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«Apodos e insultos en el Reino de Quito», discurso de ingreso, en calidad de miembro correspondiente de la Academia, de Carlos Freile Granizo

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Discurso de ingreso, en calidad de miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, de don Carlos Freile Granizo.

Saludos y agradecimientos

“Avara la tierra que no se embellece cuando has arrojado tus semillas”, advierte Antoine de Saint-Exupéry; en su huella comienzo este discurso con palabras de gratitud. Gracias a los generosos colegas y amigos que propusieron mi nombre para integrar esta Academia; gracias a quienes lo aceptaron; a la sabia directora que acogió con simpatía esta propuesta y por sus benevolentes conceptos. Gracias al amigo y conterráneo, Fabián Corral, por darme la bienvenida con tan cálidas y hondas palabras, emanadas de su sabiduría y su hombría de bien. Gracias a todos quienes me acompañan en el inicio de esta nueva navegación, ahora por los derroteros de la lengua, con la esperanza de sufrir menos ataques de piratas una vez se hayan hinchado las velas desde este nuevo puerto hacia “playas no descubiertas todavía”, cual dijera el poeta. Este agradecimiento pecaría gravemente de omisión si no mencionara con entereza mi gratitud a mi familia, en su doble vertiente. La paterna, lugar luminoso en donde me empapé del amor por la lengua y la lectura, de la devoción por la patria y por la fe. La familia formada con mi Lucía, apoyo incondicional, ella y los hijos, para cualquier acción, toda creatividad e interminable entrega. Gracias y que Dios les bendiga.

Explicación necesaria, ¿por qué Reino de Quito?

Tal vez alguien se pregunte por qué he tomado el nombre de Reino de Quito cuando los arqueólogos afirman desde hace un siglo que tal reino nunca existió y fue un simple fruto de la imaginación creativa del padre Juan de Velasco, para unos loco, para otros,  el primer novelista de este país. El problema radica en que para los quiteños del siglo XVIII este territorio, llamado hoy Ecuador, constituía un auténtico “Reino” en uno de los sentidos dado a esta palabra por el idioma español, por ello se decía Reino de la Nueva España o Nuevo Reino de Granada. Velasco, y esto no lo supieron percibir sus detractores sigloventinos, no había puesto los ojos en el legendario reino de los Shiris, sino en la percepción clarísima mantenida y madurada por los quiteños sobre su Patria y su ser nacional. Se sabían distintos a los españoles europeos, aunque aceptaban pertenecer al Imperio español. Se miraban diferentes a los neogranadinos y a los peruanos, no solo eso, sino sometidos más que por los chapetones por las autoridades criollas de ambos virreinatos. Al llamar a su Patria “Reino” y no Real Audiencia, Velasco le daba personalidad propia, no solamente administrativa. Hacía ver a todos las peculiaridades culturales y sociales de este ámbito americano del Imperio español. Y lo propio hicieron otros preclaros pensadores, quiteños o no, como Juan Romualdo Navarro, Miguel Jijón y León, José Pérez Calama, por citar algunos. Semánticamente no se iguala en dignidad y orgullo llamar al propio país “Audiencia” que “Reino”, porque Audiencia conlleva un significado de organización jurídica, de burocracia nombrada desde lejos, en cambio Reino llama a la vinculación entre sus habitantes, a su habla y sus tradiciones, a sus ideas y proyectos, nacidos en su seno y no proyectados desde la metrópoli. Por eso digo el Reino de Quito; también para romper esa tendencia ya centenaria de quitarnos nosotros mismos personalidad histórica para reducirla a denominación geográfica. Éramos, somos, algo más que un lugar en referencia a otros.

Apodos quitenses

Desde siempre,  el apodo ha sido vínculo de fraternidad pero también arma arrojadiza, señal de camaradería y dardo punzante. Se reviste de elegancia o de vulgaridad, de finura o de grosería. Puede derivar de realidades evidentes o de vinculaciones fortuitas. Elevarse a recurso literario o rebajarse a insulto de mercado. En la Antigüedad clásica tenemos los famosos epítetos homéricos, convertidos en apodos por el uso popular: el Astuto Ulises, el Veloz Aquiles. En la Edad Media nos topamos con identificaciones tomadas del cuerpo como “Berta, la del Gran Pie”, “Fernando el de la Cerda”, o simplemente “el Bueno”, “el Malo”, “el Sabio”, “el Santo”, “el Prudente”.

Ya en nuestros lares conocemos a personajes famosos como Toribio Castro y Grijuela, “el de la mano santa”, tronco de extensa familia guayaquileña; pero también desconocidos, como esa mujer de comercio en Jipijapa, de nombre Celedonia Guaranda, a quien llamaban “La Guitarra” ‘porque todos la tocaban’ (reza el documento judicial). A uno de los líderes indígenas en tiempos de la Independencia, el zapatero Eugenio Pazmiño, le decían “Capa Redonda”.

