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Discurso de incorporación de don Ernesto Albán Gómez en calidad de miembro correspondiente

Compartimos con ustedes el discurso que leyó don Ernesto Albán Gómez durante la ceremonia de incorporación, en calidad de miembro correspondiente, el pasado jueves 22 de septiembre de 2022.

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Foto: Gonzalo Ortiz Crespo

«El Espíritu y sus Amanuenses», por don Ernesto Albán Gómez

Cuando la señora Directora de la Academia, la querida amiga Susana, tuvo la gentileza de comunicarme que esta Ilustre Entidad había acordado incorporarme como miembro correspondiente, me sentí muy honrado y agradecido, aunque confieso que me quedó alguna duda sobre los presuntos méritos literarios que podrían justificar tan generosa decisión.

Pero, de inmediato, me asaltó otra duda sobre el tema que debería tratar en el discurso protocolario de incorporación. La duda, sospecho, es un elemento sustancial de la condición humana. Dudo, luego existo, me atrevería a añadir tal conclusión al postulado del filósofo de Turena.

Explicaré brevemente los motivos de mi duda. En mis largos años de vida, he cultivado dos pasiones académicas: la literatura y el derecho. En ocasión, para mí memorable, tuve la oportunidad de comprobar con múltiples y luminosos ejemplos, desde Sófocles hasta Cervantes, desde Shakespeare hasta Tolstoi, Kafka, Camus, Borges y José de la Cuadra, cómo en la historia de la cultura universal, el derecho y su primordial preocupación, la realización de la justicia, han sido un tema recurrente en la creación literaria.

Por eso, cuando en enero del año 20 se me comunicó la designación, tuve que renunciar a una posible reincidencia y me puse a la tarea bastante compleja de encontrar un nuevo tema. Confieso que dos meses después no había podido superar mis indecisiones. Pero vino entonces la pandemia que nos sumergió en esa extraña etapa de aislamiento, restricciones, temores, que se prolongó por más de dos años. Razón por la cual este acto ha debido postergarse por todo este tiempo.

Con la pandemia apareció en el horizonte un posible tema para el discurso: literatura y pestes; y, de inmediato, el inevitable y gran ejemplo, El Decamerón, los cien cuentos escritos por Boccaccio, que se supone fueron narrados en diez días, por diez jóvenes, siete mujeres y tres hombres, que, escapando de la peste bubónica, se habían refugiado en una villa cerca de la ciudad de Florencia. En esos días se habló y escribió mucho sobre su importancia en el desarrollo de la novela en la literatura europea. Por cierto un tema digno de ser examinado. Pero también apareció en comentarios y crónicas otro ejemplo modélico, en el que una epidemia es el elemento sobre el cual gira la historia que se narra en la novela. Me refiero a La peste, de Albert Camus.

Una posibilidad tentadora fue entonces poner frente a frente a las dos obras. Salvo la eventualidad de que, en los dos casos, la peste haya sido la temible bubónica, todo lo demás es diferente. Una de las obras escrita en Florencia entre 1351 y 1353, en los albores del Renacimiento; la otra, surgida al concluir la Segunda Guerra Mundial y localizada en la ciudad argelina de Orán. Es decir, lugar, tiempo, ambiente histórico y cultural, personajes absolutamente diferentes; y los autores no podrían ser ciertamente más distintos.

Pero ¿cómo comparar dos creaciones tan disímiles, ambas muy importantes en la historia de la literatura universal? Los cien cuentos de Boccaccio, rondando casi siempre el erotismo, y saltando, hasta podría decirse con cierta frivolidad, de lo simplemente humorístico a lo picaresco, en no pocos casos a lo patético y aun a lo trágico. ¿Y la peste? Como que no logró colarse en la villa del refugio y su presencia en las historias que se narran es casi imperceptible.

La peste, en cambio, está en el centro de la novela de Camus. Y hasta podríamos considerar que es el símbolo de la reflexión filosófica, que inicia el autor en esta obra sobre el absurdo de la existencia humana y el requerimiento de responder ante la irracionalidad de la vida con la vocación de una santidad laica.

