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«De los derechos humanos y otros sueños», discurso de ingreso, en calidad de miembro correspondiente de la Academia, de José Ayala Lasso

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Discurso de ingreso, en calidad de miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, de don José Ayala Lasso.

Estoy seguro que la distinguida audiencia que me honra esta noche con su asistencia comprenderá fácilmente porqué mis primeras palabras deban ser para expresar mi sentimiento de gratitud con la Ilustre Academia Ecuatoriana de la Lengua, con todos y cada uno de sus miembros, con los académicos que tuvieron la bondad de proponer mi nombre como candidato a Miembro Correspondiente, y con su Directora, Doña Susana Cordero de Espinosa, sabia y prudente mujer dotada de excepcionales cualidades de talento, conocimientos y bondad.

Agradezco también las amables palabras de bienvenida y presentación pronunciadas por Susana y Jaime, que hablan más de la generosidad de su espíritu que de los méritos que me atribuyen.

Soñar los derechos humanos

Algunos habrán podido decir en sus adentros, al examinar el título de esta disertación, que no descubren enteramente las razones por las que puedan compararse los derechos humanos con los sueños. Pensarían que, si bien ya Don Pedro Calderón de la Barca nos dijera que toda la vida es un sueño, dando a ésta un toque de irrealidad, también sentenció, con un dejo de aparente

1 Pedro Calderón de la Barca. Obras Completas. La vida es sueño. Aguilar, Madrid 1959

resignación, que los sueños sueños son. Pero en algo les ayudaría para despejar sus dudas, recordar que hubo otro hombre inmortal igualmente preocupado por estos asuntos, que nos hiciera reflexionar no sobre el carácter del ser humano sino sobre su propia contextura. “Estamos hechos de la sustancia de los sueños”, nos anticipó Shakespeare en “La Tempestad”. Ambos genios nos estaban invitando a soñar la vida o a vivir los sueños, como dijera Unamuno en sus geniales lucubraciones filosóficas. Soñar la vida y vivir los sueños: he allí la sustancia redentora de todos los pecados originales que pudieran serle reclamados a la humanidad, y he allí también el móvil que ha transformado espíritus y montañas hasta darnos la tierra en que vivimos, transparente y misteriosa, imperfecta y gloriosamente perfectible.

La lucha por la promoción y defensa de los derechos humanos ha sido siempre una manera, la única manera, de transubstanciar en realidades las aspiraciones de la humanidad.

Inclusive la Organización de las Naciones Unidas, con todo su bagage burocrático pluriestatal, puso en ejercicio la capacidad colectiva de soñar cuando, desde los albores de la Declaración Universal de 1948, concibió un orden universal durable y completo fundado en aspiraciones que entonces se dijo que parecían orientadas por un sueño. Fueron, no los estados, -que son pragmáticos, positivistas y no sueñan- sino “los pueblos” quienes decidieron organizarse para asegurar derechos humanos, desarrollo y paz. En la lógica de esa idea, pensaron en crear la función de director universal de los sueños colectivos. Muchos años habrían de pasar, casi cincuenta, para que ese inicial planteamiento llegara a concretarse en 1993, como resultado de una lucha tenaz de este continente de los sueños y las esperanzas,

Shakespeare. The Comedies. The Easton Press. Norwalk, Connecticut, 1980

Carta de las Naciones Unidas. Preámbulo.

de este continente latinoamericano. Y latinoamericano habría de ser el primer ciudadano a cuyo cuidado se dejó la promoción y protección universal de los derechos humanos.

Búsqueda de la felicidad

El ser humano de ahora y de todos los tiempos, como carpintero fundamental de su propio destino, después de haber abierto los ojos a las realidades, encontrándolas imperfectas, ha buscado cambiarlas. La orientación de ese cambio puede haber dado lugar a muchas y graves equivocaciones, pero el motor de esa voluntad transformadora ha sido siempre el mismo: la búsqueda de la felicidad, aspiración cimentada en lo más profundo del alma del ser humano. El concepto puede ser impreciso si se lo somete a un análisis lógico, pero ilumina con claridad meridiana el enrevesado laberinto de la personalidad individual cuando a la felicidad se la busca, se la intuye, se la presiente o, paradójicamente, se la pierde.

