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«Dios y la palabra», por doña Susana Cordero de Espinosa

Antiguos y sabios pueblos creen en el mágico influjo de la lengua. Estas ideas se plasmaron en mitos, que atribuyen desde antiguo origen divino a la palabra, aunque ninguna religión...

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Antiguos y sabios pueblos creen en el mágico influjo de la lengua. Estas ideas se plasmaron en mitos, que atribuyen desde antiguo origen divino a la palabra, aunque ninguna religión, ninguna creencia como el cristianismo identificó tan poderosamente la palabra con Dios. Juan escribió, al iniciar su evangelio: “En el principio era el Verbo, y el verbo era con Dios, y el verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por él; y sin él no fue hecho nada de lo que es hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz resplandece en las tinieblas, mas las tinieblas no la comprendieron”. Nunca se escribió nada más bello ni más alto sobre la palabra; su verdad, posible para muchos, y su belleza, esa ‘cualidad’ indefinible sobre la que Rilke escribió: “La belleza es el grado de lo terrible que los seres humanos podemos soportar”, ¡osadía, hermosura y pavor: asimilar a Dios con la palabra?

Solo humildemente podemos llegar a esto tan grande, tan hondo. Los pueblos que creyeron que la palabra procedía de la divinidad, asumían que con unos pocos términos se conjuraban los malos espíritus. Nuestros campesinos, que rezaban devotamente el Ángelus al caer de la tarde, llamaron al atardecer, ‘oración’. En su íntima comprensión, el ocaso no era ‘la hora de la oración’ sino, él mismo, oración: la magia de los colores del campo encendido por la luz del poniente viajero, entre el dorado amarillo y el rojo de oro era la plegaria que rezaba la naturaleza. Así, no decían, “salgo al atardecer y guardo el ganado”, sino ‘salgo a la oración’… ¡Qué hermoso!

Es difícil negar que haya algo de magia en la palabra buena; nuestros empeños para que la gente lea, escriba y trabaje con la palabra, lejos de los obsesivos acercamientos a la superficialidad de twitters y adláteres, son deseos de ayudar a todos a ser mejores seres humanos, a vivir vidas plenas, a reconocer en el ápice del verbo, el infinito mundo de la otredad. Deseos que, realizados, dotan a la vida de singular encantamiento.

Gracias a la inmensidad de cada término que empleamos y a la abrumadora existencia de idiomas distintos, en el afán de recogerlos, definirlos y preservarlos, nacen los diccionarios. Las palabras buscan decirlo todo, solo se encuentran juntas en ellos y sostienen el mundo de la comunicación que, en español abarca la población de 23 países, los 20 americanos, incluidos los Estados Unidos, donde más de 50 millones de personas hablan español, además de España, Filipinas y Guinea Ecuatorial. El español es lengua materna de más de 580 millones de hablantes; existen también grupos de hablantes judíos del antiguo y bello sefardí.

Hasta hace poco, el diccionario de don Antonio de Nebrija se consideraba el primero del español. Una investigadora encontró, en la biblioteca de la Universidad de Princeton, dos hojas del más antiguo vocabulario castellano registrado por un humanista del siglo XV, Alfonso de Palencia, en 1490.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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