Hasta ese punto había llegado, pero de pronto recordé una breve novela, nouvelle la llamarían los franceses, que me parece ni siquiera había sido mencionada entre las vinculadas a la pandemia. Muerte en Venecia, de Thomas Mann, publicada en 1912, obra en la cual la epidemia está presente, y juega un papel fundamental en su desarrollo y culminación. Tomé entonces una decisión: hablaría de Muerte en Venecia.

Me permitiré recordarles lo medular de la historia. Gustav von Aschenbach es un escritor alemán de mediana edad, cuyas obras han adquirido una suerte de carácter oficial, sus escritos se incluyen en las antologías para uso de las escuelas; y hasta ha sido galardonado con un título nobiliario. Considera que ha llegado el momento de administrar su gloria. Vana pretensión: se encuentra insatisfecho con su obra tan laboriosa, tan disciplinadamente construida; pero también con su propia vida. Siente una inevitable declinación. Piensa que viajando podrá recuperarse. “Era un ansia indudable de huir, ansia de cosas nuevas y lejanas, de liberación, de descanso, de olvido”.

Viajará al Sur, finalmente a Venecia, con “la deslumbradora composición de fantásticos edificios que la república mostraba a los ojos asombrados de los navegantes que llegaban a la ciudad”. Pero el viaje está lleno de oscuros presagios: encuentros con personajes desagradables, discusiones intrascendentes, un ambiente neblinoso y sombrío, y hasta la góndola veneciana “negra, con una negrura que sólo poseen los ataúdes, evoca aventuras silenciosas y arriesgadas, la noche sombría, el ataúd y el último viaje silencioso”.

Pero en Venecia tendrá la revelación de su vida: encontrará a Tadzio, un muchacho polaco de cabellos largos que parecería tener unos catorce años. Aschenbach advirtió con asombro que el muchacho tenía una cabeza perfecta. Su rostro, pálido y preciosamente austero, encuadrado de cabello color de miel; su nariz, recta; su boca, fina, y una expresión de deliciosa serenidad divina, le recordaron los bustos griegos de la época más noble.

Su estancia girará entonces alrededor de este segundo personaje. Lo mirará en forma permanente, lo seguirá, por el hotel, por la playa, por los canales y callejuelas de la ciudad, por San Marcos. Nunca cruzarán una sola palabra. Entre los dos solo hubo una sonrisa de Tadzio. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua, añade cautelosamente el autor.

La peste, el cólera, irrumpe entonces por sobre las negativas públicas y sobrepasa las insuficientes precauciones sanitarias. Aschenbach, que no ha querido abandonar Venecia, cuando tenía tiempo, verá partir a Tadzio mientras agoniza.

Pero mi reflexión no iba a concluir en ese punto. En 1971, el director italiano de cine Luchino Visconti realizó la película Muerte en Venecia, tomando la historia de la novela de Mann. Este había muerto en 1955 y se conoce que se negociaron y pagaron derechos de autor a los herederos.

Visconti introdujo algunas novedades e hizo un cambio significativo: Aschenbach es en la película un compositor y, como la música que se escucha es de Gustav Mahler, se ha especulado, sin fundamento, que el personaje estaría inspirado en él. Introdujo también algún nuevo personaje (necesario para las reflexiones sobre arte, belleza, vida, que no podían expresarse en continuos monólogos), ideó algún episodio secundario, pero la esencia de la película sigue siendo la atracción irresistible que el envejecido personaje siente por el joven.

Desde que el cine se convirtió en el arte más representativo del siglo XX, se estableció una compleja relación con la literatura, en especial con la novela. Son incontables las películas inspiradas en novelas. El mismo Visconti dirigió notables películas derivadas de Noches blancas, de Dostoievski; El gatopardo, de Lampedusa; y El extranjero, de Camus.