Abundaban los apodos en quichua, hoy día casi desaparecidos, sobre todo en los ambientes criollos y mestizos, como el Puca (el Colorado) Juan Ante y Valencia, sobrino segundo del prócer, Fulano Beltrán, el Sugsug (el Ladronzuelo), el Lluqui (el Zurdo) Juan José Chiriboga y Luna,  el Curco Palomares (el Jorobado), el Hualingo García (el Bamboleante, podríamos decir), aunque Octavio Cordero Palacios señala que “Huallingo” significa “conejo” en cañari, y el Hualin Hualin Llumicela, el “Tuto” Paredes (porque se parecía a un carrizo, a una caña estrecha y larga, a la totora), el Llucho Ramírez (extremadamente pobre), el “Chuspi” Manuel Grijalba, por tener los párpados semicerrados o ser un tanto hipocritón. En la región de Cuenca, allá por 1765, nos topamos con “la Challi Tomasa”, vale decir “la Pícara”; Manuel Rodas, “Pillco”, tal vez “Pájaro” u originario del anejo del mismo nombre, cerca de Sígsig, aunque si se pronuncia “Pishco” pasa a significar algo que no se estudia precisamente en la ciencia ornitológica, como señala Hernán Rodríguez Castelo en su “Léxico sexual ecuatoriano y latinoamericano”, por esta razón, dicho sea de paso, el término “pishcochaqui”, usado según Humberto Toscano en la Sierra norteña para indicar una forma de cavar una acequia, en el Azuay se llama “Galluchaqui”, así lo informa Luis Moscoso Vega; José Andrade, “Guaiquillo”, a lo mejor “Hermanito”, de Huauqui, hermano del varón con el diminutivo castellano; Francisco Andrade, “el yerno del Cochi” de significado patente. A una india de Píntag “la llamaban con el apodo de Raquie Pito, que querría decir Petrona la repartidora”, así como suena, según el documento. “Raquina” en quichua significa repartir,  no he logrado descifrar el enigma completo, tal vez el copista se equivocó. Un fraile dominico, Antonio Roldán, inició un proceso para saber si a él le llamaban “Papá Pucha”, no se llegó a nada pero entre las declaraciones consta esta estrofa de modesta inspiración popular: “Siquiera con el pajarito / que vuela de techo en techo, / avísame mi amorcito /¿dónde estás y que te has hecho?”

También se encontraban, al igual que hoy, sobrenombres alusivos al lugar de origen, como Ana Troncoso “la Morlaca”, o Sebastián Ruiz “el Tacungo”, o Fulano de Tal  “el Mochano” o Jerónimo de la Plaza, “el de Guamanga”.

 Como es de adivinar no eran raros aquellos sobrenombres provenientes de cualidades notorias como “el Sordo” José Jijón y Sola, sacerdote patriota en 1809,  el Dr. Xavier Gutiérrez (a) “el Mariquita”, reconocido tribuno en la misma época; “la Gata” Águeda Gálvez, por sus ojos verdes, azotada por coquetear con tres pretendientes a la vez, el azotador fue uno de ellos; el Zambo Montalvo, padre de Juan, que mantuvo varios juicios por este motivo, pues consideraba una afrenta el tal apelativo. Le llamaban igual a Jerónimo Ricaurte y Calisto, quien presumía de preclara nobleza. Al presbítero Jaime Nájera y Velasco le decían “el Loco”, por haber dado muestras continuas de merecer el apodo, por otra parte repetido a lo largo de nuestra historia. Es notorio, como lo muestra el habla de las gentes, que muchos apodos rondan cerca del vituperio con toda intencionalidad.

A nuestra heroína fusilada en Tumaco, Rosa Zárate, futura esposa de Nicolás de la Peña, le decían, cuando era su amante, Rosa la Canova, porque estaba casada con un señor Cánovas, llamado “el Canova” por la gente llana. A María Antonia Chiriboga y Villavicencio, hermana de María Micaela, la vilipendiada por Espejo en las Cartas Riobambenses, le llamaban “Ejército”; y a su hija, Juana Yépez, “Guerrilla”; se ve que eran mujeres de armas tomar. María Cevallos (a) “la Pulperita”, pagó 524 pesos por joyas, lo que indica que no le iba mal con la pulpería.

No resisto a la tentación de citar un apodo del siglo XX, por considerarlo una muestra de la agudeza popular. Contaba un amigo que en mi ciudad natal, Riobamba, en su barrio, el de Santa Rosa, vivían dos chicos gemelos, a los cuales les llamaban “los Gomoles”, porque eran “bien alrrevesados”.

El insulto en el siglo XVIII.

El apodo puede ser ligero o festivo, descriptivo o burlesco;  el insulto, no cabe otra posibilidad, siempre ofende, de lo contrario no cumple su función, lo recalco a pesar de la perogrullada,  para entender mejor los tipos de insultos de la época colonial. Porque cada tiempo, así como cada lugar, tiene su acervo de denuestos, los cuales nacen de las realidades, de los prejuicios, de la entraña cultural de un pueblo, para decirlo en pocas palabras.

