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«De muy antiguos tesoros», por doña Susana Cordero de Espinosa

El pasado 25 de noviembre de 2020, la Academia Ecuatoriana de la Lengua presentó el conversatorio «Hacia el porqué de los diccionarios». Aquí la ponencia de nuestra directora:

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Así titulé este estudio sobre la historia de los diccionarios, publicado originalmente en la Revista Letras del Ecuador, de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, que hoy traigo resumido y relativamente actualizado.

Don Sebastián de Covarrubias inicia el suyo, el primero en la historia del español, hacia 1611:

Hay poca claridad sobre cuál fuese la lengua primera y pura que se habló en España. La que agora tenemos está mezclada de muchas, y el dar origen a todos sus vocablos será imposible. Yo haré lo que pudiere, siguiendo la orden que se ha tenido en las demás lenguas, y por conformarme con los que han hecho diccionarios copiosos llamándolos Tesoros, me atrevo a usar este término por título de mi obra.

Un Tesoro, porque Tesoro o Tesauro es, entre otros, y no sin razón, el nombre que es “dado por sus autores a ciertos diccionarios, catálogos o antologías”…, quizá porque se trata de libros en los que se halla ese conjunto de ‘objetos preciosos, escondidos, que se descubren en nuestra vida casi por azar’, las palabras. Si no es aleatorio el conjunto de voces que un autor recoge en un Tesoro o Tesauro lo es siempre el hecho de descubrirlo: más allá de cada término, su origen, su significado se nos revelan en feliz azar.

Lexicografía y lexicología

Una de las más simples definiciones de lexicografía, ‘disciplina cuyo objeto es la elaboración de diccionarios’, a fuerza de sencillez enuncia asuntos complejos, tanto por el conocimiento y la responsabilidad que tal elaboración exige, cuanto por la enorme diversidad de diccionarios, cada día más especializados, exigentes y excluyentes que pueden elaborarse en las distintas lenguas. Lexicología es ‘el capítulo de la lingüística general que estudia el vocabulario considerado en su historia, su significado, su funcionamiento; las relaciones que se establecen entre las distintas unidades léxicas’, etc. Conforme la lexicología dilata sus límites, la lexicografía exige elaboraciones de diccionarios distintos, escritos desde diversos puntos de vista. Entre el antiguo Diccionario de autoridades ycada una de las sucesivas ediciones del Diccionario de la RAE, hoy en la red, donde recibe más de ochenta millones de consultas mensuales, y el más sencillo y elemental para estudiantes de primaria —que, por ser tan pequeños, llamábamos diccionarios Liliput— se hallan los bilingües, etimológicos, ideológicos; de uso, de dudas; históricos; de sinónimos y antónimos, etc.

Haré breve reseña de los primeros logros de la lexicografía española, historia del resultado de preocupaciones de academias y estudiosos, y de su concreción en variados y distintos lexicones. También traeré la preocupación lexicográfica de estudiosos ecuatorianos y sus resultados distantes y actuales.

Ganapanes

Samuel Johnson, (1709-1784) padre de la lexicografía inglesa y autor de uno de los primeros, si no el primer diccionario inglés, afirmó, allá por 1750, con la flema e ironía típicas de su pueblo: “un lexicógrafo es un inofensivo ganapán que se ocupa en descubrir el origen de las palabras y en precisar su significado”. Y era la pura verdad: apenas a edad ya avanzada, logró contar con entradas que le permitieran vivir con mínima holgura.

La complejidad de un diccionario, siempre ilusamente ‘completo’, y la especialización que exige su elaboración multiplica el número de los inofensivos ganapanes que hoy trabajan en conjunto y a base de tantos cuantos lexicones quepan en su biblioteca o en la aparente infinitud de la Red.

Historia de nuestros diccionarios

El Tesoro de la Lengua Castellana o Española, compuesto por el Licenciado Sebastián de Covarrubias Orozco, es el primer diccionario monolingüe del español. Vio la luz en 1611, entre la publicación de la primera y segunda partes del Quijote, y 119 años después de la primera Gramática de la Lengua Castellana de Antonio de Nebrija. Este mismo don Antonio había compuesto un Diccionario latino español criticado negativamente por Juan de Valdés en su Diálogo de la Lengua, hacia 1535. Se adelantó en más de un siglo al de Autoridades, primer diccionario ‘oficial’ de la RAE.

