados de una vista penetrante, pudieron leer la frase completa. Se horrorizaron y callaron. Yo aún no me habitúo a la ribera neblinosa, al uniforme y triste vestíbulo de la muerte. Con ira, el remero se sintió obligado a empujar a los videntes al inseguro transporte. No se tomó el tiempo de recaudar el óbolo. Se desembarazaría de los polizontes, arrojándolos al caudal infecto. Allí han de flotar por decenios… La pía costumbre de griegos y romanos deja una moneda, un viático, dentro de la boca de los difuntos…
He llegado a descifrar una sola palabra de la leyenda: esperanza. El tallador la ha trazado hacia la mitad de la línea conclusiva. ¿La confirman o niegan los vocablos restantes? Para mí es la única legible…
Espero confiado el regreso del desastrado guía.
He buscado, sin hallarlos, a los monstruos arrojados al Báratro por la tradición o por el esfuerzo de los héroes, Hércules, Teseo, Escipión… No rondan por las orillas la hidra, el León, la voracidad de Cerbero, las sombras lamentables de los guerreros cartagineses. Junto a mí se amontonan los pasajeros de la cercana travesía, del próximo viaje. La corriente se duerme contra las dos orillas. ¿La habita, oculto, aleve, un horror desconocido? ¿Imita su quietud la inconsciencia, la inexistencia real del cadáver, la podredumbre del cobarde?
He bajado a los infiernos de la mano de Eneas, pero se me ha privado ahora del derecho de rehacer sus espacios con mi pluma. Toca a otro —le he abierto el camino— la misión de recorrerlos y cantar su misterio con voces de lava y de fuego. Ignoro cuáles han de ser sus experiencias. Recorrí un trecho de la historia a la zaga de Roma. Exalté su paz y, lo sé al fin, su imperfecta civilización… Nunca morirá el imperio del todo. Sus ruinas, semillas fecundas, se esparcirán sobre la tierra; fructificarán suelos lejanos, insospechados…
El viajero ha de tomar las sendas impuestas por el destino. Acaso el espíritu edifique a su paso reinos que no se sustenten de la sangre vertida y de la agresividad de las murallas, piedra y adobe apenas, sino de la sabiduría del acto y la palabra. Acaso consiga arribar a la cima de su peregrinación, al amor que todo lo vence; a una más legítima, más imperecedera gloria.
Entreveo una luz tras el portón sombrío, adentro, muy adentro: ¡esperanza, esperanza!