No sabía que hubiera muerto. Como ayer ‘saltó’ a mis ojos un artículo suyo, asumí que era reciente, que lo había escrito hacía poco. Solía leerlo en ‘El País’, y el tema de este trabajo coincidía con lo que me propuse escribir para hoy —que no es ‘hoy’—: suelo escribir con uno o dos días de anticipación respecto de la fecha de publicación, y el tema, la forma me rondan desde días antes. Este rondar, a veces, es un tormento: (¿no denunciar abusos, intereses económicos, injusticias; no insistir en estas tristezas, acobardarnos al atisbar la inutilidad de nuestro esfuerzo, lleno de dolor e impotencia?). Ante un ambiente judicial, una Asamblea, una municipalidad que no merecen un ápice de confianza; ante una alcaldía hundida, ¿acabarán sus autorizaciones con lo poco de Quito que nos queda? Ante jueces horribles, sentencias vergonzosas, dinero de por medio; ¿qué esperar?
Me obstino en ver lo mejor, aunque hoy se impondría hablar de tantas cuestiones que hieren a Quito. Queriendo evitarlo, procuré averiguar sobre el escritor al que me refiero y sobre el tema del que trataba su artículo, y acudí a la red. Supe apenada que M. A. Bastenier había muerto; que yo misma leía un trabajo de alguien que ya no estaba, cuyas preocupaciones legítimas, cuyos sueños de gran periodista seguían iluminándonos en su ausencia. Bastenier tituló su artículo ‘El Poder Blando’: trataba de esa ‘capacidad de influencia de un país o una cultura, más allá de su potencia demográfica, económica o militar’, y reviví el sueño de Benjamín Carrión; si perdimos tanto en territorio, volvamos nuestra vista a lo que es posible conquistar: que el Ecuador sea para el mundo una potencia cultural y artística. Y ese tipo de poder, (es decir este, el de Carrión aunque Bastenier lo ignorara), ‘lo tiene la comunidad hispánica de naciones, que encuentra en su lengua un formidable instrumento de acción internacional, del que no se ha sacado todo su provecho’.
Dejé mi artículo empezado y salí para para hacer algunas gestiones; debo a una amiga la alegría de su conversación llena de humor, fluida, buena. Cálida y afectuosa como siempre, pero más que siempre, mostraba una alegría venida de lejos, ¿qué de bueno tenía que contarme ella, alegre siempre, aunque no siempre con razones suficientes para estarlo? Me mostró su teléfono y lo vi en youtube: ¡Neisi Dajomes obtuvo el oro!, ¡Dios mío, pensé: Jefferson antes, hoy Caparaz y Neisi!, ¿con qué palabras contar el orgullo, el agradecimiento que sentí en ese instante? A ellos, a esos tres muchachos de clase media baja, lo que en el Ecuador quiere decir que pasaron pobreza, hambre, dificultades, penas sin cuenta, y que pudieron superarlo todo hasta llegar adonde llegaron, les debemos tres oros: ¡nuestros tres oros los ganaron ellos! Y Neisi, discreta, fina, mujer al fin, sabe, además, que los trapos sucios, si los hay, se lavan en casa… ¡Muchas gracias! ¡Cuánto aprendimos con ustedes!, ¡cuánto!: lo que sí, y lo que no. Es decir, todo.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.