(Debo en este punto hacer un paréntesis, para manifestar la preocupación de quienes hemos vivido durante décadas un romance apasionado con el cine por lo que ocurre en estos mismos días. La eliminación de las antiguas salas, muchas de ellas con una historia propia, su reemplazo por locales pequeños, cuya función no me queda clara; y lo que es más: la utilización de plataformas tecnológicas que permiten prescindir de cualquier sala, están alterando la naturaleza social del cine. Pero todavía, lo más peligroso, es la tentación de los efectos especiales a la que sucumbe la mayoría de los productores).

Ahora retorno a mi tema.

La frecuente adaptación de novelas, a veces tan extensas como Los miserableso La guerra y la paz, para una película que difícilmente alcanza las tres horas; o de una estructura y un lenguaje tan complejos, como Ulises, plantea una cuestión crítica: ¿cómo debe ser el proceso de adaptación de una novela para convertirla en el punto de partida de una película? Y ha surgido en forma espontánea una pregunta ingenua: ¿gana o pierde la obra literaria al ser trasladada a la pantalla? Las opiniones estarán siempre divididas, aunque con frecuencia se dirá “me gusta más la novela”, y se esgrimirán múltiples razones. Y tampoco es raro que una novela mediocre dé lugar a una película excelente. Pero en realidad me parece que la cuestión es impertinente como lo es cualquier comparación. Al tratarse de dos expresiones artísticas diferentes, cada una tiene que ser juzgada de acuerdo con sus propias exigencias.

Bien sabemos que la novela es el fruto del esfuerzo, de la pasión, de la angustia de un escritor, en muchos casos solitario, que trabaja, que combate con las palabras, en forma paciente o frenética; a veces en las condiciones más incómodas, la historia de mi hijo se engendró en la cárcel, escribirá Cervantes. Pero el novelista, que ama las palabras, que sabe cómo disponerlas, utilizarlas, desecharlas, volverlas a utilizar, seguirá adelante.

Por lo contrario, una película no es una obra individual sino que resulta de la colaboración de muchos partícipes. Empezando por el autor del guion, en varios casos el propio director (Visconti, por ejemplo). Pero el guion, su nombre ya lo indica, no es un texto definitivo que se plasma siempre en la filmación, puede cambiar hasta minutos antes y hasta puede ser descartado, sin contar con las improvisaciones que actores avezados pueden incluir en el rodaje. Y en la filmación interviene una multitud de personas: actores notables que vuelven creíbles los personajes que encarnan, estrellas vanidosas cuya presencia en el set resulta cuestionable; otros, simples comparsas, camarógrafos, luministas, maquilladores, escenógrafos, etcétera, etcétera. Y luego se deberá adjuntar la banda sonora que se trabaja en otro lugar y que, en ocasiones, las de Ennio Morricone por ejemplo, constituyen por sí solas piezas magistrales. Y finalmente, el trabajo de edición, esa especie de rompecabezas que permitirá unir los pedazos escogidos y tener el producto final.

Una película, entonces, podrá calificarse como una obra valiosa, más allá de que se haya inspirado en una novela famosa, si el director ha logrado armonizar todos estos elementos hasta darnos un resultado final. En efecto, una película, igual que una novela, nos cuenta una historia, pero el lenguaje empleado es un conjunto de elementos entre los cuales la imagen ocupa el primer lugar, en tanto que la palabra es en rigor un elemento secundario y hasta se puede prescindir de ella. Por eso, en el caso que comento, los rostros de los dos personajes (una interpretación notable de Dirk Bogarde) aparecen con tanta frecuencia, y los seguimos en sus caminatas, o en su inmovilidad. A plena luz o en las sombras. Y escuchamos el fondo musical. Y percibimos los silencios. Oímos sí la voz de Aschenbach y los susurros de Tadzio, que en la película tiene más de catorce años, pero la esencia de la historia se centra en sus semblantes. Es decir la misma historia que escribió Thomas Mann, pero con el lenguaje propio del cine.

¿Merece esta película ser calificada como una obra de arte? La crítica internacional la ha reconocido como una excelente película, de las que merece una alta calificación, de uno de los más importantes directores de la segunda mitad del siglo XX, la época dorada del cine.

