pie-749-blanco

Discurso de don Juan Valdano en la incorporación en calidad de miembro correspondiente de don Jorge Dávila Vázquez

Desde nuestros archivos rescatamos el discurso de bienvenida que don Juan Valdano pronunció el 21 de noviembre de 2012 en la ceremonia de incorporación de don Jorge Dávila Vázquez en calidad de miembro correspondiente.

Artículos recientes

Desde nuestros archivos rescatamos el discurso de bienvenida que don Juan Valdano pronunció el 21 de noviembre de 2012 en la ceremonia de incorporación de don Jorge Dávila Vázquez en calidad de miembro correspondiente.

Discurso de bienvenida al doctor Jorge Dávila Vázquez, como Miembro Correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua

Por Juan Valdano Morejón 

Señores:

La Academia Ecuatoriana de la Lengua, reunida en sesión pública y solemne, recibe en esta tarde a don Jorge Dávila Vázquez como su Miembro Correspondiente. Cuencano de nacimiento, vio la luz primera en 1947; siguió estudios secundarios y universitarios en la ciudad natal, se doctoró en Filología, realizó estudios de especialización en literatura y en arte dramático tanto en el Ecuador como en Francia. Jorge Dávila ha sido docente en la Universidad de Cuenca y en la Universidad del Azuay en las especialidades de Lengua y Literatura. Escritor prolífico, su carrera literaria se inició en 1975 con la publicación de un pequeño libro de poesía titulado Nueva canción de Eurídice y Orfeo. Al año siguiente ganó el Premio “Aurelio Espinosa Pólit” con la novela María Joaquina en la vida y en la muerte, obra que fue presentada al concurso literario que cada año convoca la Pontificia Universidad Católica de Quito, evento en el que fui parte del jurado que discernió el galardón a la obra mencionada. Cuatro años después, en 1980, Dávila Vázquez obtiene, por segunda vez, el Premio “Aurelio Espinosa Pólit” por su libro de cuentos titulado Este mundo es el camino. Circunstancia encomiable para el autor quien, desde entonces, se manifestaba como un campeón de las letras.

Dávila Vázquez tiene a su haber una prolífica obra literaria, pues su extensa bibliografía copa prácticamente todos los géneros, desde la poesía lírica, la novela, el cuento, la novela corta, el micro cuento, el teatro, la crítica literaria, el ensayo, la literatura infantil, la crónica periodística en fin. He aquí algunos títulos de sus libros: El círculo vicioso (1977), Los tiempos del olvido (1979) Relatos imperfectos (1980), Cuentos de cualquier día (1983), Las criaturas de la noche (1983), De rumores y sombras (1991), El dominio escondido (1992), Cuentos breves y fantásticos (1994), Acerca de los ángeles (1995), Arte de la brevedad (2001) Historias para volar (2001), Libro de los sueños (2001), El parque mágico (2004), La noche maravillosa (2006). Todos estos títulos se refieren a su obra narrativa solamente. En el género del ensayo se destaca su libro titulado César Dávila Andrade, combate poético y suicidio (1998). Y aquí no he mencionado todo, pues si a esto añadimos los libros que Dávila Vázquez ha publicado en los géneros de poesía y teatro estamos frente a un acervo bibliográfico respetable en el que la calidad de lo escrito no desmerece a la cantidad de lo publicado.