Covarrubias investiga en cuanto puede la etimología de las palabras; corrobora sus presunciones o descubrimientos con citas de autores clásicos latinos y griegos, y con las de autores reconocidos en su tiempo; si algunas de sus etimologías fueron descabelladas, él fue el primer español que llevó a cabo solo el trabajo descomunal de reunir más de 7 000 palabras y locuciones y registrar en él, muy al estilo del Renacimiento, lo que su amplia formación humanística le inspira respecto a las palabras que anota en orden alfabético: costumbres, recuerdos, acontecimientos se deslizan entre palabra y palabra, a tenor de su interés lexicológico.

El Diccionario de Autoridades fue editado en seis volúmenes entre 1726 y 1739, para cumplir el propósito gracias al cual se fundó la Real Academia: “Hacer un diccionario copioso y exacto, en que se viese la grandeza y poder de la lengua”. Elaborado bajo el modelo de dos diccionarios monolingües que existían ya en Europa, el de la lengua italiana de la Academia de la Crusca en 1612 y el de la Academie Francaise, de 1694. El contenido de cada uno de sus artículos corresponde al mismo tipo de estructura interna: lemas, definiciones, citas de ‘autoridades’, ejemplos tomados de las obras de autores cuyo empleo del español era reputado de elegante y preciso, además de la notación etimológica. El acopio de textos citados bajo cada lema explica el prolongado lapso que llevó su redacción y publicación. Incluye refranes, proverbios, regionalismos y arcaísmos; voces de jerga y vocabulario científico y técnico. Prudente en cuanto a la adopción de términos nuevos, contrasta la actitud académica con la que, más de un siglo antes, tuvo Covarrubias, que introdujo sin pudor extremado, neologismos y extranjerismos en su Tesoro.

Vista la ingente tarea que supuso la creación y publicación del Diccionario de Autoridades en 1780, la Real Academia decidió publicar en un solo volumen y sin citas de autoridades, un Diccionario manual o común. A partir de entonces se cuentan las apariciones del diccionario académico, de cuyas sucesivas ediciones procede la mayor parte de lexicones modernos y contemporáneos publicados en nuestra lengua.

Entre los proyectos lexicográficos más interesantes que la RAE y la ASALE, se han planteado, se encuentra el Diccionario panhispánico de dudas primera obra trabajada en común entre todas las academias, mediante una comisión interacadémica de redacción, constituida el año 2000, por siete académicos representantes de las 21 academias y el representante de la Real Española, comisión en la que me cupo el honor de tomar parte, en representación del Área andina, Ecuador, Perú y Bolivia. El Diccionario de americanismos vino después, así como el enorme impulso, informática mediante, del trabajo ingente del Diccionario histórico de la lengua española, que aparecerá en no menos de 25 volúmenes de 1 500 páginas cada uno.

La primera edición del Diccionario ideológico de don Julio Casares apareció en 1942. Además de la ordenación alfabética de las palabras, hace en él una ordenación por conceptos o palabras afines, genial adelanto al estudio y aplicación de los campos semánticos, propuesto hacia 1934 en Alemania, y aplicado al español mucho después, en busca de un orden en el que primara la relación de términos por su significado.

Imposible olvidar el mejor Diccionario de uso del español, escrito durante años de trabajo por doña María Moliner. Y ¿cómo prescindir de títulos como el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico del filólogo catalán Joan Corominas y el académico J. A. Pascual, hasta hoy el diccionario de este género más completo del español, fuente de descubrimientos de nuestra historia léxica? Tampoco, el Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española, de Seco, ni su monumental Diccionario del español actual, aparecido en 1999, redactado en corto tiempo por un equipo de lexicógrafos: “Primer diccionario español que registra el léxico de una época basándose exclusivamente en documentación real y el segundo diccionario general español, después del Diccionario de autoridades, que se compila a partir de textos del uso común”.

Corono esta visión a vuelo de pájaro, en la que es tanto lo que he de dejar de lado, recordando una gran obra americana que, como la de Bello en su propio ámbito, significó inmenso aporte para el mejor dominio del español: El Diccionario de construcción y régimen del sabio colombiano Rufino J. Cuervo, quien en París, en la década de 1880, se entrega a su redacción; su primer volumen aparece en el 84; siete años más tarde, en 1891, aparecerá el segundo volumen, de mil páginas. En ese mismo año se resiente la salud del eminente polígrafo, y la inesperada muerte de su hermano mayor es un golpe que no superará. Muere en 1911, dejando gran acervo, aunque desordenado y de difícil interpretación, enorme trabajo lexicográfico que el afán del Instituto Caro y Cuervo, de Bogotá, concluirá ochenta años más tarde, debidamente actualizado, pero siguiendo en líneas generales esta genial intención de Cuervo: “Escribir un diccionario que, sin ser general, estudiase lo más exhaustivamente posible cada una de sus entradas, restringiendo estas a aquellas palabras que ofreciesen alguna particularidad desde el punto de vista de su comportamiento sintáctico”.