Pero esta relación no se queda en ese punto. En 1973, primero en la sala de conciertos Snape Maltings y luego en el teatro londinense de Covent Garden, se estrenaba Muerte en Venecia, la última ópera del compositor inglés Benjamin Britten. Sí, también se había interesado durante varios años por la novela de Mann y había conversado sobre el tema con uno de los hijos del escritor. El interés de Britten incluía un factor muy personal: Britten era homosexual y había escogido para el papel de Aschenbach al tenor Peter Pears, su compañero de vida.

Tampoco es raro que una ópera haya tomado una novela como el material narrativo que se plasmaría en el correspondiente libreto. Hay decenas de ejemplos en la historia de la ópera, y el propio Britten recurrió a las novelas Billy Budd marinero, de Herman Melville y Otra vuelta de tuerca, de Henry James, para dos de sus óperas precedentes.

(En este punto un segundo paréntesis. En los últimos cuarenta años, la ópera se ha convertido en otra de mis pasiones y confieso que encontrar una ópera en este recodo de mi exposición me produce una especial satisfacción).

No es necesario en este punto referirme a lo que significa la ópera en el mundo de la cultura. Baste tener presente que es una especie un tanto híbrida dentro del género teatral. Por ello incluye las exigencias propias de la representación teatral: hay un libreto, escrito por algún autor y la historia transcurre en un escenario, con los convencionalismos propios del teatro y con los elementos requeridos de escenografía, vestuario, maquillaje, iluminación, etcétera; y por eso debe contarse con un director de escena. Pero la esencia y la distinción de la ópera radica, como sabemos, en la omnipresencia de la música, ya sea interpretada por la orquesta en su conjunto, o por un instrumento solista, pero sobre todo por los cantantes (que son al mismo tiempo actores), distribuidos en los personajes según su tipo de voz; frecuentemente participará un coro que, no pocas veces tiene el mismo papel que el coro de la tragedia griega; y hasta se presentará un conjunto de ballet; y, en el podio, un director musical que, batuta en mano, hará posible que la ópera llegue en su plenitud a los espectadores. Otra vez un arte en el que se funde el aporte de numerosas personas.

La esencia de la ópera es la música, lo que nos lleva a formular la pregunta fundamental: ¿cuál es el valor que la música agrega para una historia que ya se contó, primero con palabras y luego con los variados recursos del cine?

No pretenderé ahora, ni mucho menos, endilgarles alguna reflexión sobre lo que significa la música como valor artístico. No tengo los conocimientos necesarios para hacerlo ni quisiera simplemente remitirme a Platón o a Pitágoras para filosofar sobre ella. Tal vez podría citar a otro personaje de Mann, el cínico Settembrini, que sentenció que “La música es políticamente sospechosa”; pero esto me apartaría de mi plan. Solo quisiera resaltar desde mi óptica de aficionado, la capacidad extraordinaria de la música para penetrar en el ánimo de las personas, para recrear, para rememorar, para sublimar.

Por eso, cuando a una melodía se le adjunta un texto más o menos literario, ya lo supieron los griegos, el impacto se multiplica y perdura. Una prueba elemental de esta capacidad de permanencia es la emoción con la que recordamos aquellas viejas canciones que escuchamos en la infancia y juventud.

Y crear emociones, mejor, multiplicarlas, es precisamente el efecto que persigue el compositor de una ópera. También quiere contar una historia con la adicional dimensión dramática de la música, que anticipa, profundiza, contagia, estremece, evoca, sugiere. Y hasta sirve en algún caso, para Rossini, por ejemplo, para acentuar el humorismo de una situación.

En la ópera de Britten, la parte orquestal, los solos del tenor (Aschenbach), los dúos con el barítono que interpreta varios de los personajes que aparecen episódicamente, la parte coral, forman un conjunto que, aun para un simple aficionado, le permite concluir que la música cumple en la ópera de Britten ese papel fundamental de valor agregado, que adiciona a la dolorosa, patética historia del viejo enamorado del niño, un sentido especialmente dramático.