Felipe Aguilar, escritor cuencano y docente universitario, ha comentado con agudeza y gracejo, esta rara capacidad y aptitud de Jorge Dávila para estar puntualmente presente y participando en diversos compromisos intelectuales y literarios a la vez, ya como profesor en varias universidades y colegios de Cuenca, burócrata del Banco Central (cargo que lo ejerció hasta hace poco), periodista de opinión en diarios de Quito y Cuenca, conferencista en mesas redondas, jurado en distintos certámenes literarios y fiestas del arte y, a más de ello, publicar, año tras año, novelas, cuentos, mini relatos, antologías, obras de teatro, ensayo y poesía, en fin. Si de Lope de Vega sus contemporáneos lo tildaban de “monstruo de la naturaleza” en alusión a su enorme fecundidad literaria, de Jorge Dávila, guardando las debidas proporciones, acaso podríamos decir que nos encontramos ante un raro prodigio en nuestra vida literaria. En efecto, Felipe Aguilar, en el prólogo de Moderato contable. Muestra del relato cuencano del siglo XXI, libro que acaba de publicar el núcleo azuayo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, dice: “Jorge Dávila es una figura clave de la cultura cuencana. Multifacético -editorialista cultural, narrador, dramaturgo, ensayista, actor de cine y teatro, director dramático, catedrático universitario, gestor cultural, tutor y consejero de escritores jóvenes, poeta lírico, mitógrafo, crítico de cine y de arte -solamente no ha podido triunfar como comentarista deportivo o como émulo de Michael Schumacher. Además, no hay ninguna duda, tiene el don de la ubicuidad, está en muchas partes y en la mayoría de ellas es indispensable. Esa peripecia, esa envidiable capacidad para enterarse de todo y procesar sus conocimientos, esa devota inclinación por el arte, perfilan a una de las más altas cifras de la literatura ecuatoriana contemporánea que ha mantenido un decoroso nivel en todos los géneros en los que ha incursionado, aunque fundamentalmente sea un narrador y, en forma más específica, un maestro de la mini ficción” (Felipe Aguilar. Moderato contable. Muestra del relato cuencano del siglo XXI. Casa de la Cultura, Núcleo del Azuay. Cuenca. 2012. p. 29).

En 1977, días antes de que saliera de la imprenta la primera edición de la novela María Joaquina en la vida y en la muerte, celebré el triunfo de su autor, muy joven por entonces, mediante una nota crítica que se publicó en la revista del núcleo azuayo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, El guacamayo y la serpiente. Sin que la rotulemos de novela histórica (categoría literaria que sirvió más bien para comprender cierto subgénero de novela decimonónica y las nuevas manifestaciones que, a partir de Carpentier, han empezado a darse en la literatura hispanoamericana), María Joaquina es, sin embargo, una novela que elabora su mundo narrativo a partir de un tema histórico ecuatoriano. La historia es, en este caso, un punto de partida para recrear una situación novelesca. El lector pronto identifica a los personajes principales: José Antonio de Santis y su “amada sobrina” María Joaquina con Ignacio de Veintemilla y Marietta, también su sobrina. Hay muchos detalles de la realidad histórica que concuerdan con la novela: la represión contra el clero, la oposición liberal y conservadora, la construcción de un teatro de ópera (Veintemilla edificó el Teatro Nacional Sucre), el envenenamiento del arzobispo de Quito, monseñor Checa que, en la novela, es Tandayama y Checa, la revolución popular que termina con la dictadura y que valerosamente es defendida hasta el final por la sobrina del gobernante. Sobre este último detalle histórico, Gabriel Cevallos García en su Historia del Ecuador anota: “la única inquebrantable era la sobrina del dictador, Marietta de Veintemilla, de meses atrás alma y pensamiento del régimen, Pero sola, al ser abandonada por los principales jefes superiores, y confiando solamente en la fidelidad de las tropas” (Historia del Ecuador. Ed. Don Bosco, Cuenca, 1967).