Ese deseo de ser alguien, de dar forma y contenido a su propia persona, de escudriñar en los laberintos de su razón de ser y examinar su causa final, como lo reclamaba la escolástica, esa búsqueda constante, ese universo de preguntas apenas respondidas, ese anhelo de trascender que explica todas las filosofías y todas las conductas, ese motor que no ha dejado de funcionar desde los albores de la humanidad, ¿es una mera ilusión?, ¿es una repuesta emergente y temporal a nuestra esperanzada pregunta? ¿es un sueño?

La búsqueda de la felicidad lo es todo y pudiera no ser nada si estuviera condenada a la insatisfacción permanente. Y entusiasmando   o   atemorizando,   ha   dado   sentido   a   páginas sustantivas escritas por el ser humano. La insondable profundidad del “conócete a ti mismo” socrático, que encuentra en “La República” platónica la fórmula para transformar las aspiraciones individuales en valores sociales y construir así “la ciudad feliz”, el ideal metafísico que inspiró a San Agustín en “La Ciudad de Dios”, que llevó a Tomás Moro a concebir su Utopía, que indujo a Rousseau a ponderar las virtudes del individualismo libre, el anhelo de justicia social que ciertamente movió a Marx en su ilusión igualitaria y que indujo a Kant a proponer un orden mundial perpetuo basado en la ética, que garantizara la paz universal, no pueden ser descalificados con críticas que, al mirar simplemente las formas, olvidan que el paso temporal y consciente de cada persona por el gran teatro del mundo le advierte, sin embargo, que tiene un instinto solidario que le convierte en ser social y  una individualidad propia con un sentido trascendente.

 No están, en mi opinión, errados quienes consideran que todos los movimientos y capitulaciones que a lo largo de la historia se consiguieron como resultado de la lucha conjunta de los débiles contra el poderoso han sido otros tantos intentos de desbrozar el camino para que pudieran  concretarse los derechos del ser humano y acordarse luego mecanismos y procedimientos aptos para volver una realidad operativa y cotidiana la enunciación y goce de sus soñados o intuidos derechos. La evolución de la humanidad ha tenido siempre un norte en cuyo eje, con las trágicas falencias que la historia nos recuerda, ha estado la persona. Yendo aún más lejos, Luc Ferry, filósofo francés, lo dice de otra manera cuando se refiere al siglo de la ilustración: el cuestionamiento de la cosmología aristotélica protagonizado por la física newtoniana “se convierte en uno de los fermentos de la ruptura, en el plano moral y político, que dará lugar al nacimiento del mundo de la igualdad y de la democracia”

4 Gnóthi seautón. Aforismo griego inscrito en el pronaos del templo de Apolo, atribuido a Sócrates

5 Platón. La República, obra en la que propone la organización del Estado ideal.

6 San Agustín. La Ciudad de Dios. Editorial oblet, Buenos Aires, 1945

7 Rousseau. Emilio o de la educación.

8 Kant. Sobre la paz perpetua.

9 Luc Ferry.La plus belle histoire de la philosophie. Robert Laffont, Paris, 2014.

 La  Magna Charta Libertatum, de junio de 1215, fue el resultado de luchas y discusiones sobre los derechos y libertades de la nobleza frente a los poderes del Rey Juan Sin Tierra, quien se vio forzado a aceptarla. Con anterioridad, en las Cortes de León y de Cataluña -1188 y 1192- se reconocieron numerosos derechos del pueblo, entre ellos el del debido proceso. La Unesco ha considerado a la Carta de las Cortes de León como “el testimonio documental más antiguo del sistema parlamentario europeo”.