Antes de entrar en tan viscosa materia conviene recordar algunos comentarios sobre la tendencia a la ofensa en nuestro Reino de Quito, sobre todo en su capital. En un sonado pleito entre el Deán de la Catedral, Fernando Félix Sánchez de Orellana, marqués de Solanda, y el marqués de Miraflores, Mariano Flores de Vergara, el presidente de la Audiencia les llamó la atención, pues “más han aspirado a lastimarse el honor que a la defensa de sus derechos, cuya práctica es muy común en esta ciudad…” Con lo cual se demuestra una vez más que no solo la plebe se pasaba el día en insultos y denuestos. El sabio obispo de Quito, José Pérez Calama, a quien también insultaron, como veremos, resumió su impresión de recién llegado con estas palabras: “a pobreza y a pleitos nadie gana al Reino de Quito, a mí me parece que el calor de la línea meridional enfurece los ánimos. No se puede explicar con palabras el furor de odio, detracción y calumnia que aquí domina…” Años más tarde, un personaje profundamente odiado por la mayoría de los quiteños, don Manuel Urriez, conde Ruiz de Castilla, informaba a alguna autoridad peninsular: “he llegado a conocer con el tiempo la mala fe de los habitantes de este país, el espíritu irreconciliable de venganza que reina entre ellos, y la facilidad, rencor y cavilosidad con que se explican por el más leve resentimiento que tengan del sujeto que no adhiere a sus ideas, intereses y modo de pensar…”

Debo también aclarar que solo me referiré a los insultos verbales, por razones evidentes, y no a los gestuales, también reseñados en pleitos y juicios de la época, entre ellos los conocidos como “malas señas”:  una muy ofensiva consistía en bajarse los pantalones en público y enseñar las nalgas desnudas al oponente, y no solo entre gente menuda de las goteras de las ciudades y villas,  sino entre las visibles, como se decían. Otras maneras de ofender estribaban, igual que hoy, en no saludar, no ceder el paso en la calle, sentarse en un puesto reservado a otra persona, saltarse a alguien en el saludo oficial de la paz en la misa, que el diácono daba llevando una tablilla con los nombres escritos en ella…

Como consecuencia de ese largo trajinar entre papeles antañones se me ha dado el recoger muchos insultos, sobre todo del siglo y del Quito de Eugenio Espejo. Dado el número de años dedicados a desentrañar las intimidades del pensamiento y del actuar del Precursor, comencemos con los insultos que sus enemigos le lanzaron desde cuando se volvió incómodo por sus críticas y sus análisis. Pero no reseñaré los insultos propinados por él en sus diversas obras, pues darían materia para dos discursos más.

Considero que el haberle enrostrado con el identificativo étnico de “indio” no respondía a la simple voluntad de situarlo dentro de ese estamento, sino a la intención de rebajarlo. Basta repasar la respuesta de don Sancho de Escobar y Mendoza a los desgarradores comentarios del sabio a su sermón en 1779: “Eugenio Espejo dice que mi sermón no vale para nada, pero Eugenio Espejo es indio, luego no tiene razón”. Se equivocan, creo yo, quienes ven en este ataque la prueba de que Espejo era indio; de hecho suelen olvidar o soslayar los otros insultos.

En el juicio que Manuela Espejo le incoó al presidente de la Audiencia Luis Muñoz de Guzmán por el asesinato de Eugenio, el abogado y sobrino de Muñoz, Jerónimo Pizana le quita a Eugenio su mayor orgullo: “como si su profesión o estudios ‘avilitasen’ para la Toga a un curandero infeliz y graduado de Doctor en Medicina por Ensalmo”, vale decir, doctorado como por arte de magia, el insigne quiteño no pasaría de ser un ignorante atrevido. En referencia a sus libros, se dio el siguiente parecer: “ocupándose dicho Eugenio asimismo en otros libelos vergonzantes que solo los confía a las personas de su mayor satisfacción y de igual voracidad de genio, sin que ninguno pueda escapar de los ladridos de un perro que ladra de vicio; y si alguno se juzga exento de tan maligno diente, se engaña, se engaña, se engaña”. Así conocemos el segundo tipo de insultos: el que se refiere a la falta de estudios o a su inutilidad. En otro juicio, el puesto por María Chiriboga y Villavicencio al Precursor, se le llama “lenón”, vale decir proxeneta, pues no solo había sonsacado una sirvienta de casa ajena para convertirla en su “amacia” o en mujer del partido, sino que había intentado violar a una niña de diez años. Se ejemplifica así el tercer tipo de insultos: el que rebaja la moral del oponente. Añado, para evitar malos entendidos, que la inmoralidad va unida al sexo casi siempre, pero también a la falta de honradez frente a la propiedad ajena, ya en los negocios, ya de otras maneras. Tengo la referencia, no confirmada, de que a Espejo alguien muy cercano lo tildó de ladrón.

Revisemos algunos casos que han dejado huellas en los documentos conservados en los archivos históricos pues no tenemos constancia de los insultos de las plazas, mercados o tabernas.