Seguirán multiplicándose y terminándose en lapsos breves en relación con el trabajo que significan, diccionarios de primer orden, gracias a los enormes avances técnicos que facilitan estas tareas, aunque sin lugar para referirme pormenorizadamente al aporte insustituible de la Red: su memoria, la velocidad de búsqueda e inmediata respuesta a infinitas preguntas léxicas; su capacidad de conservación y organización, amén de la corrección automática ortográfica e incluso sintáctica, facilitan, de modo hasta hace muy pocos años inimaginable, el trabajo lexicográfico.

La lexicología y la lexicografía en el Ecuador

No existe un estudio pormenorizado ni sistemático del trabajo lexicográfico y lexicológico ecuatoriano. Tarea realizada, normalmente, por autodidactos, tiene desde la Colonia y especialmente en el siglo XX, lúcidos y afanosos representantes que, además de su trabajo idiomático, han dejado en el Ecuador, entre circunstancias aciagas de la patria, la impronta de existencias de trabajo y entrega de lo mejor de sí a los valores humanos.

En 1862, Pedro Fermín Cevallos, más tarde primer director de la Academia Ecuatoriana, publica el Breve catálogo de errores en orden a la lengua, con voluntad de corregir y limpiar nuestra habla “de voces extrañas, impuras o desustanciadas de su verdadero significado que se han introducido en nuestra patria”, según el académico Julio Tobar Donoso.

En 1874, se funda la Academia Ecuatoriana de la Lengua, ámbito que favorece estudios lexicográficos y de corrección lingüística. Tobar se refiere al estudio titulado Voces Provinciales del Ecuador, de Pablo Herrera, como también a las Breves observaciones sobre ciertas palabras usadas en el lenguaje militar, del general Francisco Salazar. Cita al doctor Carlos R. Tobar, a quien debemos Consultas al Diccionario de la lengua “digno gemelo de la obra del admirado bogotano Cuervo, por el noble sentido de la inspiración, la elegancia del lenguaje y la lógica de las amplificaciones correspondientes a cada voz”.

Respecto de la elaboración de diccionarios, vocabularios, glosarios, nomenclatura y catálogos existen hitos que expresan la preocupación por procurar que entre los ecuatorianos hispano y quichuahablantes exista comunicación: Luis Cordero Crespo, expresidente del Ecuador, que publicó en 1892 su Diccionario quichua, expresa:

Insistimos en manifestar que nuestro designo no ha sido otro que el de inventariar sin demora lo poco que nos va quedando del idioma copioso y varonil hablado ampliamente en otro tiempo, y medianamente en el día de hoy, por la distinguida raza que produjo a Huayna-Cápag, a Atuahuallpa, a Quisquis a Collahuaso y cooperó con su sangre a darnos Espejos y Mejías.

Y termina su introducción al Diccionario quichua:

Estamos plenamente convencidos de que nuestra obra servirá para el gran número de indígenas que en todas las provincias de la sierra ecuatoriana tienden a subir un escalón siquiera en la jerarquía social, con la progresiva adquisición de los rudimentos literarios; y que en algo contribuirá, finalmente, a facilitar el trato social con los hermanos indígenas habitantes de la preciosa región oriental del Napo, que hablan el quichua acaso más puro y correcto de los de las comarcas andinas…

Entre otros trabajos realizados al respecto, se encuentra El quechua y el cañari, de Octavio Cordero Palacios,estudio de investigación lexicológica de enorme significado en el primer cuarto del siglo XX, cuando las disciplinas lingüísticas apenas tenían cabida entre nosotros. Don Carlos Joaquín Córdova, autor del mayor y más ajustado diccionario de ecuatorianismos compilado hasta hoy, titulado El habla del Ecuador, (1995), manifiesta:

Entre nuestros lexicógrafos son infaltables los nombres de Carlos R. Tobar, Luis Cordero, Honorato Vázquez, Octavio y Alfonso Cordero Palacios, Gustavo Lemos, Justino Cornejo.

Honorato Vázquez no vio completa en vida la publicación de su Reparos sobre nuestro lenguaje usual, que apareció en 1934, no libre de errores. Por esos mismos años vio la luz la segunda edición de Riqueza de la lengua castellana y provincialismos ecuatorianos, del Chantre de la Catedral de Quito, Alejandro Mateus:

El contenido de la obra corregida y notablemente enriquecida, son muchas palabras que no conocemos, o que usamos en un sentido extraño del que tiene: frases y expresiones, con ejemplos escogidos de las obras de Cervantes, Santa Teresa, Fray Luis de León, san Juan de la Cruz y otros escritores que son muy útiles de saber, entre las que no pocas hemos adulterado; multitud de palabras sinónimas, homónimas y homófonas, sobremodo útiles para escritores y oradores, palabras y expresiones ecuatorianas en incontable número; unas de propia cosecha y otras, adulteraciones de la lengua, que de España nos trajeron: de entre estas, poquísimas recomiendo, no pocas repruebo y, sobre las demás, como es razón, nada expreso en pro ni en contra.