No en vano, al preparar la Declaración de los Derechos del Ciudadano en la Revolución Francesa, los constituyentes de 1789 reconocieron que “la meta de la sociedad es la felicidad común”. Sobre esa base se propusieron unir las fuerzas sociales para hacer posible “el bien común”. Igual pensamiento inspira y da vida a la Declaración de Independencia Americana, de 1776, en la que se proclamó que el “fin del gobierno es alcanzar la seguridad y la felicidad”. Jefferson identificaba como esencia del individuo la permanente búsqueda de la felicidad y reconocía, como máximo deber del estado, la puesta en práctica de un programa de acción orientado a sustentarla, facilitarla y convertirla en realidad. Y en el Quito colonial de esas mismas épocas, ¿no aparecieron pendones que colgaban de las cruces de piedra de la ciudad con esa frase de elocuencia sin límites: “Salva Cruce liber esto gloriam et felicitatem consequuto”? Era nuestro Eugenio de Santa Cruz y Espejo que soñaba en conseguir la independencia al amparo de la cruz, lo que permitiría el nacimiento de una sociedad libre, orientada hacia la consecución de la felicidad. Recordando seguramente a Don Quijote de la Mancha, síntesis del espíritu soñador de nuestra raza, Espejo auguraba para esa sociedad la gloria, sinónimo de esa búsqueda de “eterno nombre y fama” que inmortalizó al caballero de La Mancha.

Séame permitido citar también a otro luminoso personaje ecuatoriano: Dolores Cacuango cuya vida fue un auténtico ejercicio de soñar en beneficio colectivo. Raquel Rodas Morales, estimada colega del Grupo América, describe con minucioso cuidado y evidente afecto, la personalidad de Dolores Cacuango. “Es una presencia cargada de sabiduría” -dice de ella- que luchó, sin apelar a la violencia, contra las estructuras de dominación colonial en el agro ecuatoriano. Con resonancias panteístas, Dolores Cacuango vive como los de su raza, apegada a la tierra y tiene fe en el triunfo de sus ideas: “si muero, muero, pero otros han de venir para seguir”. Busca la justicia social simbolizada en el pan, pero también la libertad que es otro nombre de la dignidad.

La naturaleza gregaria del ser humano le conduce a la vida en comunidad y le induce a identificarse con la familia y la sociedad. Paradójicamente, su individualidad emerge con más fuerza cuando, como ser social, inventa el estado. Nadie se une con los demás para buscar la infelicidad, se ha dicho con elemental e indiscutible razón.

Una sociedad fecunda y bien ordenada se funda en el principio de que todo ser humano es una persona dotada por la naturaleza de inteligencia y voluntad libre, de lo que se deduce que los derechos humanos, iguales para todos, son universales, inviolables e inalienables.

Esa búsqueda de la felicidad, que a veces se interpreta como una expresión matizada por románticas e idealistas resonancias,  es lo que constituye la esencia de la interminable jornada que ha

10 Raquel Rodas Morales. El pensamiento transgresor de una mujer runa. Revista del Grupo América. Número 194

recorrido el ser humano, por fatalidad, instinto o reflexión, en su evolución creadora. Es la lucha incansable y siempre insatisfecha por afirmar la dignidad de la persona. Juan Pablo Segundo lo expresó al decir, desde su óptica religiosa, que “todas las rutas conducen hacia el hombre”. Es, en suma, la historia de los derechos humanos. El gran jurista Bobbio lo dice de manera  elocuente: “es un signo del progreso moral de la humanidad”.

Regresemos a una de las más privilegiadas mentalidades que ha producido la raza humana, Pedro Calderón de la Barca quien, profundo en  la idea, e inimitable en la belleza, se pregunta, sin llegar a responderse categóricamente, si la vida es un sueño.

En el monólogo de Segismundo, Calderón de la Barca nos lleva a meditar, en los términos más refinadamente estéticos, sobre la libertad como atributo sustantivo de la persona. Viéndose en una caverna, encadenado y aislado del mundo, “¡ay mísero de mí, y ay infelice!” gime el príncipe y reflexiona sobre la libertad que tienen los seres creados preguntándose si el ser humano, con más alma que el ave,  mejor instinto que el bruto, más albedrío que el pez y más vida que el arroyo, debe ser menos libre. Nos habla también de la igualdad de todos para el ejercicio de los derechos, cuestionando así los privilegios. Y pone el acento en la dignidad que debe ser defendida como preciado e incomparable bien.