El insulto racial, muy cercano al apodo, como ya mencioné, tenía variantes casi infinitas, desde el vulgar “culo verde”, dicho sea con perdón, de las mindalas y gateras, al “cholo de maniobra y manejo” lanzado por don Francisco de Borja y Larraspuru a don Andrés Fernández Salvador, a quien no podía simplemente llamarle cholo, pues había nacido en España. La referencia a la mancha mongólica derivó después a “verdugo”, como es notorio. De este don Francisco de Borja afirmó el Cabildo Eclesiástico: “canta y recanta por calles y plazas su nobleza…, se ha tomado la libertad con que tiene horrorizado al público de no reservar especie la más denigrativa, viviendo como a caza de noticias y de hechos los más secretos, para difundirlos con impunidad, por cuya causa le teme el público, le huyen los prudentes y ninguno lo puede evitar”. En síntesis se trataba de un chismoso común de sangre azul. Tampoco resisto en este caso a contar el insulto que don Carlos Larrea Donoso, ya a fines del siglo XIX, lanzó a otro caballero: “Esa manchita que tienes no se te borra ni con jabón de Reuter”.  Volvamos a la colonia. Ramón Vásconez y Velasco llamó a su paisano el presbítero Luis de Mera, “mestizo pondolongo”. Este Mera es el interlocutor del Nuevo Luciano que representa a Espejo, como es sabido. La palabra “mestizo” funcionaba como insulto hecho y derecho, producía rechazo, como se constata en el documento que “Los de la Plebe” enviaron al Corregidor de Riobamba en 1764: “Ahora pues, qué razón habrá para que todo Caballero (que lo es, o quiera ser) en no siendo, o teniéndose por Gamonal (distintivo sólo de este Lugar) a cualquiera aunque sea de conocido nacimiento Español, y lo sepa ser mejor con sus honrados procederes, lo impropere  y desprecie con tanto abandono con ese nombre de Mestizo? Parece que los más Caballeros sean o no del número del Senado nos tienen a los de la Plebe en tal inferioridad, que les parece somos estropajos o escorias del Lugar y que no merecemos totalmente, no solo comunicarnos, rozarnos con ellos, sino ni aun ponernos en su presencia!” (Los subrayados en el original). Don Miguel Jijón y León le llamó “condenado morcillón”, vale decir del color obscuro de ciertos caballos, a un presbítero Vidaurreta que pretendía ser su hijo natural.

Del sacerdote Ignacio Batallas y Zambrano, el hacendado Fernando Tinajero dijo que era “Zambahigo por sus propios ejercicios” y “perro cholo”, y que “por la forma de la boca le llaman en estos pueblos comúnmente el trompón”. Sobre este canónigo escribió Espejo en el Nuevo Luciano: “¡Qué más Geografía que conglomerar ciento veintiséis décimas infames, infamantes, infamísimas, infamatorias allá en frente de la Iglesia de la Concepción, en los días de fiestas de toros  de la plaza matriz, entre un muy rubro y un albísimo, átomos  de la misma etérea luz contra el infeliz paupérculo Batallas!  ¿Qué más Geografía que ver recogida en lo adusto de su sátira la Nigricia, Cafresía, Guinea, África

, Asia y América?”

Nuestros antepasados españoles nos trajeron una visión del mundo, dentro de ella la clasificación de seres humanos en dos grandes grupos: los incluidos y los excluidos, entre estos estaban, como es sabido, los judíos. Por ello aquí también se usó esa forma para denigrar. En la imposibilidad de echar en cara el mestizaje a los Chiriboga, familia muy poderosa y entroncada, se les trató de judíos para ofenderlos, pues el primero de este apellido que llegó a Riobamba en 1649 era hijo de Juan de Chiriboga y Zorrilla, según sus enemigos quiteños por ese Zorrilla le vendría lo judío, pues por ese lado habría descendido de un judío toledano llamado Lope Jorge el Mozo, lo cual fue negado con expedientes que llegaron hasta Zaragoza y Toledo. Los enemigos hablan de “infectos” para referirse a los descendientes de conversos. Pero si creyéramos que todos aquellos insultados como judíos, realmente lo fueron, aceptaríamos la ascendencia hebrea de todos los españoles de entonces y de hoy, lo cual es un absurdo. Pero volviendo a la cosmovisión hispánica, recordemos los insultos lanzados por una chulapa y un castizo madrileño en la zarzuela “Alma de Dios” de inicios del siglo XX: “- Quede usted con Dios, cara de sartén. – ¡Adiós, chimenea por dentro!”.

Veamos una reducida lista de este tipo de insultos: “color moreno y azambado”, “color reprobado”, “perro cholo”, “su color es vaso nigticante que tira a atesado”; “hocico alzado”, “hocicón”, “boca de trompeta”.

