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Discurso de bienvenida a la Academia a don Eduardo Mora-Anda, por don Hernán Rodríguez Castelo

Compartimos con ustedes el discurso que don Hernán Rodríguez Castelo pronunció en la incorporación, en calidad de miembro correspondiente, de don Eduardo Mora Anda, el 28 de octubre de 2010.

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Compartimos con ustedes el discurso que don Hernán Rodríguez Castelo pronunció en la incorporación, en calidad de miembro correspondiente, de don Eduardo Mora Anda, el 28 de octubre de 2010.

Poeta y ensayista en la Academia

Invité a dos nietos pequeños a este solemne acto académico con la promesa de contarles un cuento de hadas. Bueno, al menos de ogro y hechiceros. Pues bien…

Érase una vez un pueblo y un rey. Su majestad tenía a su servicio a un hechicero. O dos. O uno con dos cabezas… que dominaba la magia negra de hacer que las cosas malas pareciesen buenas. Y con esas artes, que se llamaban propaganda, Avarido, que así se llamaba el hechicero, o los dos, o el uno con dos cabezas, tenía engañados a casi todos los de ese reino.

Y sucedió que un día su majestad, en un arrebato de cólera, convirtió a todos los embajadores del reino en momias cocteleras…

Pero, como mis nietos no llegaron, quédese el resto del cuento para otro día.

El caso aquí y ahora es que estas puertas solemnes y tardas de la Academia Ecuatoriana de la Lengua están abriéndose para momias cocteleras.

Y, por más que haya hecho el hechicero del reino, la que hace no mucho franqueó este noble dintel, y la que ahora lo hace, son embajadores ilustres, que honran a este pueblo del que salieron y al que sirven.

Hace poco el flamante académico embajador Francisco Proaño Arandi dio a América y al mundo alta muestra de que el servicio exterior ecuatoriano era responsable, conocedor de la ley, altivo y libre de miedo a su majestad y sus áulicos y hechiceros. Y lo ha vuelto a hacer hace muy poco: por más que los hechiceros hayan tratado de convertir una algarada en golpe de Estado, el embajador Proaño ha reprochado a un insulso funcionario de la OEA haber sucumbido sin resistencia a esa transmutación mágica de motín en golpe.

Y esta tarde damos la bienvenida a esta centenaria corporación al embajador Eduardo Mora-Anda.

Eduardo Mora es un brillante diplomático. Lo vi con claridad muy tempranamente.

Había muerto Benjamín Carrión y yo le había escrito un libro: Benjamín Carrión, el hombre y el escritor, y pensé que era buena idea presentarlo en Lima, donde su intelectualidad tanto lo había estimado.

Eduardo Mora, que era secretario de la embajada, captó la idea con su inteligencia alerta y ese fondo de lojanidad que le venía de su padre, ese gran lojano, autor de Humo en la eras y poeta y prosista, que fue Eduardo Mora Moreno. (Del que diría en sus Salmos del mar “Mi padre, árbol señero / dominando el valle tierno”). Y en la residencia del joven secretario se hizo la presentación.

Esa noche estaba allí la creme de la creme de la aristocracia (o peluconería) intelectual de la culta ciudad. Conversaba yo con el gran historiador Estuardo Núñez y con el mayor filosofo contemporáneo del Perú, mi querido amigo Paco Miró Quesada, los tres como todos muy formales de terno y corbata, como correspondía a tan pelucona reunión. De pronto Núñez se vuelve a un personaje más bajito, que avanzaba por entre el abigarrado concurso, con raro atuendo de terno de etiqueta y corbata de lazo, y le dice: “Mozo, tráigame otro güisqui”. Y Eduardo Mora, que se movía por un lado y por otro cuidando de todo (que en eso consiste el arte coctelero), le dice a don Estuardo: “Es el señor embajador”. Y el embajador, que era (y es) un gran diplomático, se sonríe y explica: “Estoy vestido así porque de aquí debo ir a una cena en la embajada del Japón”.