Ya lo decía de otra manera Lope de Vega cuando sentenciaba que al rey se ha de dar vida y hacienda pero no el honor “porque el honor es cosa del alma y el alma solo es de Dios”. Claramente ha intuido Segismundo que sin dignidad el ser humano no es libre y que, sin libertad, no es un ser humano. Esos sueños del príncipe Segismundo corresponden, idea por idea, a esa maravillosa síntesis de la felicidad que reza: “Todos los seres humanos nacen

11 Bobbio, N. El tiempo de los Derechos, Madrid, 1991, p. 111.

libres e iguales en  dignidad y derechos y  dotados como están de razón y conciencia deben proceder fraternalmente los unos con los otros”. ¿Será necesario recordar que esta cita corresponde al artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos? He allí cómo la poesía, en tanto que visión estética de la vida, y la verdad jurídica que busca domesticar la vida y volverla costumbre y tradición, se unen en una simbiosis admirable para decir lo mismo con otras palabras. ¿Nos habla Calderón de la Barca de la vida hecha sueños o la Declaración Universal de los sueños hechos vida?

El hastío de la violencia  

En 1948, el sufrido planeta que nos alberga había pasado por dos trágicas experiencias: dos guerras cuyos efectos desbastadores se hicieron sentir en todas partes. Los principios positivos de Westfalia con su divisa “Pax optima rerum” se vieron rotos en mil pedazos. Millones de muertes habían cubierto de luto la superficie terrestre, pero a la inadmisible crueldad de la guerra se había añadido la voluntad criminal de aniquilar al enemigo usando armas como nunca letales, potenciadas por los adelantos tecnológicos descubiertos por el ingenio humano. No terminaba aún de desvanecerse el humo de los fusiles de la primera guerra, después de la cual los pueblos del orbe clamaban por una paz duradera, y no había terminado de secarse la tinta con la que se firmaron los acuerdos de Versalles o los de proscripción de la guerra como instrumento de política internacional, cuando el espíritu de venganza y dominación propio de Hitler dió origen a la segunda conflagración en la que participaron prácticamente todos los pueblos de la tierra. De las cenizas de la destrucción surgió nuevamente la voluntad de cimentar la anhelada paz sobre sólidos fundamentos. Nació -nueva ave fénix- la Organización de las

12 Declaración Universal de los Derechos Humanos. ONU. 10 de diciembre de 1948. Artículo Primero.

Naciones Unidas como una expresión de la voluntad general de preservar a las futuras generaciones de los flagelos de la guerra y de propiciar el desarrollo económico y social basado en el respeto a los derechos humanos. ¡Cuánta admirable filosofía política, cúan admirable visión del futuro, cuánto humanismo se encierran en los registros de los debates de San Francisco que precedieron a la aprobación de la Carta, partida de nacimiento de una sociedad mundial compuesta por países que aceptaron someter su soberanía a la norma del derecho y responsabilizarse colectivamente de la construcción de un mundo mejor.

 Tres años después, para inyectar en la nueva organización vigor y sustancia que todos pudieran percibir, el espíritu humano acordó colectivamente una carta de principios que orientaría todas sus actividades, en la que se sintetizarían historia y geografía, pasado y presente para apuntar hacia la construcción del futuro común. Se suscribió entonces, ese luminoso 10 de diciembre de 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La Declaración -se ha dicho- más que el mínimo común denominador de filosofías y teologías, es el compromiso de la humanidad para trabajar sin pausa hasta ver plasmados en realidades sus sueños de paz, libertad y progreso, convertidos, por voluntad de los pueblos, en el deber supremo de todos los estados. Con razón el presidente de la Asamblea General de la ONU exclamó entonces: “Por primera vez en la historia, la comunidad internacional, como un todo, se ha expresado sobre las libertades y derechos fundamentales por los cuales las naciones han luchado, sufrido y muerto a través de los siglos”. Desde entonces, su doctrina ha transformado el espíritu de las naciones y la conducta de los gobiernos en todas partes del mundo.

El inventor del lenguaje   

13 Glen Johnson. Writing the Universal Declaration of Human Rights. Unesco, 1994.

En las primeras páginas del libro “La lucha por la dignidad”, dos filósofos españoles contemporáneos, se refieren a esa búsqueda permanente de la felicidad que mueve a los seres humanos y que inspira todo proyecto de organización social y política. Esta ha sido la clave  que ha movido al ser humano a lo largo de su peregrinar por el interminable viaje que se mide en años luz para definir la vida del universo y que hace de la vida humana -ese rayo de luz que se apaga cuando recién se enciende- el termómetro y la medida de las cosas.