En 1956, muere el ilustre cuencano Alfonso Cordero Palacios, hermano del citado polígrafo Octavio. En 1957 la C. de la Cultura núcleo del Azuay, publica la primera edición de su Léxico de vulgarismos azuayos, en cuyo prólogo, el autor había anotado:

Los azuayos, a medida que nos pulimos, vamos olvidando absolutamente, sin siquiera confiar a un pobre catálogo impreso, muchas dicciones, modos de expresión, etc., que pudieron servir, si no para incremento y lustre de la lengua española, a lo menos para perpetua memoria de que vivieron en las regiones del Azuay dos apreciabilísimos idiomas: el ya muerto cañari, armónico, lleno y vigoroso, si hemos de regirnos por las pocas voces, toponímicas las más, que de él nos quedan, y el agonizante, expresivo, flexible y dulcísimo quechua, más afortunado que el anterior…

Durante el siglo XX se vivió en el Ecuador una eclosión de trabajos lexicográficos y gramaticales de todo orden. Entre 1938 y 1976, aparecen Fuera del diccionario, Comentarios a “Arcaísmos españoles usados en América”, Diccionario del hampa guayaquileña, Apostillas a un diccionario, El quichua en el castellano del Ecuador y Bagatelas lexicográficas, de Justino Cornejo. En 1953, recibe el Premio de Investigación del Colegio Mayor “Nuestra Señora de Guadalupe”, de Madrid, el extraordinario estudio, aún no superado, El español en el Ecuador, de Humberto Toscano, sabio ecuatoriano cuya temprana desaparición no será suficientemente sentida. Obra decisiva para el conocimiento del español ecuatoriano contiene, en una última parte, vigoroso material lexicográfico. Los trabajos de divulgación y corrección idiomática del mismo maestro Toscano, publicados en El Comercio fueron otro hito como contribución al mayor dominio lexicológico de los lectores ecuatorianos. A ellos siguieron los notables y versátiles aportes cotidianos de los académicos Miguel Sánchez Astudillo, Hernán Rodríguez Castelo, Gustavo Alfredo Jácome, Luis Mocoso Vega y los de doña Piedad Larrea Borja, así como las columnas tituladas “Lenguaje para todos” y “Un espacio para la palabra”, que aparecieron durante más de veinte años, primero en el diario HOY y luego en El Universo, respectivamente, de Susana Cordero.

En 1975 se publicó en Cuenca un Diccionario de arcaísmos del académico Luis Moscoso Vega. 1979 nos ofrece la publicación del Léxico sexual ecuatoriano y latinoamericano, de Hernán Rodríguez Castelo, realizada en Quito, por ediciones Libri Mundi. En 1984, aparece Castellano y lexicografía médica ecuatoriana, de Piedad Larrea Borja, la primera académica ecuatoriana. En 1990, Oswaldo Encalada publica Modismos cuencanos, compilación de locuciones y giros empleados en el español común, con énfasis en el habla azuaya. En 1991 se publica Un millar de anglicismos, de Córdova. En 1992, el Diccionario de ecuatorianismos en la literatura, de María de Lubensky. Pedro Córdova hace un erudito aporte sobre el español ecuatoriano con su obra El habla del Azuay, aparecida en 1995. En 1997, Tamara Estupiñán publica el Diccionario básico del comercio colonial quiteño. En 2002, la Universidad del Azuay publica en Cuenca Diccionario de la toponimia ecuatoriana, del académico Oswaldo Encalada. No puedo dejar de nombrar el amplio Diccionario del español ecuatoriano, de Fernando Miño. Desde hace seis años y hoy desde una comisión académica de lexicografía, nos empeñamos en la redacción del Diccionario académico del habla del Ecuador, que anhelamos publicar hasta 2024, cuando la Academia cumpla ciento cincuenta años de vida. Pondremos todo de nuestra parte para que así sea. Sería el primer diccionario netamente académico de nuestra habla, en nuestro centésimo quincuagésimo aniversario de existencia.

* Este texto incluye citas que están en el libro Defensa del idioma castellano, de Alfredo Mora (Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Azuay, 2000).

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