María Joaquina en la vida y en la muerte fue escrita bajo la influencia del realismo mágico, tan en boga en esos años, se inscribe en la temática del dictador criollo, burdo, cruel y apasionado con todas las desmesuras e hipérboles garcíamarquinas. Acerca de esta novela, Alicia Ortega ha anotado: “Si ambientada en la historia real se la narra bajo una estética propia del realismo mágico muy en boga durante la década de los setenta… Regresa a la figura del dictador que se reitera en otras novelas latinoamericanas con esta temática, esto es un personaje que muestra los rasgos de la brutalidad y la barbarie y el delirio. ( … ) La estructura del texto es fragmentaria y dislocada; los planos temporales se superponen permanentemente; el lenguaje experimental incorpora paréntesis, cursivas, fragmentos de cartas, extractos de periódicos y crónicas. Son muchas las voces y perspectivas desde donde la narración es enunciada. De manera particular sobresalen las voces anónimas que narran diferentes versiones de la historia vivida; un “comadreo bisbiseante” que reproduce habladurías, rumores y maledicencias que construyen el mito y la leyenda del poder, desde códigos provenientes de la cultura popular. De allí la recurrencia del “dicen” que va construyendo la narración como una oralidad expansiva y un relato colectivo, en una versión no oficial y carnavalizante de la historia (no es gratuito la recurrencia de disfraces, mascaradas, fiestas y banquetes) que representa el poder como una farsa. La tiranía, las extravagancias y excesos del poder se ven socavados por efecto de una serie de elementos que desnudan la soledad, los miedos y los insomnios del poder” (Alicia Ortega, “La novela del período” en Historia de las literaturas del Ecuador. 1960-2000. Tomo 7. Universidad Andina Simón Bolívar, Corporación Editora Nacional. Quito, 2011. P. 129).

Si bien es verdad que los hispanoamericanos no somos los inventores de esa forma del Mal que son las tiranías y las dictaduras, sin embargo, la torturada historia de este Continente, a partir del siglo XIX, muestra que nuestros pueblos han debido sufrirlas cíclicamente como esas pestes apocalípticas que llegan y se quedan para desdicha de la humanidad. Parece que fue Julio César quien primero modeló el arquetipo del dictador vitalicio, patrón que muchos han imitado y siguen imitando imbuidos de la idea de que son ellos y nadie más que ellos, los indispensables, los sabios conductores de sus pueblos. La figura del tirano emerge cuando una sociedad está a punto de naufragar en la anarquía y el caos. Para conjurar el peligro surge la necesidad de un caudillo que sea capaz de restablecer el orden y el respeto a la ley. Tal fue el caso de García Moreno, mas no el de Ignacio de Veintemilla quien asaltó el poder de la República cual ladrón nocturno. Hay caudillos que una vez trepados al poder, se engolosinan en él, inventan formas de eternizarse en el mando. Ostentado aureola de redentores se erigen en destino de los ciudadanos, convierten en norma su arbitraria voluntad, constriñen la libertad individual. En vez de prosperar la armonía, se agrava la discordia. Recordando la fábula de Samaniego me atrevo a decir que el tirano es ese rey que las ranas pedían a Júpiter les enviase. Tanto clamaron que el dios les envió lo que ellas merecían: una sierpe que acalló el charco devorándolas.

Nada bueno suelen dejarnos los tiranos a no ser la leyenda que tras ellos pervive siempre. Sombría leyenda la suya, conseja que se queda flotando en el tiempo, en tanto que su vera efigie se pierde en el pasado; fantasía que pasa a formar parte de la fábula que acerca del poder tiene el pueblo y que se convertirá luego, en cantera inagotable de la que los escritores extraerán personajes y situaciones que pasarán a formar parte de novelas y relatos.

No deja de ser paradójico el hecho de que Juan Montalvo, luego de meterse en las intimidades (reales o imaginarias) de la vida de Veintemilla, el tirano a quien denigra en su libelo, haya salido decepcionado, pues nada noble ni humanamente grande ha encontrado en él. “Yo bien quisiera –decía- hallarme en la situación de componer julianas contra Julio César, napoleónicas contra Napoleón, mas ¿qué he de hacer si esta pazpuerca llamada suerte, este ignorante hijo de la piedra llamado destino, me toman de la nada y me depositan en esa cueva de murciélagos donde el sol brilla pero no fecunda? Ya llegará el día, señores míos de me (sic) ánima, que dando al diablo esta guerrica en que me hallo con sabandijas grandes, me abra el océano y me vaya a repuntarme con el príncipe de Bismarck y el Matador de la Sublime Puerta”. (Catilinaria VI) Montalvo fue consciente de que estaba bordeando lo ridículo, pues si él se consideraba un gigante debería enfrentarse con un personaje digno de su talla; frente a un tiranuelo como Veintemilla no se justificaba que levantase una montaña de injurias y rencores para aplastar a un gusano. De estas mismas decepciones habló alguna vez el guatemalteco Augusto Monterroso: “Todo el mundo –dijo- desea un dictador auténtico, un Julio César, un Napoleón, un padre que valga la pena. Pero a nosotros siempre tienen que salirnos estos pobres diablos hechos a imagen y semejanza nuestra” (Augusto Monterroso. La palabra mágica. Ediciones Era. México, 1983).