El ser humano, el titular de los derechos ayer desconocidos y negados, que ahora proclamamos y defendemos, ¿qué tiene de especial? No recurramos a los análisis filosóficos o metafísicos. Volvamos los ojos a la tragedia griega Antígona, en la que Sófocles nos dice, por intermedio del coro: “Muchas cosas hay portentosas pero ninguna tan portentosa como el hombre; él, que ayudado por el noto tempestuoso llega hasta el otro extremo de la espumosa mar…y la palabra por sí mismo ha aprendido y el pensamiento, rápido como el viento, y el carácter que regula la vida en sociedad…recursos tiene para todo…solo la muerte no ha conseguido evitar.”

Él, el ser humano, inventor del idioma y constructor de grandes ciudades.

¡Qué pertinente y audaz, al mismo tiempo, resulta, en esta sede de la Ilustre Academia Ecuatoriana de la Lengua, recordar el pensamiento de Sófocles que considera, como una de las virtudes torales del ser humano, el haber inventado el lenguaje, ese mundo misterioso de combinaciones infinitas que se expresa en sonidos, tonos, ritmos, matices y armonías, mediante el cual abre el cofre infinito de su pensamiento  y su sentimiento, y se lanza a la aventura de hacerse comprender y comprender!

14 José Antonio Marina y María de la Válgoma. La lucha por la dignidad. Teoría de la felicidad política. Editorial Anagrama. Barcelona, 2001.

Fernando Quiroz, en sus “Conversaciones con Alvaro Mutiz” nos recuerda  que este decía:

“Cuando relato mis trashumancias, mis caídas, mis delirios lelos y mis secretas orgías, lo hago únicamente para detener, ya casi en el aire, dos o tres gritos bestiales, desgarrados gruñidos de caverna con los que podría más eficazmente decir lo que en verdad siento y lo que soy…Saber que nadie escucha a nadie. Nadie sabe nada de nadie. Que la palabra, ya, en sí, es un engaño, una trampa que encubre, disfraza y sepulta el precario edificio de nuestros sueños y verdades, todos señalados por el signo de lo incomunicable”.

No puedo coincidir con Mutis en cuanto a la incomunicabilidad de los seres humanos ni menos considerar a la palabra como un engaño en sí misma. La palabra puede ser insuficiente para expresar todo lo que quisiéramos comunicar, pero no engaña. Lo engañoso puede ser el espíritu que el ser humano quiera insuflar en su palabra.

Con razón, Susana Cordero, nuestra admirada Directora,  escribe, el 4 de enero de 2014, en El Comercio: “Es vanidoso el intento de comunicar lo esencial en pocas o aún en muchas lineas: la cantidad de palabras no cuenta, sino la búsqueda ardua del tema, de la palabra adecuada para tal situación, de la comparación feliz. Todo asunto es inagotable; cuanto puede argumentarse es exiguo e irrisorio. Al escribir empobrecemos inevitablemente la rica realidad de cada asunto. Experimentar nuestros límites frente a la escritura es la mayor virtud del escritor”

La posibilidad de comunicar es y será siempre inagotable, mientras el acto de comunicar es necesariamente limitado y limitador.  Pero su nobleza esencial consiste en que, al dar contenido a la potencia comunicadora, le confiere realidad, diversidad, complejidad y, en tal sentido, le otorga vida. El idioma se perfecciona con cada acto de comunicación, crece y se diversifica con cada palabra pronunciada o escrita. Bien se puede decir que la posibilidad de comunicar, sin el acto que comunica, sería pura teoría, vacía de contenido y de significación real, tan infinita y tan imperceptible como la posibilidad de ser, comparada con el ser. Maravillosa y fecunda la primera, en cuanto abre las puertas a una etapa diferente pero real de lo teóricamente posible, inmensamente más rico y auténtico el segundo por concretar y expresar con esencia de inteligibilidad lo que era concebido como un posible teórico.