La ópera de Britten, en su estructura narrativa, no se aparta del curso trazado en la novela de Mann. Inclusive hay un dato anecdótico: se cuenta que Britten se negó a ver la película de Visconti, porque no quería que ningún eventual elemento extraño a la novela pudiera influir en el plan de su obra. En realidad solamente introdujo una novedad, que resalta las reminiscencias clásicas del conflicto: en determinado momento se escuchan en contrapunto las voces de Apolo y de Dionisos: el reconocimiento de la belleza pura o la rendición ante el placer.

Las tres obras son, en mi opinión, fundamentales en sus respectivas artes. Las tres cuentan la misma historia con los elementos propios: en la novela, la presencia y el dominio absolutos de la palabra; en la película, la fusión de imágenes, diálogos, espacios, sonidos, luces y sombras; en la ópera, sobre todo la música, las voces y los instrumentos, la coreografía.

Para apreciar mejor esa diferencia fundamental en la mecánica narrativa, valdrá la pena examinar la perspectiva, el punto de vista desde el cual se cuenta la historia en cada una de las obras.

En la novela la respuesta es bastante simple: tenemos a un narrador que cuenta la historia en tercera persona, pero que siempre lo hace desde el punto de vista de Aschenbach. Son sus reflexiones, percepciones, dudas, decisiones. Uno tras otro los pensamientos desolados que Mann ha puesto en su cabeza.

Veía claramente un paisaje: una comarca tropical cenagosa, bajo un cielo ardiente; una tierra húmeda, vigorosa, monstruosa, una especie de selva primitiva, con islas, pantanos y aguas cenagosas.

Nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos.

Miedo y placer y una curiosidad estremecida por lo que iba a venir. Reinaba la noche, y los sentidos de Aschenbach estaban en acecho, pues desde lejos se acercaba un confuso estrépito formado por mil ruidos entremezclados, y dominados por la dulzura de los sonidos de una flauta profundamente excitante, que producía una sensación de enervamiento y despertaba en las entrañas un incontenible ardor. Se oía también un grito estridente que acababa en una u prolongada. De pronto, al solitario se le ocurrió una palabra oscura, pero que designaba lo que venía. ¡El dios desconocido!

¿Crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía.

¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el pueblo nos otorga.

Inclusive los escasos diálogos con los personajes episódicos se insertan desde esa óptica. Obviamente el narrador nada nos cuenta, nada sabe, de las reacciones de Tadzio.

En una película el punto de vista lo maneja la cámara de filmación y aquí permanece básicamente pendiente de los dos rostros, como ya hemos señalado, y de sus movimientos.

Britten resuelve el asunto con la voz del tenor siempre presente. Cantará, en primera persona, aquello que escribió Mann en tercera persona:

Yo Aschenbach, famoso como maestro, escritor, exitoso, honrado, autodisciplina mi fuerza, rutina el orden de mis días, imaginación servidora de mi voluntad. Mi mente late, ¿por qué estoy ahora perdido? Estoy en un final.

A Tadzio, Britten le ha reservado el papel silencioso de un bailarín. Toda la familia polaca forma un cuerpo de ballet, que cruza con frecuencia por el escenario.

Hay un momento que en las tres obras se detienen: la sonrisa de Tadzio a la que me referí anteriormente. El texto de Mann lo recoge con alguna amplitud.

En aquel instante fue cuando Tadzio le sonrió. Le sonrió expresiva, confiada y acogedoramente, con labios que se abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua; aquella sonrisa profunda, encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al reflejo de la propia belleza; una sonrisa ligeramente contraída por el beso imposible de su sombra incitante, curiosa y ligeramente atormentada, transformada y transformadora. Aquella sonrisa fue recibida como un obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan profundamente, que se vio obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín, y buscar apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del parque.

Mann pone estas palabras en su boca: “¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a nadie!”.

En el momento culminante en la película y el final del primer acto en la ópera, la sonrisa provoca la misma respuesta: “No sonrías a nadie de ese modo”, dice Bogarde y canta el tenor. Y los dos agregan: “Te amo”, la frase que no escribió Mann.

