Desde los archivos de la Academia, compartimos con ustedes el discurso «Gonzalo Zaldumbide y El Modernismo en el Ecuador» con el que don J. Enrique Ojeda se incorporó a la corporación el 18 de septiembre de 2012.
Gonzalo Zaldumbide y El Modernismo en el Ecuador
Introducción
Ardua empresa esbozar en el breve círculo de unas modestas palabras la personalidad y obra de Gonzalo Zaldumbide. Rememorando el cuarteto de Francisco de Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos” puedo afirmar que en los meses pasados, tras la aventura de obtener los escritos primerizos de nuestro autor —y consigno aquí mi gratitud con Gustavo Salazar, experto en la obra de Zaldumbide, por haberme facilitado textos e información de otro modo inencontrables—, he tenido el privilegio de leerle con creciente admiración y lástima de que escritor de tanto mérito no sea conocido y estimado como se merece. Confieso que a lo largo de mis lecturas cuántas veces recordé la frase de Fredrick Meyers “En la literatura, como en la vida, admiración y afecto pueden llegar a un punto que dispone más al silencio que a la alabanza” (Essays Classical).
¿Por qué tratar de Gonzalo Zaldumbide en esta ocasión? Zaldumbide fue miembro de la Academia de la Lengua desde 1921 y, en sus últimos años, su Director. Pero hay más, Zaldumbide, poeta en prosa en sus cuentos, en sus ensayos, en sus cartas, en su novela fue un modernista a carta cabal, si bien la crítica, en su mayoría, no le ha reconocido como tal. Hace un par de años, en mi artículo “Juan Montalvo y el modernismo en el Ecuador”, traté de demostrar que el escritor ambateño, considerado por la crítica internacional como precursor del modernismo en hispanoamérica, fue en realidad un cumplido modernista, por las mismas razones y con el mismo derecho que José Martí o Rubén Darío. De ser aceptada esta propuesta, Montalvo sería el primero en representar ese movimiento en el Ecuador y debería seguirle Gonzalo Zaldumbide. Pero la crítica nacional, con pocas excepciones, le ha negado el puesto que le corresponde como el más egregio modernista después del ambateño.
¿A qué atribuir esta falla de la crítica? Primero, yo conjeturo, a la dificultad de hallar sus textos. La mayoría de ellos aparecieron en el “Folletín literario” del diario quiteño El Día y en la Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria. Como dijo Zaldumbide refiriéndose a Crespo Toral, “publicar en Quito es una manera discreta de quedar inédito”. Solo en 1960 reaparecieron parcialmente los escritos de Zaldumbide que van desde 1903 hasta 1918 en los dos volúmenes de PÁGINAS. Segundo, causa mucho más radical es la que yo llamo el pecado original de la crítica ecuatoriana que se ha obstinado en limitar el modernismo a las obras en verso. Según este criterio, los artículos de Martí, los cuentos de Gutiérrez Nájera y de Darío y toda la obra de Rodó no pertenecerían al modernismo hispanoamericano. Gustavo Salazar ha llamado la atención sobre este problema en su “Prólogo” a La Voz Cordial. Correspondencia entre César E. Arroyo y Benjamín Carrión, Quito, 2000. Refiriéndose a los modernistas quiteños dice: “El valor de su obra y, especialmente su autoinmolación, impuso su permanencia a lo largo del siglo y marcó, de manera tácita, en la ‘oficial’ historiografía literaria nacional la ausencia de prosistas dentro de esta tendencia estética”. Tercero, el relato “El regreso”, escrito entre 1910 y 1911, reaparecido en 1954 en ÉGLOGA TRÁGICA dió ocasión a que los críticos marxistas se ensañaran con esa novela y con su autor, no reparando que el texto que atacaban había sido escrito 45 años antes y que, por tanto, no podia responder a ls sensibilidades de los años cincuenta. No cabe que esas críticas han debido influir en las generaciones jóvenes, como yo lo experimenté.
Crítica sobre la obra de Zaldumbide
Será útil revisar brevemente las opiniones de los críticos a la obra de Zaldumbide. y empecemos por los marxistas cuyas pareceres no requieren comentario. Agustín Cueva en su opúsculo La Literatura Ecuatoriana de 1968 afirma: “Ligándolo al grupo de ‘decapitados’, hay que mencionar también a Gonzalo Zaldumbide (1882-1965) quien, como Borja, Noboa y Fierro, es un aristócrata desambientado (uno de los ‘trasplantados’, según Ángel F. Rojas) que hace de la literatura un medio de decadente consunción” Y se refiere a “un estilo que de tan cuidado cae en el preciosismo”.