Hay algo especialmente notable en la diminuta historia: los intelectuales limeños conocían a Eduardo Mora; al menos no todos, al embajador.

A la vuelta de los años me llega desde el Brasil, donde Eduardo Mora es actualmente embajador, un librito que confirma su condición de embajador que cree en la cultura y honra con acciones ese convencimiento.

Una entrega de la “Biblioteca do cidadao”, en su “Série História dos Paises”. La Pequena história da República do Equador. Desde la imagen física de esta pequeña patria, pasando por su historia antigua, colonial y republicana hasta el apartado “Populismo instável: o tempo desperdiçado”. Por lo que veremos luego, Mora era el escritor ideal para una síntesis así. Y, si es suyo el portugués, se mueve con expedición en la lengua a la que dotó de ricas armonías Camoes y enriqueció increíblemente el autor de esa obra cumbre de la novela hispanoamericana que es Gran sertón veredas. Todas nuestras embajadas deberían tener obras así para responder a curiosidades e inquietudes.

Llega, pues, a la Academia un gran embajador. Pero no se le abren las puertas por embajador. Hasta me atrevería a decir que a pesar de ser embajador. ¿Y esto por qué? Porque los embajadores, al igual que los militares, son trashumantes por oficio. Y la Academia necesita tener miembros presentes para sus deliberaciones y tareas. ¡Cómo lo admiré cuando asistí a sesiones de la Real Academia Española! En esa sesión como en todas, casi todos sus miembros es decir, los mayores lingüistas y escritores de España—, puntuales y animosos para la tarea de limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua de Cervantes y Quevedo, Góngora y Calderón.

Eduardo Mora-Anda no es acogido en la Academia Ecuatorinaa de la Lengua por embajador, sino por escritor y por su manejo pulcro de la escritura española en verso y prosa.

¿Debería decir por poeta?

Llevo cerca de medio siglo haciendo crítica de libros de lírica y cada vez me siento más inseguro ante uno de ellos y ante un nuevo poema. Y la raíz y substancia de mi inseguridad pueden resumirse en esta pregunta: ¿Qué es poesía?

Pienso que en el texto lírico se cumple a plenitud aquello que acuñó en decisivo sintagma Clive Bell en 1914, en su libro Art: arte literario es “signifiant form”. Sí: “forma significante” es buena definición de la condición esencial de la obra de arte literario. Pero, en lírica, ¿qué forma? Y ¿qué relación entre forma y significante? Y, sobre todo, ¿cuándo esa relación es poesía?

Y, ¿qué es poesía?

Decía ese barroco genial, autor de unas de las novelas realmente grandes de América en el siglo XX, Paradiso: “El más poderoso recurso que el hombre tiene ha ido perdiendo significación profunda de conocimiento, de magia, para convertirse en una grosería de lo inmediato” (En Oppiano Licario, p. 194).Y la tarea del escritor debía ser “ennoblecer de nuevo la poesía”.

Pero, ¿qué es poesía?

Heidegger buscó “el ser esencial de la poesía”. Lo hizo en seguimiento de Hölderlin. El joven romántico alemán había dicho que al hombre se le había dado “el poder superior de mandar y llevar a cabo lo semejante a los dioses, y para eso se le ha dado el más peligroso de los bienes, el lenguaje, para que creando, destruyendo y sucumbiendo y regresando a la Maestra y Madre que vive eternamente, atestigüe lo que es: haber heredado, haber aprendido de ella, lo más divino suyo, el amor que todo lo sustenta” (IV, 246). Y en la frase conclusiva del poema “Recuerdo” había proclamado: “Pero lo que permanece lo fundan los poetas”. Y el filósofo ve allí la clave y comenta: “Con esta frase se ilumina nuestra pregunta… poesía es fundación por la palabra y en la palabra” (61).”Poesía es auténtica fundación del ser”.