Noam Chomsky nos recuerda: “El lenguaje es un conjunto finito o infinito de oraciones, cada una de las cuales posee una extensión finita y construida a partir de un conjunto finito de elementos”

Si. El afán de comunicar dio nacimiento al lenguaje, que permite expresar pensamientos y exteriorizar ideas y afectos. Al ser humano corresponde la divina virtud de haber sentido las exigencias de ese afán y haberlas traducido en la invención del lenguaje y haber llegado a comunicarse mediante el lenguaje oral y escrito, el lenguaje de los sueños, el de los gestos, el lenguaje de la música y del arte. En realidad, todo acto del ser humano es acto de comunicación. En ello se basa la nobleza del derecho de transmitir lo que se piensa y se siente, sin que artificiales límites se impongan sobre esta actividad que distingue y diferencia al ser humano.

Los horrores de la historia

Pero ese mismo ser humano movido quizás por “la pasión inútil de ser Dios” de la que nos habla el existencialista Sartre, ha sido también autor directo o impávido testigo de horrores y calamidades. Cuando ha puesto a dormir su razón ha producido monstruos, como anticipara Goya en sus inmortales grabados. No voy a recordar las cruentas guerras de la antigüedad, motivadas por deseos de conquista, ambiciones políticas o fanatismo religioso, ni los desastres que acompañaron generalmente, a procesos llamados de descubrimiento y colonización. Nuestra conciencia ética condena tales desafueros execrables que nos parecen propios de épocas superadas. Sin embargo, los Atilas de ayer están cercanos: son los Hitler, Stalin y Pol Pot que han ensombrecido al mundo. Todo poder ilimitado o que aspira a serlo tiene la esvástica bordada en la frente.

En 1995, en Turín, un seminario internacional sobre el derecho a la justicia concluyó que era una cruel ironía que, en las circunstancias entonces imperantes, la posibilidad de juzgar y condenar al autor de un crimen individual fueran mayores que las de juzgar a los autores de cientos o miles de muertes, cruel ironía que llevó a los jueces de la Corte Penal para Yugoslavia a decir que la inexistencia de un Tribunal Penal Permanente era  “truly the missing link of international law”, el eslabón perdido del derecho internacional. Basta meditar sobre los horrores cometidos en Camboya, Ruanda y Yugoslavia. Pero la conciencia universal venció los obstáculos: se suscribió el Tratado de Roma, el Tribunal Penal fue creado y se juzgó a los que concibieron y ordenaron la lucha racista o la criminal “limpieza étnica” en los corazones de África y Europa.

Pero aún queda sin respuesta el dilema ético que se pregunta hasta qué punto cabe, para salvar a muchos, condenar a pocos. Este dilema, con matices diferenciales en cuanto a importancia y gravedad, no tiene solamente un alcance académico: cuando se medita objetivamente, se lo verá en una gran proporción de los actos de la vida de cada persona.

Por lo tanto, es de rigor concluir que la identificación y proclamación de los derechos humanos no es suficiente. Permítanme citar las primeras líneas de una noticia publicada en 1992, presentándoles excusas anticipadas, por la dureza de lo que van a escuchar:

“En Sierra Leona, los guerrilleros cortan la mano derecha de los habitantes de una aldea antes de retirarse. Una niña, que está muy contenta porque ha aprendido a escribir, pide que le corten la izquierda para seguir haciéndolo. En respuesta, un guerrillero le amputa las dos. En Bosnia, unos soldados detienen a una muchacha con su hijo. Le llevan al centro de un salón. Le ordenan que se desnude. Puso al bebé en el suelo a su lado. Cuatro Chetniks la violaron. Ella miraba en silencio a su hijo que lloraba. Cuando terminó la violación, la joven preguntó si podía amamantar al bebé. Entonces, un chetnik decapitó al niño con un cuchillo y dio la cabeza ensangrentada a la madre. La pobre mujer gritó. La sacaron del edificio y no se la volvió a ver más”.

Mi propósito, al dar lectura a este párrafo, no ha sido estremecer hurgando en la tragedia sino resaltar hasta qué punto los poderes del mal pueden obnubilar y descarriar a los seres humanos. ¿Será pertinente traer a cuento, en este preciso momento, la sentencia de Terencio que decía “Soy  humano y nada de lo humano me es extraño?”.