¿Es la misma historia? Sí, pero es la misma historia contada de una manera diferente, cada una con valores diferentes. ¿Tiene algo que ver en las posibles diferencias la edad de sus creadores y la perspectiva que proporcionan los años y la vida? Mann, alemán, tenía cuarenta y cinco años cuando escribió la novela; Visconti, italiano, y Britten, inglés, pasaban de los sesenta. Britten, ya enfermo, moriría tres años después. ¿Hay en la narración del primero un toque de sensualidad madura, en tanto que los otros dos privilegian la decadencia y la vejez, y la proximidad de la muerte?

En conclusión, el texto original es de Mann, nadie lo discute; pero los otros creadores se han valido de ese texto, pagando derechos o no, para plasmar sus propias creaciones, con sus propias visiones, preferencias y variantes. Tengamos en cuenta además que la ópera podrá representarse una y otra vez con nuevas producciones, con nuevos aportes, con otras ideas creativas. Y en algún momento se podrá rodar una nueva película. Estamos en una suerte de comunidad a la que se integran creadores de las distintas artes que nos entregan obras en las que cada uno ha colocado los fragmentos, las porciones, las huellas de su propio genio creativo.

Fue la pandemia, me repito, la que determinó que estas obras motivaran mi reflexión. En otras circunstancias, bien podría haberme encaminado en busca de otras perspectivas.

Podría, por ejemplo, haber tomado como punto de partida un mito griego, y me habría enfrentado con secuencias prácticamente inacabables. Ya se ha hecho, muy puntualmente por cierto, la comparación de la Odisea homérica con el Ulises de Joyce, que el propio autor alienta de varias maneras. Habría podido en tal caso, tratar de entender quiénes son aquellos seres a los que podríamos bautizar como Ulises-Leopold Bloom, Penélope-Molly, Telémaco-Stephen Dedalus.

O partamos, por ejemplo, de Electra. Como casi todos los mitos griegos, se originó en la guerra de Troya. El asesinato de Agamenón, jefe de las tropas griegas, por su mujer Clitemnestra y la consecuente venganza de su hija Electra, con la participación de su hermano Orestes, han sido el tema de innumerables creaciones. Lo trataron los tres clásicos griegos (Esquilo, Sófocles y Eurípides) y modernamente citaré entre otros autores, a Eugene O’Neill, la acción de cuya obra A Electra le sienta bien el luto (1931), se sitúa en la guerra civil de los Estados Unidos; o a Jean Paul Sartre, Las moscas (1947), en la ocupación nazi de Francia. ¿Cómo entender esta continuidad y el tratamiento que hacen con ella el norteamericano y el francés?

También Electra aparece en algunas películas, inclusive del mismo Visconti, pero también podríamos, afortunadamente, desembocar nuevamente en la ópera. Recordemos, en este punto, que los primeros éxitos de Richard Strauss en el mundo de la ópera fueron adaptaciones, si cabe la expresión, de dos obras teatrales: Salomé(1905), de una pieza de Oscar Wilde y Elektra (1909), inspirada básicamente en la tragedia de Sófocles.

Traición, asesinato, venganza, castigo. ¡Cuántos temas, cuántas variantes, cuántas innovaciones en el tratamiento y evolución de un mito a lo largo de tres mil años, al que se han aproximado filósofos, poetas, músicos y hasta psicoanalistas, que nos hablan del complejo de Electra, paralelo y contrapuesto al complejo de Edipo!

Casos como estos se repiten una y otra vez en la historia del arte, especialmente de la literatura. Es muy probable que ustedes, queridos amigos, al escucharme hayan traído a su memoria otros ejemplos en que la obra narrativa de un autor es el punto de partida para que otros creadores, apropiándose de alguna manera de la historia en su conjunto o de un pasaje de esta, la desarrollan con alguna fidelidad o se apartan de ella. O toman un personaje y lo llevan a nuevos episodios o recrean los anteriores con elementos diferentes.

