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«Diario de la soledad intempestiva» [fragmento] (Enrique Noboa Arízaga)

En mi mano, amándote y sintiéndote, / como la fruta que a la mano llega; / como esta luz profunda que me ciega, / cuando mi corazón vibra teniéndote. / Este mi sueño en el que voy hundiéndote, / con el sueño propicio de tu entrega...

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El mediodía

Las 12 m.

En mi mano, amándote y sintiéndote,
como la fruta que a la mano llega;
como esta luz profunda que me ciega,
cuando mi corazón vibra teniéndote.

Este mi sueño en el que voy hundiéndote,
con el sueño propicio de tu entrega;
este querer que a tu querer se llega,
y de tanto querer, muere queriéndote.

Anhelo de anhelar: Tú, mi armonía,
mi alegre conocer de tu alegría
en la mano que siente tu ternura.

Mi corazón en paz. Tú, mi palabra,
que cerca de tu oído es tu palabra:
¡mi pura luz en lámpara tan pura!…

La 1 p. m.

Guardé memoria de este fuego que arde
en la orilla abismal de tus ojeras,
cuando sienta la hora en que me mueras
adentro el corazón. Memoria guarde

del conmovido espejo en que me miras,
del nocturno camino en que me esperas,
de los vientos dorados de las eras,
donde, al caer la tarde, me suspiras.

Transparentes de amor, en mi cabeza,
reflejarán su amor y mi tristeza
las puras manos que me amaron tanto;

memoria de la brisa en tu vestido,
de tu nombre en la cárcel de mi oído,
cuando, en la noche, me refresque el llanto.

Las 2 p. m.

Melancólicamente, como el día
en que, juntos, guardamos el anhelo
de mirar en la lámpara del cielo
el reflejo final de tu alegría.

Entonces fuiste solamente mía,
en la blancura fiel de tu pañuelo
que dejaste en mis manos, como un velo,
lleno de fe, de amor, de poesía…

Entonces mía, junto al mar que canta.
Sobre la tierna arena conmovida,
dejaste la frescura de tu planta;

y sobre el corazón que has dolorido,
la huella de tu mano, tan querida,
y este enorme dolor que te he sufrido.

Las 3 p. m.

Junto a tu corazón que me ilumina
en este obscuro caminar errante,
viajero de un ensueño delirante
en tu mundo de paz que se adivina.

Viajero en luz y en música divina,
en esta lengua mía, ardida amante,
te entrego mi palabra suplicante,
enclavada en la voz, como una espina.

Quiero la vida que en tu ser se vive,
el ámbito de paz que circunscribe
la frontera radiante de tu cuerpo;

el río que en su canto te saluda
y, al desbordarse sobre ti, desnuda
la catarata ardiente de tu cuerpo.

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