El insulto por la ignorancia o la incapacidad mental también tenía sus variantes, desde el común “topo”, como llamaron a fray Nicolás Calixto. En adelante, este fraile es el mismo predicador de un sermón en cuaresma en el cual alabó tanto al presidente José García de León y Pizarro que el pueblo le cantó una copla: “El reverendo Calixto / un gran sermón predicó / mucho habló del mal ladrón/ y nada dijo de Cristo”.  Poco tiempo antes de la eliminación de la Universidad de San Fulgencio por acusaciones de falta de rigor en el otorgamiento de títulos, en la ciudad de Quito para decirle a algún pobre diablo “tonto” de manera elegante, se le lanzaba el remoquete de “Bachiller de San Fulgencio”; cuando el ofensor ansiaba llevar a la cumbre la estupidez única del enemigo le llamaba con rotundidad “Doctor de San Fulgencio”. Con el paso del tiempo se redujo al “Fulgencio” llegado hasta nuestros días.

Otros del mismo jaez: “sus letras son notorias, en lo gordo y tosco de ellas”, “amente”, “tronco”, “de mente tosca”, “tiene inteligencia, en verdad, pero no saber usar de ella”. Del prócer José Ascásubi dijo un realista anónimo: “gran matemático, aunque hay opiniones de que no sabe sumar pero posee algunos libros de Newton y se cree piadosamente que sabe la ciencia”.

También se insultaba por medio del arbitrio de sacar a luz las inmoralidades, casi siempre la acusación consistía en “andar entretenido” con alguna moza  o con mujer casada, o tener “amacia”;  a las mujeres se les lanzaba el “furor uterino”. En un pleito por libelos,  Tomás de Yepes y León acusó a su pariente Martín de Chiriboga y León de introducir mozuelas en su casa, a lo que don Martín respondió apelando a la sentencia de Jesús: “el que esté libre de pecado que lance la primera piedra”, dando de una pincelada su visión del ambiente moral del siglo XVIII.

Sería pretencioso concluir que solo se daban estos tipos de insultos, pues la imaginación humana para ofender siempre se abona más que para alabar, por ello señalo otro tipo de denuesto, muy común en esos años de prejuicios estamentales: el cambiar o burlarse del apellido; así a un pobre fraile Valenzuela, para no nombrarle párroco, también le llaman Valganzuela; a una mujer le nombran “Rosa, que dice llamarse Zambrano”. Del padre del canónigo Batallas, ya conocido por nosotros dicen que se llamaba Retamoso y por ser pendenciero, cuando se terciaba un pleito exclamaba a gritos, “Batalla sum, Batalla sum”, le habrían endilgado el sobrenombre que pasó a apellido. No es preciso recordar el caso de Espejo, a quien se le cambió malévolamente el apellido familiar (constatado documentalmente en el padre Luis y en el abuelo Juan, cajamarquinos) para llamarle Chushig. En ciertas ocasiones el vituperio venía de llamar al enemigo con su verdadero apellido, al cual habría renunciado por “pretender ser más”, por ejemplo a Baltazar Carriedo y Arce, su enemigo Pedro Ante y Valencia, hermano del Puca,  le llamó siempre “Mazorra”, apellido con el que llegó de España, no era pues insulto que significara “Más zorro que la zorra” como señala algún historiador, por otro lado,  insigne y digno de todo respeto. Sobre este nefasto funcionario corrupto,  don Juan León Mera escribió una narración injustamente olvidada.

El presidente Luis Muñoz de Guzmán, con su punta de anticlerical, ofendió al obispo Pérez Calama, cuando quiso realizar una procesión de rogativas penitenciales, al negarle el permiso por tratarse de “gazmoñerías y monadas”.

No podía faltar de ninguna manera el cervantino “hideputa” en todas sus variantes, por ejemplo cuando se trató de minimizar a don Ramón Yepes se dijo que “nació de comercio adulterino de su Madre, con un  hombre de mala y vil extracción….” pues había presentado la documentación necesaria para probar su hidalguía.

Antes de finalizar este punto, es de sobra conocida la rivalidad entre chapetones y criollos, fuente de infinitas diatribas y variadísimos insultos, como botón de muestra tenemos el cantar del tiempo de la Independencia transcrito por nuestro sabio y erudito maestro Hernán Rodríguez Castelo en su “Lírica de la revolución Quiteña”: “En la ciudad Olandesa / el ojo se llama cri / y esto es porque el lance así / aquella gente profesa. / Ollo llaman al del culo / y juntando cri con ollo/ es lo mismo decir criollo/ que decir ojo del culo”. Como señala nuestro autor “A esta soez octavilla (y tan erudita) los criollos insurgentes habían respondido con otra décima (no menos soez y erudita)” que ya no leo por no importunar. Solo cabe añadir que en Buenos Aires unos cuarenta años antes de 1809 un español ya había dado a conocer al marqués de Bajamar esa etimología de la palabra criollo, pero en descarnada prosa, con el fin de advertirle de la mala condición natural de los nacidos en América.