Entonces, resulta de una audacia pretenciosa saludar en un ser humano al poeta, y más en el caso de escritores que apenas han iniciado el riesgoso camino y no se han internado aún por esas tempestades luminosas que a Hölderlin acabaron por sumirlo en las obscuridades de la locura.

Eduardo Mora es pensador —filósofo es otra palabra que yo casi nunca me atrevo a usar— y cuando emprende la alta y riesgosa tarea lírica ha atisbado los lejanos horizontes y profundos abismos que se abrirán ante sus pasos a menudo vacilantes.

Me lo imagino así de lúcido —la lucidez será uno de los rasgos de esta personalidad y su escritura— cuando se pone en camino con Palabras personales, en una primera madurez de sus 41 años.

Sus versos fueron ejercicios de musicalidad y de versificación variada y fácil y, a sus tiempos, de recuperación de palabras y construcciones sacadas de viejos cofres de la lengua: “Los vientos rállanme el alma” (31).En los contenidos sentíase una irresistible tendencia a lo religioso:

Los cipreses oran. Reina claridad.
Por las mil agujas del pinar, benditas
las almas se escapan a la eternidad

(“Paisaje”, 17)

Religiosidad que con facilidad daba en exaltación, tanto que habría quienes hablarían de “mística”: otra palabra que miro con profundo recelo.

Pero había también sensualidad humana: la bailarina que enseñaba las piernas, los amores terrenales, sus preferencias a veces harto cotidianas, emociones que hasta lo llevaban a forzar la armonía rítmica y diluir los poderes de fórmula poética, y casi dar en esa inmediatez que reprochaba Lezama Lima.

Madura nuestro autor y a los ocho años de la primera aventura salta a la escena lírica ecuatoriana empuñando el haz de sus Salmos del mar. Y, honorable, presenta de entrada, en la primera estrofa del primer poema, su condición al asumir la empresa y su poética:

Filósofo empecinado y emperador sereno
de unas cuantas hectáreas de verdor y de sueños,
vengo con mis afectos y mis místicos versos
a oficiar la alta misa del silencio y el fuego

(“Invocación”, 13)

¡Cuánto había que leer allí! Filósofo y emperador, pero solo de “unas cuantas hectáreas de verdor y de sueños”, y en cuanto a lo que entrega, versos; no poesía. En cuanto a eso de místicos, ya alguien había dicho del joven lirida: “tiene un sitio singular en la poesía mística hispanoamericana”, y parece que él lo había tomado en serio. Seguramente uno y otro sabían qué era mística y qué una poesía mística.

En esta misma aula me cupo oficiar de padrino en el bautizo del libro. Y pienso que cuanto dije entonces sigue vivo y válido. Algo, como es natural, muy poco, he de repetir ahora, cuando se abren estas puertas académicas y esos Salmos fueron una de las llaves maestras para abrirlas.

“Estos Salmos, de religiosidad nutrida de naturaleza, se anuncian por una “Invocación”, que, al modo de las antífonas eclesiales, da tono y espíritu a los cantos que seguirán. Son dos cuartetas de alejandrinos con la debida cesura al medio y rima muy libremente asonantada, a lo cual deben su clima calmo y solemne y ritmo casi letánico”.

“Ese aliento se alza pronto a clímax de exaltación. El salmo 5 canta el advenimiento del día, símbolo de claridad y claror que eleva el alma. Luz y sol, la transparencia. La “Parusía”… Pero esta es una parusía laica, cósmica. En la línea de la epifanía científica de Theilard de Chardin. Y del alto y hondo canto de Jorge Carrera Andrade en Las armas de la luz (“me entrego al sitiador esplendoroso… En idioma de luz que me penetra”). Y de Juan Ramón Jiménez en los intensos y abisales versos de Animal de fondo (donde apareció en la lírica contemporánea en español esa “transparencia” que pide nuestro poeta al final del salmo 5. “Dame, Señor, al fin la transparencia” pidió el joven lírico ecuatoriano; “la transparencia, Dios, la transparencia” tituló Juan Ramón el primer poema de su Animal de fondo“).