Es inevitable en este punto, aunque parezca un tanto inesperado, recaer en el Quijote. Recordemos que, casi desde las primeras páginas, Cervantes juega con la idea de que él no es el autor de la obra. En el Capítulo Noveno de la Primera Parte de la novela, afirma categóricamente que el “verdadero” autor es un escritor arábigo, Cide Hamete Benengeli, cuyos cartapacios y folios fueron encontrados y comprados por él en Alcalá de Henares y traducidos luego al castellano. Claro que no nos dice quién es el autor de los primeros nueve capítulos; pero Cide Hamete Benengeli aparece una y otra vez.

Pero sigamos con lo nuestro: la última frase de la Primera Parte de la novela es un verso italiano: “Forse altri canterá con miglior plectro”, que podría traducirse así: Tal vez otros cantarán con mejor plectro. Se trata sin duda de una invitación a tomar la historia o los personajes o algún episodio de la Primera Parte y seguir adelante, si se dispone de un mejor plectro. Sin embargo, pocos años más tarde, Cervantes consideró que un tal Avellaneda, si ese era su verdadero nombre, no podía valerse de tal autorización para publicar el llamado desde entonces el Quijote apócrifo. Por eso en la Segunda Parte de su novela, la auténtica, arremete una y otra vez contra la novela apócrifa, su autor y el falso Quijote.

Es posible que tal experiencia le llevara a Cervantes a eliminar cualquier autorización al finalizar la Segunda Parte. Cede la palabra otra vez a Cide Hamete Benengeli, que advierte con un tate tate folloncicos: “Para mi sola (pluma) nació Don Quijote, y yo solo para él; él supo obrar y yo escribir”.

Son las magias del Quijote nos dirá Borges. Y esta afirmación me lleva a introducir aquí un tercer paréntesis al que no me resisto.

(Ya en los primeros capítulos de la novela nos enteramos, por ejemplo, que el barbero, un personaje de ficción, es amigo de Cervantes, y no solo eso: lo considera más versado en desdichas que en versos, y comenta que una de sus obras, La Galatea, propone “algo” pero no concluye en nada. La segunda magia aparece en la Segunda Parte de la novela, pues casi todos los personajes de ficción que van apareciendo han leído la novela de Cervantes y algunos también la apócrifa. Este propósito de Cervantes de “confundir el mundo del lector con el mundo del libro”, le lleva a Borges a preguntarse si una vez que los personajes de ficción pueden ser lectores de una novela, nosotros, que también hemos leído el libro, ¿no seremos también seres ficticios?)

Las advertencias de Cide Hamete-Cervantes han sido inútiles. Desde entonces, decenas de escritores han desafiado la prohibición, han ideado nuevas aventuras, han llevado a Quijote y Sancho a lugares diferentes. Baste citar, por ejemplo, a Juan Montalvo que declara que su obra es un “ensayo de imitación”, pero que, entre aventura y aventura, no deja a un lado su espíritu combativo y hasta sus pasiones personales.

De toda esa interminable galería de seguidores, imitadores o tergiversadores del Quijote, me quedaré con dos ejemplos especialmente singulares.

El primero es un apólogo, así lo califica su autor Franz Kafka. Por su brevedad no resisto a la tentación de leerlo. Se titula: La verdad sobre Sancho Panza.

Al correr de los años, y gracias a una gran cantidad de novelas caballerescas y picarescas leídas en las horas vespertinas y nocturnas, Sancho Panza —quien por lo demás nunca se vanaglorió de ello— consiguió despistar de tal modo a su demonio —al que luego daría el nombre de Don Quijote—, que este acometió como barco sin remos las más locas hazañas, las cuales, no obstante, por falta de un objeto predestinado —que justamente hubiera debido ser Sancho Panza—, a nadie perjudicaron. Sancho Panza, un hombre libre, acompañó sereno a Don Quijote en sus andanzas, quizás por un cierto sentido de la responsabilidad, y obtuvo de ello una muy grande y útil diversión, hasta el fin de sus días.