Reflexión final

¿Tiene sentido el traer a colación las formas de apodar o de insultar en determinada época y lugar? Considero que sí. Decían nuestros abuelos: “De la abundancia del corazón habla la boca”. Esas formas del habla expresan los valores de la sociedad, como también sus prejuicios y frustraciones. Basta recordar la afirmación de don Lázaro Carreter: “El lenguaje nos ayuda a capturar el mundo: cuanto menos lenguaje tenemos, menos mundo capturamos”. Me atrevo a derivar un poco las palabras de don Lázaro, pues considero que al conocer el lenguaje (el habla) de determinada sociedad, también del pasado, estamos en capacidad de capturar mejor sus circunstancias y peculiaridades, de penetrar en su mundo de valores, sus aprecios y sus desprecios. Antoine de Saint-Exupéry en El Principito reitera su opinión de que “las palabras son fuentes de malos entendidos”, es verdad por la natural polisemia del lenguaje, lo cual, dicho sea de paso, permite las infinitas variantes,  no solo del humor,  sino de la poesía. Ello no debe llevarnos a la total desconfianza en las palabras (si así actuáramos ustedes no se aburrirían con estas desgarbadas reflexiones). Los apodos y los insultos reseñados nos muestran una sociedad inmersa en los prejuicios, algunos de cuyos miembros se regodean en humillar a otros por características sobre las cuales ni unos ni otros ejercían dominio o control. En siendo la limpieza de sangre un valor dominante, el insulto más hiriente viene por ese lado, pues muy pocos han sido capaces de romper el molde; de tal manera que el color de la piel se vuelve ofensivo, reprobado, maculado y produce el rechazo de la persona en su totalidad.

Se podría decir que el insulto con el tema de la ignorancia o tontera de la víctima, significa el aprecio por la cultura que, sin lugar a dudas, se nota en el ámbito quitense en esos años, como se deja ver en la cantidad de libros atesorados, no solo en las comunidades religiosas y universidades, sino por personas particulares; sin embargo, también tiene su pizca de ideología estamental, pues en general los incipientes o intonsos se encontraban en los estratos más bajos de la sociedad, por lo cual era posible plantear una especie de silogismo: los nobles estudian y son sabios, quienes  no estudian no son nobles, luego los ignorantes son plebeyos, de baja extracción. Esta sospecha se refuerza por el prurito de burlarse de las mujeres con ansias de saber, tildadas de “Marisabidillas” y de “Bachilleras”, con evidente sentido peyorativo. Pero, como lo planteó el historiador peruano Aníbal Quijano,  el denuesto basado en la ignorancia del otro busca sobre todo quitarle el derecho a generar conocimiento, a crear sistemas de imágenes, de símbolos, de representaciones, sobre todo en cuanto puedan convertirse en elementos de crítica al modelo imperante. También la ignorancia era vista como justificación de la sumisión y de la desigualdad estamental.

El insulto radicado en la inmoralidad de la persona podría señalar la veneración por la virtud y las buenas costumbres: por lo menos de boca,  todos alababan la castidad y denostaban los vicios. De capitán a paje se escandalizaban en este ámbito de las costumbres, sin distinciones de estamento o de nivel social, antes al contrario, doliéndose más por los vicios de los representantes de la nobleza o de la autoridad, por ser los llamados a dar buen ejemplo. De allí las quejas de obispos y visitadores sobre las malas costumbres de la clase dirigente quiteña. En todo caso, antaño,  al igual que hogaño, muchos se portaban mal, pero sabían y reconocían ese mal, escapa a la lógica el equiparar esa visión negativa del vicio con el permisivismo amoral de otros tiempos.

José María Cabodevilla, escritor español de espiritualidad escribió un ameno libro, “Palabras son amores”, allí aclara con gracejo cómo las expresiones verbales transmiten sentimientos y sentidos, visiones y vivencias.  Allí también provoca un cambio al fundamento de la filosofía cartesiana y expresa “Hablo, luego existo”. No entro en sus reflexiones, sino que modifico una vez más el axioma, el cual se manifiesta así: “Insulto, luego existo”. De la casi innumerable retahíla de apodos ofensivos y de denuestos reunidos proveniente de los años coloniales,  nos nace la impresión de que nuestros antepasados a lo mejor habrían podido vivir sin fanesca, sin empanadas y hasta sin aire, pero no sin insultar a alguien. Todo quisque, para ser visible, debía insultar; para colocarse por encima de los otros,  debía coleccionar diatribas. En una expresión muy nuestra, los quiteños si no insultaban no eran ellos. Los juzgados desbordaban de juicios por este motivo. Pero eran otros tiempos, menos felices que los nuestros,  en los que campa por sus fueros el respeto más sincero de todos hacia todos.

La esencia del insulto arranca de la actitud del emisor, dentro de un contexto determinado, aquello que Jakobson llamó “la función expresiva”. El emisor quiere expresar desprecio, menoscabar, ejercer fuerza sobre la víctima, al hacerlo cumple el diagnóstico de Isaac Asimov: “la violencia es el último argumento de los incompetentes”, sin descartar la violencia verbal, pues dicen los psicólogos esconde mayor ofensa y produce profundas heridas; destruye la integridad personal, no solo la moral, aniquila su reputación, denigra la dignidad; con todo ello pretende expulsar a alguien del grupo de privilegio. Saber cómo se insulta e insultaba es, triste constatación, conocer el alma de un pueblo, sus componentes de enfermedad. Pero, así como las fichas de un hospital no reflejan a la sociedad en su plenitud, nuestros antepasados no solo insultaban, también sabían alabar, a veces en exceso. Lo dejo, pues el asunto se escapa de nuestro propósito.