Era difícil —anoté entonces— seguir con notas tan altas; en tan cegadora luminosidad, añadiría ahora. Persistir en el profetismo poético puede ser riesgoso. Pero se buscó profundizar en el mensaje. Y se dio un giro hacia lo erótico. Y más tarde a graves perplejidades existenciales. Pero no fue laborioso proceso de búsquedas intelectuales —para eso nuestro autor escribiría en prosa— sino saltos al vacío. Y en suma, “al término de ese caminar de funámbulo por la cuerda floja de sus iluminados sentidos, junto a tanto mensaje que el lenguaje funcional es impotente para decir y queda reservado a los poderes de la fórmula poética, más acá de cuanto ha sido iluminación intransferible, nos queda una lección tan simple como decisiva: se nos ha animado a la búsqueda de sabidurías para vivir una existencia auténtica, por encima de muros, tonterías, farsas, turbiedades”.

Y en esta búsqueda se había empeñado ya Eduardo Mora en el primero sus dos libros mayores de prosa: Viaje esencial —que es de 1993, anterior en seis años a los Salmos del mar—.

La de ese “viaje” es una forma actual de prosa sapiencial. Contra cerrazón, fanatismos, prejuicios. Aunque peligrosamente presidida por el absoluto, que sería otra manera, absoluta, de fanatismo.

Estas búsquedas y proyectos de vida deben ser universales, por caminos de realidad y naturaleza. Como Henry David Thoreau, el autor de Walden, de quien Mora toma impulso para emprender su viaje esencial y casi diría lo que es, a la vez, punto de partida y de llegada: “La mejor vida es la más sencilla”. Thoreau admira nuestro autor “es realmente libre”.

¡Cuántas hondas lecciones de vida auténtica en esta larga meditación de Eduardo Mora! Una prosa de fácil curso, intelectualmente intensa y animada de subterránea pasión, es el medio para internarse desde esas propuestas de una vida auténtica hacia sombríos recovecos de lo humano, en muchos de los cuales ya resulta arduo seguirlo. Como cuando anuncia “el origen del mal en el mundo es un misterio muy grande”, pero cree resolverlo con el “misterio de Dios”, lo cual, por donde se lo mire, es lo que los dramaturgos griegos llamaban un “Deus ex machina”. Y como esa vida auténtica ha de vivirse en sociedades, extiende búsquedas, que se tornan para el caso discusiones y rechazos, a soluciones para nuestras sociedades instaladas en poco menos que insalvables desigualdades y acechadas siempre por la miseria. “La esperanza y deseo de que no exista miseria ni explotación del ser humano sobre la Tierra, está inscrita en un rincón privilegiado de los espíritus”. Y entonces tiene que encontrarse con Marx, que también lo sintió, y creyó haber hallado la fórmula mágica para hacer realidad esa esperanza.

En fin, ¡Cuánto hay para leer y meditar y discutir en estas páginas!

Debo confesar al autor que una sola vez me exalté hasta la protesta. Cuando puso entre las desviaciones o aberraciones de lo humano esta: “Nacimos para madrugar y nos volvemos noctámbulos”… Los que nacieron para madrugar son los obreros y los burócratas. Para el sabio y creador ocio —y Eduardo Mora, como diplomático, sabe de ocios así— nada como la noche. La noche silente, la noche misteriosa, la noche fecunda.

A casi una década, a la vuelta de la esquina entre siglos, en 2001, vino el siguiente libro del prosista: Los valores y los siglos, subtitulado “Una revisión de la historia de la humanidad”.

Un libro muy diferente del anterior, como que salía del territorio de lo esencial —aunque, como apuntamos, se veía forzado a internarse por las realidades sociales en que esas esencias de lo humano debían encarnarse— al de la historia, donde nada es esencial, como no sea la condena irrevocable a discurrir, a ese panta rei, todo fluye, todo corre, que vio, hace ya tantos siglos, el pensador griego.

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