Hay un momento en la vida en que una se detiene y se cura de la fiebre consumista. Mira a su alrededor y admite que tiene demasiadas cosas: que el baño está lleno de cosméticos, que el armario rebosa de ropa, que los documentos han tomado todas las gavetas. Cada persona apoya su vida sobre objetos cargados de significado pero que, pese a su enorme valor sentimental, se quedarán a la deriva cuando hayamos partido. ¿Qué será de mis discos de vinil, me pregunto, guardados y testimoniados como maravillas, aunque no los escucho nunca?
Me da por pensar en esta actitud de propiedad en fechas cuando se abren las cajas que contienen el árbol de Navidad y las piezas del nacimiento, algunos con antigüedad venerable, propia de las herencias familiares. Todo depende del estilo. Los gastadores, que renuevan la parafernalia navideña, a menudo; los respetuosos, que veneran los signos del pasado. Pero mucho se centra en poseer, en el sentimiento de pertenencia que alimentan las cosas.
Las propiedades son preferidas según el sexo: célebres varones han coleccionado automóviles —yo admiraba el montón de carros de Elvis Presley—; Imelda Marcos, esposa y activista en pro de su marido dictador, se hizo famosa por su incontable listado de zapatos. Las joyas se han poseído como adorno, pero también por su valor de tesoros portables, bien lo supieron los nazis cuando descosían los hilvanes de los judíos para encontrar diamantes. Admitamos que tener muchas cosas o las más valiosas está en un punto alto de la escala de la felicidad y del sentido del triunfo. Por otra parte, la enseñanza de la caridad —valor cristiano por excelencia— florece en abundantes corazones. Jamás olvidaré a mi profesor de Teología que me dijo que ser caritativo era mejor que ser justo, porque lo primero implicaba el perdón mientras lo segundo, el castigo. Los modernos prefieren hablar de solidaridad. Lo cierto es que guiados por tan nobles principios, los seres humanos donan bienes, dinero, iniciativas organizadoras y lo más importante, regalan su tiempo en acciones de colaboración y voluntariado. Esas son las dos caras de nuestra relación con las cosas: poseer y donar. Cada uno sabe qué es capaz de entregar a los demás: de lo que le sirve o de lo que le sobra.
La información tecnológica y científica de nuestros días le ha quitado la inocencia al desconocimiento: hoy sabemos la dolorosa y larga trama que se desenvuelve en torno de comer y beber (sacrificios en los reinos vegetal y animal), de vestirse (utilización del agua, de la flora y de los minerales), de construir e imprimir. ¿Acaso un poco de sobriedad en nuestros consumos no permitirá descansar a la agotada Naturaleza? ¿No será que algo de desprendimiento ponga a rotar los objetos dentro de una economía circular que no deseche inconscientemente, que no remplace cosas y ropas porque están “demasiado vistas”?
Por allí vi a una orientadora aconsejando a sus oyentes no fijar la dicha en las personas porque ellas se pueden ir en cualquier momento. Se refería a ausencias definitivas. Hace seis semanas escribí que la escritora española Almudena Grandes había contado su cáncer en una columna, el sábado 27 de noviembre, murió, dejando pobre a la literatura de su país. De esos desprendimientos también se trata, para poder aceptar la irremediable muerte.
Este artículo apareció en el diario El Universo.