El apodo, el insulto, no nacen tan solo de la creatividad personal, de la picardía de cada uno, sino del entorno social, de ese humus acumulado por años de influencias, de costumbres, de sentires. La idiosincrasia de un pueblo se conoce también por su manera de insultar y de apodar. Bien pude subtitular este discurso llamándolo “Apodos e insultos en el Reino de Quito, síntomas de una sociedad excluyente”. Estas palabras han pretendido ser una tímida pero suficiente confirmación lingüística al conocimiento ya adquirido de los prejuicios de la sociedad colonial.  Muchas veces se habla hoy de herencias coloniales, pero en pocas se percibe tanto ese fenómeno como en el prurito de insultar como si de ellos dependiese nuestra supervivencia. Por otro lado, en este asunto de las diatribas, la sabiduría popular nos pone en guardia: el que carece presume.

En una suerte de quiasmo latino termino estas palabras con otro pensamiento de Saint-Exupéry, mucho más conocido que el primero: “Solo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”. La ceguera intelectual, el inventario de aspectos accidentales de la persona han llevado desde siempre a los hombres de pequeñas estaturas morales a empeñarse en el insulto, en su errado convencimiento de que con ello se elevan sobre los insultados. Perdóneseme la moralina retórica, pero entre las bajezas humanas,  tal vez la mayor es la ceguera voluntaria del corazón, no del mero individuo,  sino de un conglomerado social, y dirigida a excluir al otro, no como persona, nótese bien, sino como miembro de un grupo considerado inferior, diferente y peligroso,  de acuerdo con el pensamiento políticamente correcto.  El lenguaje es el más noble instrumento de la especie humana, lástima grande que se lo haya envilecido para despersonalizar y excluir a pocos o a muchos, con olvido de lo esencial, de lo realmente importante: el ser invalorable de cada persona en su historicidad irrepetible, siempre, siempre, un ser fecundo y enriquecedor.

Muchas gracias.


Discurso de bienvenida pronunciado por el académico de número don Fabián Corral Burbano de Lara, en la incorporación a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, del doctor Carlos Freile Granizo, en calidad de miembro correspondiente

Quito, jueves 18 de junio de 2015, Auditorio de la Academia Ecuatoriana de la Lengua

CARLOS FREILE, EL CABALLERO QUE SE ATREVIÓ CON LA HISTORIA

Carlos Freile Granizo, colega de cátedra, coterráneo y buen amigo, hombre de antigua raigambre -a quien ahora debo presentar ante el respetable foro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua- es un intelectual que se atrevió con la historia, es decir, eligió el arduo camino de explorar el pasado y de traerlo íntegro al presente, lo que no es tarea fácil, porque  eso implica forcejear con los datos, los archivos y los legajos, entender a los personajes  e interpretar su circunstancia  y, lo fundamental, dibujar los rasgos esenciales de una época, asumir a través la cultura la perspectiva de un tiempo. Ello implica, de algún modo, domar lo que fue y, desde su hirsuta realidad, traer al pasado, comprensible y vivo, hasta nuestros días; implica bucear en el pretérito, intuir dónde está la verdad, encontrar el detalle y el signo, descubrir el secreto y capturarlo.  Y alumbrar así lo que al principio es pura confusión, prejuicio y pasión.

La del historiador, y la de Carlos, es  talento investigativo y talento suscitador. Esa labor implica, por cierto,  dotes éticas firmes, inexpugnables, necesarias para no ceder a las cargas ideológicas al momento de reconstruir el escenario del pasado. Para no decir lo que no sea simple y llana verdad.

La tarea del historiador es tarea de comprensión, y, como dije, de talento investigativo y, además, de imaginación, no para suplantar la historia, sino para dotarla de vida,  para inyectarle la vivacidad necesaria  a fin  de proyectarla en los tiempos que corren. Sin talento investigativo, y sin imaginación, la historia corre el riesgo de convertirse en un desierto poblado de infinitos datos inconexos,  de charreteras, batallas, de poderosos transitorios, banderas, revoluciones y proclamas. Pero nunca  será la lección que quisiéramos, la tradición  que explica, la radiografía que mapea nuestra circunstancia. Nunca será un esfuerzo de conocimiento.

Carlos Freile tiene, sin duda, talento investigativo, y tiene imaginación para revivir el pasado. Carlos es un historiador a carta cabal, y ahora será un académico de la lengua a carta cabal.

Historiador de la Colonia. Historiador de Espejo. Explorador del Medioevo y de la Iglesia, conferencista y algo de poeta. Esos y otros méritos suman distinciones a la biografía de Carlos Freile. Una biografía cargada de toda suerte de  datos respecto de su trabajo intelectual.