15 The New York Times. 13 de diciembre de 1992.

En nuestros días, ahora, precisamente ahora, ¿No nos horroriza la barbarie de la guerra en el Medio Oriente, en los Balcanes, en Crimea, en Sudán y Kenia, como ayer nos movieron a ira y rebeldía las tragedias de Ruanda y Burundi, Camboya y Viet Nam?.

El Ejército Islámico que escandaliza con sus crueldades, las niñas secuestradas y vendidas por Boko Haram, los estudiantes universitarios diezmados en Kenia, los actos de terrorismo que ensangrientan al mundo, ¿no son execrables manifestaciones de los desvíos de que puede ser protagonista la naturaleza humana?

Lo que condenamos con la fuerza de nuestras convicciones, puede repetirse de nuevo. La historia aporta testimonios de tantas advertencias desatendidas cuando era necesario tomarlas en cuenta, convertidas en lamentaciones inútiles de un Boabdil después de la tragedia.

Vigorizar las instituciones     

Como las políticas de reconocimiento y respeto de los derechos humanos dependerán de las interpretaciones antojadizas del poder -así nos lo enseña la historia- la comunidad de naciones ha ido elaborando una serie de compromisos escritos, en desarrollo de la Declaración Universal, dando nacimiento a instituciones, procedimientos y métodos de protección, cuya finalidad no es otra que transformar en realidades jurídicas exigibles los derechos declarados.

El Pacto de Derechos Civiles y Políticos, el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, los tratados sobre la prevención de la discriminación, los derechos de la mujer, del niño, de los trabajadores migrantes, de los pueblos indígenas, los acuerdos contra el genocidio, la tortura, la esclavitud, las convenciones sobre el trabajo, los refugiados, los migrantes: son más de cien los tratados internacionales que crean el compromiso insoslayable de luchar en conjunto para promover y proteger los derechos humanos. Junto al sistema universal de protección de los derechos humanos, Africa, América y Europa han creado sus propios sistemas regionales.

Y sin embargo, nunca se hará lo suficiente.

Fray Luis de León, desarrollando el verso horaciano “Beatus ille”,  decía: “¡Que descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido/ y sigue la escondida/ senda por la que han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido!”.

La bienaventuranza contemplativa elogiada como sabiduría suprema por Horacio y Luis de León no tiene cabida en nuestros vertiginosos días. Al menos, en materia de defensa de los derechos humanos. Actualmente la conciencia colectiva exige que la meditación se abra al trabajo permanente y a la acción tenaz y firme. Eso es lo que hacen los “activistas de los derechos humanos” cuya labor ha sido denostada y reprimida por gobiernos que consideran que las instituciones de protección de los derechos humanos limitan sus poderes soberanos o interfieren en el manejo de asuntos internos del estado.

Martin Luther King luchó por los derechos civiles y fue asesinado en 1968. Las resonancias de su discurso “I have a dream” se escuchan todavía. ¿Quien podría negar que gracias a ese sueño la lucha por los derechos civiles logró imponerse en los Estados Unidos y que hoy, unidos en hermandad, no exenta de  fallas y defectos, las niñas y niños negros de los Estados Unidos comen juntos en la mesa de la hermandad con las niñas y niños blancos, como lo deseara el carismático líder?

El mundo necesitará siempre la inspiración de héroes como Martin Luther King, cuya palabra y cuya acción resultan indispensables para iluminar el camino que conduce al verdadero progreso espiritual y material del hombre y las sociedades. Pero el mundo necesita también identificar con claridad las intenciones de quienes, so pretexto de actualizar los derechos humanos, buscan someterlos a la reglamentación que conviene al ejercicio autoritario del poder.

Para terminar diré que, en materia de derechos humanos, todos nos encontramos frente a la disyuntiva evocada por Hamlet en su célebre sentencia: “To be or not to be” . Ser o no ser: he allí el reto, que solo admite una actitud digna: trabajar para que los sacrificios y la sangre con que el ser humano ha venido dando sustancia a su propia dignidad, no hayan sido  infructuosos.

Mil gracias.