Ángel F. Rojas observa en La Novela Ecuatoriana (1948): “Su pasión por el paisaje vernáculo acaso nace también de su instinto de propietario. Es dueño de extensas heredades en la sierra y en la costa. Su retorno eventual al país le permite hacer ‘rodeos’ por sus campos bien roturados y sentir la melancolía de la juventud que se ha ido”.”Las nuevas generaciones han negado y negado con saña a Zaldumbide por su apoliticismo y su distanciamiento…” Sin embargo, Rojas no deja de comentar: “Con todo Zaldumbide da en los fragmentos de Egloga Trágica que ha publicado, una cabal muestra de su magnífico estilo y pericia literaria”.
De mayor relieve e importancia es la crítica de quienes han estudiado el modernismo en el Ecuador. El profesor Michael Handelsman publicó en 1981 un opúsculo titulado El Modernismo en las Revistas Literarias del Ecuador; 1895-1930. Y un ensayo, “El modernismo en el Ecuador y América” (Historia De Las Literaturas Del Ecuador, 4). Basándose en cierto número de revistas de carácter literario publicadas en el Ecuador entre 1895 y 1930 Handelsman trata de probar que el modernismo no llegó tarde al Ecuador, contradiciendo la opinión de Isaac J. Barrera. Cita de paso el nombre de Zaldumbide, al referirse a un artículo de Julio César Endara publicado en la revista Prosa y Verso, 1915, “quien defendió la obra de Gonzalo Zaldumbide, un modernista ecuatoriano criticado en varios círculos nacionales por su orientación europea”. Esta mención incidental es la única referencia a Zaldumbide en el opúsculo de Handelsman. Es posible que en sus investigaciones no diera con algún escrito de nuestro autor.
Por otra parte, en su artículo “El modernismo en el Ecuador y América” manifiesta haber caído en el mismo error de los críticos nacionales: si la obra no está en verso, no es modernista: “Además, — afirma — con excepción de Humberto Fierro, Arturo Borja, Ernesto Noboa Caamaño, Medardo Angel Silva y Alfonso Moreno Mora, los nombres de pocos modernistas ecuatorianos se han salvado del olvido”. Y consigna un juicio deplorable sobre estos poetas: “Implícitamente tanto Borja como los demás compañeros comprendían que el refugio en el pasado y en ”el arte por el arte” no servía. Por eso…tanta insistencia en la melancolía y en la desilusión que se encuentra en sus obras poéticas. Conscientes de su fracaso y de su frustración, el único discurso que sabían manejar era elitista y europeizante…” Pero pregunto: ¿no son precisamente estas características las que definen el modernismo en toda Hispanoamérica? Concluyamos deplorando que en las páginas de Handelsman no haya lugar para uno de los más egregios modernistas de nuestra literatura, Gonzalo Zaldumbide.
Gladys Valencia Salas publicó en 2007 El Círculo Modernista Ecuatoriano. Crítica y Poesía. Múltiples son los méritos de esta excelente obra. Primero, la extraordinaria investigación que le permite trazar una detallada imagen del medio en que vivieron los modernistas quiteños y en el que desarrollaron su obra. Nadie ha indagado con mayor ahínco en las revistas nacionales de la época ni ha reflexionado con mayor sagacidad en los textos que ellas ofrecen sobre el tema del modernismo nacional. Segundo, su interpretación enteramente nueva demuestra que los modernistas quiteños, a más de poetas, fueron escritores que produjeron obra crítica literaria y cultural. A diferencia de Handelsman, Gladys Valencia ofrece una visión altamente positiva de los poetas modernistas quiteños y del singular efecto que tuvieron en las generaciones que les sucedieron.
Es deplorable que estudio tan documentado y tan perspicaz no haya incluído el análisis de la obra de Zaldumbide, por lo menos la que compuso entre 1903 y 1918. Es curioso que Gladys Valencia se haya referido con algún detalle a la novela Para Matar El Gusano de José Rafael Bustamante, aparecida en 1912, pero no se haya ocupado de El regreso de Zaldumbide. Más importante aún, no hay mención de los artículos “De Ariel” (1903), “A propósito del simbolismo” (1911) o “Vicisitudes del descastamiento”(1914) como tampoco del Rodó de 1918, tan centrales al tema del modernismo en el Ecuador, a más de los cuentos poemáticos publicados por Zaldumbide en esos años. Juzgo que toda esta producción del escritor quiteño hubiera encajado perfectamente en el estudio de Gladys Valencia y lo hubiera enriquecido confirmando muchas de sus conclusiones.
Por contraste, hay cuatro críticos que se han ocupado de dar a conocer los valores de la obra de Zaldumbide: Francisco Guarderas, amigo del escritor y miembro del grupo de modernistas quiteños, es autor del prólogo a la primera edición de Égloga Trágica (1954) y de Las “Paginas” De Gonzalo Zaldumbide (1962), comentarios perspicaces y plenos de simpatía, hermosamente escritos como convenía a un modernista, en los que va elucidando los textos que forman los dos volúmenes de Páginas.