El flamante académico ha escrito libros, artículo y ensayos. Ha dictado conferencias  en el país y en el exterior, ha explorado archivos, ha prestigiado foros y academias. Y ha suscitado inquietudes y, a veces, pasiones.

Pero Carlos, además,  asumió otro desafío, y se atrevió, hace tiempo ya, con Antonie de Saint-Exupery. Incursionó, ni más ni menos, que en la interpretación filosófica y en la explicación de ese personaje esencial de la literatura, esencial por lo profundo, por su capacidad de evocación de la humanidad vista desde lo simple y lo bello. Digo que Carlos se atrevió a dictar su cátedra sobre el Pincipito e hizo de ella algo que es ciertamente  extraño entre la prisa que marca a los días que corren:  creó un espacio de reflexión universitaria, un rincón para hablar de filosofía desde un libro capital.

No conozco otra persona que, además de los afanes por la Historia,  tenga como tarea, y como entusiasmo, la exploración de los significados,  los mensajes a los que nos lleva el Pincipito. Lo interesante es que Carlos Freile se dedica a semejante tarea con pasión. Una  de las cátedras con éxito inusitado en la Universidad San Francisco es, precisamente,  el Principito en la versión de Carlos Freile.

Así, pues, nuestro flamante Académico Correspondiente se mueve en una interesante paradoja: el rigor de la investigación histórica que le ha permitido descubrir y redescubrir hechos y personajes, como Eugenio Espejo, por ejemplo; y, la permanente aproximación y explicación de ese libro fundamental de la imaginación y la palabra, que es la novela breve y profunda de El Principito. Fabulosa paradoja la de este académico, que constituye, a la vez, el contrapunto de esfuerzos intelectuales enriquecedores, que aluden a la vida, a lo que fue en tiempos viejos, y a la de  cada lector, a través del libro de Antonie de Saint-Exupery.

 Carlos Freile es Doctor en filosofía por la PUCE,  con estudios en Valparaíso, Chile, y en Alemania

 Es individuo de número de la Academia Nacional de Historia; individuo de número de la Academia de Historia Eclesiástica; miembro correspondiente de la Academia de Historia de España, y de las academias colombiana y paraguaya. Miembro de número del Centro Nacional de Estudios Genealógicos y Antropológicos. Miembro de número de la Sociedad Ecuatoriana de Ciencia y Tecnología.

Fue profesor de Historia y Filosofía de la Universidad Católica de Quito en las Facultades de Jurisprudencia, Teología y Ciencias Humanas. Actualmente es profesor de Filosofía, Historia y Cursos Socráticos en la Universidad San Francisco de Quito.

Ha recibido, entre otros,  el premio José Mejía Lequerica del Municipio de Quito, por el libro “Eugenio Espejo Precursor”; el premio a la excelencia académica de la Universidad San Francisco de Quito, la placa Benjamín Carrión de la Casa de la  Cultura Ecuatoriana e innumerables menciones y distinciones por sus libros, ensayos y conferencias.

Ha incursionado en la poesía; domina el ensayo; ha publicado exitosas biografías de Espejo y de Juan de Velasco. Conoce América colonial desde sus archivos, y conoce la vida universitaria desde la cátedra.

El eje temático más importante de su tarea intelectual es, sin duda, la personalidad, vida y obra de Eugenio de Santa Cruz y Espejo. Gracias a nuestro académico se rescató la figura de un precursor, periodista, rebelde y, si se quiere, libertario, cuya vigencia reclama ahora la circunstancia por la que atraviesa el país y la opinión pública, en tiempos en que la libertad se está mudando, peligrosamente, de valor social y signo de dignidad, en ejercicio temeroso de derechos o, lo que es peor, en abdicación de dignidad.

Resultaría extenso enumerar la  obra del Carlos Freile historiador, biógrafo, profesor, ensayista y conferenciante,  y su incansable tarea por decir la historia, por hacer de la palabra una herramienta para restablecer el valor del pasado, para decir aquello de que, sin asumir lo que fuimos, jamás podremos encarar con autenticidad lo que queremos ser.

Por mi parte, me congratulo de la feliz oportunidad que se me ha dado de  expresar la bienvenida a la Academia Ecuatoriana de la Lengua a don Carlos Freile Granizo, intelectual a carta cabal. Creo que expreso así el general sentir de la Academia.

Ahora, con el permiso de ustedes, distinguidos amigos y amigas, opto por callar. Y es preciso hacerlo para que Carlos nos cuente aquello de  los “Apodos e Insultos en el Reino de Quito”, que será, seguramente, una exploración certera, aleccionadora y divertida acerca  de la vocación que, desde antiguo, caracteriza a las gentes que viven por estos lares. Esa vocación que, alguna vez, estuvo hecha de agudeza,  ingenio, talento, y de aquello que el jesuita del extrañamiento Mario Cicala bautizó como la picardía o sal  de los quiteños, tiempo antes de que esa picardía se torne en osadía e improperio. Tiempo antes de que se pierda la compostura y de que el insulto se quede solo con sus connotaciones hirientes y ofensivas.

Gracias.

Fabián Corral B.

Quito, 18 de junio de 2015