Sin embargo, la narrativa de largo aliento, ese maratón del género épico como es la novela, no es el fuerte de Dávila Vázquez. Por lo que muestra su extensa bibliografía publicada, es en el género del cuento, del relato corto y de esa forma narrativa que hoy está en boga, el mini cuento que Dávila Vázquez encuentra su campo propio, la pista en la que se explaya y corre a gusto. En otras palabras, y persistiendo en el símil atlético, nuestro escritor es ágil y veloz corredor en las pistas cortas de los cien y doscientos metros planos, no un atleta de maratones. Lo que equivale a decir: si no es un Jefferson Pérez de la narrativa, se acerca más al veloz Usain Bolt, el célebre jamaicano y campeón olímpico, por la cortedad, tensión y rapidez con las que despacha la anécdota implícita en sus cuentos.

La cuentística de Jorge Dávila Vázquez puede verse como un acervo narrativo homogéneo en el que se trasunta un mismo ambiente social y humano, propio de una ciudad pequeña y enclaustrada, con sus personajes que viven un tiempo circular, que reviven unas mismas obsesiones a través de ese eterno comadreo, el interminable cotilleo de comadres en el que se teje y desteje la leyenda, la fábula, la hablilla, el chisme anónimo que corre de boca en boca y que entra por una puerta y sale por otra, que vuela de un convento a otro, de una plaza a otra, hablillas que envuelven vidas, chismes que encubren o desvisten a los personajes.

Felipe Aguilar escritor cuencano e inteligente observador de su medio (y a quien ya he citado), mira a sus coterráneos en paños menores y hace acotaciones acerca de cierta innata capacidad fabuladora de la sociedad morlaca. Dice: “En la cotidianidad de la vida cuencana, el término cuentista está cargado de resonancias negativas. El cuentista es el que se dedica al cotilleo fácil, el que con cierta dosis de venenosa imaginación difama honras, juzga conductas y se solaza exhibiendo secretos vergonzantes que permanecerían ocultos bajo la alfombra. En esta actividad, cada grupo social tiene sus exponentes, sus alharaquientos, sus lenguas viperinas. Es más, por aquello de que siempre hay mucha tela por cortar, se ha patentado un término muy cuencano, el verbo tijeretear, para denominar a este cuasi deporte, en el que hombres y mujeres compiten para ver quienes mienten con más saña, quiénes exageran con más habilidad, quienes se van con menos pudor por los vericuetos de la calumnia y la maledicencia. Una manifestación menos ingrata de esta narrativa oral es el contador de chistes más o menos triviales que matizan, con risas y festejos, algunos opacos momentos de nuestro cada día. ( … ) En definitiva, aunque avergüenza decirlo, la narrativa oral se identifica con el chismorreo vulgar, a pesar de que existan algunos esfuerzos aislados para rescatar y fijar mediante la escritura, el inagotable tesoro de mitos, leyendas y tradiciones orales de nuestro pueblo…” (En Moderato contable, p. 19).

La obra cuentística de Jorge Dávila Vázquez navega entre dos aguas: la del realismo, por una parte, y la de la fábula, por otra; pues si uno de sus méritos constituye el haber llegado a ofrecer un retrato en tercera dimensión de la vida secreta de una sociedad provinciana con sus personajes, su habla, sus traumas, anhelos e ilusiones; por otra parte, es un hábil fabulador de esa realidad, ya que esos personajes trascienden lo privado y lindan con lo simbólico y lo mítico. Leer sus cuentos, al menos los publicados en las décadas del 70 y 80, es escuchar ese “bisbiseo rumoreante” de comadres que cuentan -interminables anécdotas de sus propias vidas, pero sobre todo, la revelación de las intimidades ajenas, el “tijereteo” del que hablaba Aguilar.