El segundo ejemplo es un relato de Jorge Luis Borges. Pierre Menard, autor del Quijote es la historia de un escritor francés de principios del siglo XX que quiso escribir el Quijote, no otro Quijote, no una copia, ni una transcripción, ni una imitación, sino “unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes”. Logró escribir dos capítulos (uno de ellos sería aquel en que aparece precisamente Cide Hamete Benengeli) y el fragmento de un tercero.

¿Cuál fue la intención de Borges? Es obvio que su texto está presidido por la ironía, pero ¿no será que quiere además llevarnos a pensar, posiblemente a dudar, sobre la realidad de los dos momentos en los que vive una obra literaria: cuando se la escribe y cuando se la lee?

Lo señala expresamente a propósito de un párrafo escrito por Cervantes:

…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Redactada en el siglo diecisiete, por el “ingenio lego” Cervantes, debemos entender, comenta Borges, que la enumeración es un mero elogio retórico de la historia.

Menard escribe exactamente lo mismo:

La verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Comenta Borges:

La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió.

No ha sido muy afortunada la trayectoria del Quijote en el cine y en la música. Muchos intentos, por supuesto, pues habría sido muy extraño que no los hubiera, pero al parecer el desafío ha superado las buenes intenciones. En el cine posiblemente lo más curioso sea un film inacabado de Orson Welles; y en la música, hay que destacar la pequeña ópera para títeres de Manuel de Falla, El retablo de Maese Pedro, que escenifica un episodio de la Segunda Parte de la novela, en el que reaparece nada menos que Ginés de Pasamonte, el galeote que, liberado por Don Quijote, roba a continuación el burro de Sancho Panza.

Muerte en Venecia, Electra, el Quijote. Tres expresiones de la cultura universal, aparecidas y desarrolladas en tiempos y situaciones muy distintas. En su origen estuvo la literatura, pero luego sus derivaciones, en la propia literatura, en el cine, en la ópera, han agregado otros valores y otros significados a los valores y significados iniciales.

Estas singulares secuencias (Mann, Visconti, Britten o Cervantes, Kafka, Borges) pueden tener una explicación, si se quiere, bastante simple. Una obra de arte crea un universo tan vasto, tan sugestivo, tan mágico y colmado de posibilidades, que un poeta, un músico, cualquier artista que se aproxima a ella, queda sometido a una inevitable tentación: ¿por qué no proseguir el proceso creativo? Siempre será posible añadir algo, aunque sea un detalle, un capítulo que se le olvidó al autor, incorporar un desarrollo, un nuevo personaje, sugerir una variante, un contrapunto, incluso una rectificación.

Hasta yo mismo, debo confesarlo, hace sesenta años, escribí una pequeña pieza de teatro, en la que pretendía contar la verdadera historia de Esmeralda y Quasimodo, refutando de alguna manera la que había escrito el gran Víctor Hugo.

Pero en esta mágica potencialidad de una obra de arte me parece que hay, o debe haber algo más, que la decisión individual de caer en una tentación. La respuesta que me seduce, y la prefiero, es la que propone, sugiere, desliza, otra vez Borges, como quien no dice nada, en uno de sus textos, La flor de Coleridge, publicado en 1952 en su libro Otras inquisiciones. Borges cita a tres autores.

El primero es el poeta francés Paul Valery, que en 1938 escribió:

La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar a un solo escritor.

Pero no era la primera vez que se formulaba esa observación. En 1844, “otro de los amanuenses” (la calificación es de Borges), Ralph Waldo Emerson había escrito:

Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente.

Y aun antes, en 1824, otro poeta, Percy Shelley, escribió:

Todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe.

Concluye Borges:

En la literatura (en el arte, me cuelo yo), no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos.

El Espíritu y sus Amanuenses.

El Espíritu, como quiera que lo entendamos, es el Creador, el Iluminador. Luego aparecen los centenares, los millares de Amanuenses. Algunos, decididamente geniales; otros, en distintos grados de brillantez; otros, en la penumbra o en la oscuridad.

Quiero imaginar, soñar, que así se ha construido la historia del arte universal.

22 de septiembre de 2022.

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