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«David, nuestro Orfeo», por doña Cecila Ansaldo

Toda su poesía cabe en un tomo, aunque como Medardo A. Silva escribió desde adolescente y, pese a la tenaz oposición paterna, optó por los caminos del arte...

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Imagen tomada de zendalibros.com

Amo los libros que me empujan a abrir otros. Con la Obra poética completa de David Ledesma Vásquez frente a los ojos, lo afirmo, complacida de la relectura. El tímido poeta guayaquileño es personaje de la novela Triángulo Fúser, de Ernesto Carrión, y verlo actuar entre el círculo de artistas que acogió al Che Guevara en nuestra ciudad, en 1953, según la ficción del narrador, me ha bastado para recrear su breve pero poderosa lírica.

Alcancé a conocer a Ileana Espinel y a Sergio Román Armendáriz, compañeros del vate en la experiencia grupal y poética de Club 7, ya maduros, porque en 1961 mi conciencia infantil ya estaba cerca de los libros, pero no de la poesía. Ese año, David Ledesma se quitó la vida, y la corbata amarilla con que se ahorcó pasó a ser un símbolo de la sofocación y el desamparo que puede ahogar una voz cuando no se la comprende.

Toda su poesía cabe en un tomo, aunque como Medardo A. Silva escribió desde adolescente y, pese a la tenaz oposición paterna, optó por los caminos del arte. ¿Cómo un hijo de un ministro juez de la Corte Superior de Justicia de Guayaquil, hermano menor de un héroe de la guerra con el Perú, se atrevía a ello? Los prejuicios contra la dedicación artística son proverbiales y, si hoy se le replica al vocacionado con un “Te vas a morir de hambre”, antes se lo marginaba por ser oficio de vagos y fracasados.

David estudió en el colegio San José La Salle, y en el Vicente Rocafuerte fue alumno de Enrique Gil Gilbert y de Alfredo Pareja Diezcanseco, miembros de la generación del 30. No quedan datos de si estos profesores percibieron el talento del muchacho delicado y silencioso que ya a los 16 años publicó un poema en la prensa de la época. Su primer poemario fue Cristal (1953). Desde entonces, se entregó al teatro y a la radio; viajó en condición de actor e integró el equipo de José Guerra Castillo para hacer las famosas radionovelas que entretuvieron a las familias en la década de los 50.

Mientras tanto, su poesía siguió creciendo tocada por la levedad, la tristeza y las premoniciones de muerte. No es un modernista tardío, pese a la proximidad de temas; sus versos se sustentaron en la libertad de afirmar “Yo nací con el símbolo errante de todas las gaviotas”, y para beber en aguas más amargas, las de “Soy un grito / que flota entre la niebla”, e irse desnudando paulatinamente en confesiones del yo, repetido y flagrante. Soledad, desasimiento, búsqueda de la paz, que distancian al hablante lírico de la edad del autor. La juventud, en el caso de muchos poetas, no conlleva alegría y ligereza.

Dos personajes griegos le dan material para versos llenos de sugerencias: Narciso se contempla en la fuente “desnudo de ti mismo” y Orfeo que revela frente a la ausencia de Eurídice “Vivo en ciega Poesía / desterrado”, y en ambos hay insondable confesión amorosa masculina, llanto por el vacío, sangre que anhela otra sangre. La intensidad para evocar los cuerpos, como llamándolos, como rodeando las huellas de lo vivido, estremece a cualquier lector, se engarza en los oídos educados para la poesía.

No seré yo otra que silencie los motivos del dolor de David, que los crea innombrables: las barreras sociales que arrinconaron su homosexualidad, que lo dejaron en abandono, están detrás de su magnífica obra. Y de su temprana muerte.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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