En fin, Jorge Dávila Vázquez, escritor de múltiples talentos, ha logrado con su obra narrativa retratar la vida palpitante y pintoresca de una pequeña ciudad de provincia, una sociedad muy caracterizada con personajes que ostentan su propia habla, su propio ritmo, personajes inmersos en un universo social y moral evocados con acierto y en un tiempo cíclico y circular que subrayan la noción de inmutabilidad y fatalidad.

Imposible sería concluir estas palabras sin antes hablar acerca de esa perseverancia de Dávila Vázquez en esa forma del arte narrativo que es el micro relato. El gusto por el micro cuento o el micro relato no es de ahora, aunque últimamente ha adquirido características propias. Desde muy antiguo se conoció la fábula, ese género tan recurrido por pedagogos de todos los tiempos por su carácter moralizante. Igual cosa podemos decir de la parábola sabiendo que ésta ha estado unida, por lo general, a los textos sagrados. El cultivo del relato breve, corto en palabras y sugestivo en significados, participa de aquel lema conceptista de “si poco y bueno, dos veces bueno” y al que Gracián aspiraba como norma suprema del arte literario. En las tertulias de café del Madrid de inicios del siglo XX, Ramón Gómez de la Serna encandiló con su ingenio expresado en sus célebres “greguerías”, pequeños textos en prosa en los que el autor comunicaba una visión nueva y sorprendente de la realidad con ese estilo suyo, aligerado por un humor de buena cepa. En esta época de grandezas tecnológicas, del sida y de los viajes interplanetarios, nos llega nuevamente, pero con otra urgencia, el gusto por la minucia, lo chiquito, lo enano, lo nano, la habilidad de cazar una mosquita zumbona.

Esta forma de prosa narrativa subyuga a muchos escritores de hoy y me explico que ello se deba, posiblemente, a esta manía que atosiga al mundo contemporáneo por preferir lo breve, lo pequeñito, lo instantáneo; en fin, por todo aquello que nos deja una imagen fugaz de lo que es o de lo que fue, por aquello que se lo consume en un instante y es capaz de pasar por el ojo de una aguja como aquel dinosaurio de Monterroso. Y todo ello mientras fluye la vida, como un vértigo, una jaqueca o una imagen televisiva.

Este gusto por lo pequeño y la preferencia por lo breve no solo es un cometido de la nanotecnología; está presente también en las relaciones humanas, en la cultura de lo desechable, en esa concepción del arte como mero espectáculo pasajero y fugaz, instalación que se monta hoy y desmonta mañana. Hay que acumular experiencias en el menor tiempo posible y en el mayor número posible. Todo ello me explico como un deseo del hombre contemporáneo por asirse a algo, por retener al menos algo, aunque breve pero sustancioso, en medio de la vorágine de una civilización globalizadora y despersonalizada como es la que hoy domina en el mundo. El micro cuento obedece a esta concepción posmoderna del tiempo y el arte y en la que lo breve, lo intenso y lo pasajero constituyen los rasgos propios que singularizan al género, aspectos que lo acercan a la vivencia poética. Esta prosa narrativa congenia bien con el talante pragmático del hombre contemporáneo para quien el tiempo es plata y la palabra breve es oro. No es, entonces, casual que Jorge Dávila Vázquez, un escritor atento a los nuevos vientos que soplan en materia de arte literario, se haya destacado en este género narrativo. Sus micro relatos son pequeñas obras maestras en las que, por lo general, se evoca una situación narrativa y en la que aquella tríada de acción, espacio y tiempo se halla tan solo sugerida lo que confiere al texto no solo una economía de recursos sino también su expresividad poética.

En conclusión, muchos son los méritos intelectuales y morales que adornan al doctor Jorge Dávila Vázquez, razones más que suficientes para recibirle como Miembro Correspondiente de nuestra institución.

Juan Valdano Morejón.

5 2 votes
Article Rating
0
Would love your thoughts, please comment.x