El jesuíta Miguel Sánchez Astudillo es autor de la “Introducción a la lectura de esta 2a edición”, estudio pleno de interesantes observaciones y de una profunda admiración y afecto por Zaldumbide. Su prólogo a Páginas, titulado “Antología de un estilista” (1954) es un análisis detallado del estilo de su autor. Sánchez Astudillo fue quien presentó a Zaldumbide en el Homenaje que la Academia Ecuatoriana de la Lengua ofreció a su Director en 1962. (Erróneamente Cuadernos del Guayas transcribe el discurso de Zaldumbide pronunciado “con motivo de su admisión a la Academia de la Lengua. Zaldumbide fue miembro de esa institución desde 1921). Sánchez Astudillo es también autor del “Apéndice” a Égloga Trágica, Alma y estilo en Égloga Trágica (1958) y Zaldumbide forja su pluma (1962). Es evidente que Sánchez Astudillo es quien más devota e inteligentemente ha disertado sobre la obra del escritor quiteño.El humanista Aurelio Espinosa Pólit manifestó vivo interés por la obra del autor de Égloga Trágica. El opúsculo Gonzalo Zaldumbide en Cuenca (1948) lleva por introducción un detallado estudio estilístico del discurso “Mi regreso a Cuenca” uno de los textos de más acendrada belleza de la literatura ecuatoriana. Del mismo humanista es “La observación estética”. La belleza en escenas familiares. El ordeño de Gonzalo Zaldumbide”, artículo contenido en el citado opúsculo.
Por último, Violeta Coppo de Aguilar publicó en 1969 La Narrativa de Gonzalo Zaldumbide, estudio en el que va persuasivamente demostrando que la obra de este autor es modernista. En su excelente artículo “La narrativa de Gonzalo Zaldumbide” (Historia de las Literaturas del Ecuador, 4), observa justamente: “Que esta obra en su conjunto y Segismundo en particular estén fuertemente cargados de la subjetividad del autor, es otro asunto. Y bastante conflictivo, porque la lectura de Égloga Trágica no ha logrado siempre hacérsela como una lectura primordialmente literaria, como es debido, sino como si fuese una lectura de tipo sociológico o histórico, en la que estos dos últimos aspectos adquieren un peso inadecuadamente mayor al que correspondería”.
De Ariel
Es hora de comentar los textos. “De Ariel” (1903) no fue la primera publicación de Zaldumbide. En la Revista de La Jurídico Literaria aparecen en 1902 un poema original, “El anarquista”, y tres traducciones de poemas, dos de autores franceses y uno de catalán. Tempranamente persuadido de que se puede ser tan poeta en prosa como en verso (leía entonces a D’Annunzio), se consagró al ensayo, al cuento y a la novella, atendiendo siempre a expresarse en un estilo sosegado, claro, natural y altamente poético.
Según testimonio de Alejandro Andrade Coello fue él quien facilitó el Ariel de Rodó a Zaldumbide. Este lo confirma en la dedicatoria de su “De Ariel: “Querido amigo: La generosidad con que Usted se dignó prestarme el precioso libro de Rodó obliga mi gratitud, pues sin aquélla, estas páginas no habrían sido escritas. El recuerdo de su buena amistad está, pues, ligado a ellas y al dedicarle muy especialmente, lo hago como prueba de muy vivo agradecimiento”. Menciono esto porque, andando los años, Andrade Coello provocó la ira de Zaldumbide y le inspiró las vehementes páginas tituladas “Un imbécil”.
Zaldumbide pronunció su discurso en la ceremonia de repartición de premios de la Universidad Central. Tenía 20 años. Dichosos aquellos tiempos en los que el Presidente de la República asistía a una ceremonia de final de año escolar e, impresionado por la elocuencia del joven estudiante, le concedía una beca para estudiar en París.
De Ariel es una detallada exégesis del libro de Rodó. Tan detallada que tiene cerca del mismo número de páginas del texto que comenta. Discurso admirable por la interpretación de los conceptos del uruguayo y más admirable por la asimilación del estilo de Rodó. Hay en esas páginas frecuentes párrafos que bien pudieran atribuirse al maestro uruguayo. Sería justo decirse de Zaldumbide, en esta su primera obra, lo que Pedro Henríquez Ureña escribió del maestro uruguayo: “Rodó es el escritor que nace maduro, no porque le falte calor juvenil a su prosa sino porque es perfecto desde que se inicia”.
Zaldumbide en su paráfrasis De Ariel siguió al maestro en el severo juicio sobre la civilización — o falta de ella — de los Estados Unidos. Reflexionando años más tarde y basado en su experiencia personal, Zaldumbide cambió radicalmente de opinión como lo muestra su “Alocución” a los estudiantes de Hispanoamérica” pronunciada en el City College de Nueva York en 1933: “En ninguna parte del mundo hay más idealismo, o mejor dicho, exactamente, más idealismos, que aquí, más dedicación a las grandes causas del alma, en su relación con la vida, religión, ciencia, humanidad. En ninguna parte del mundo el oro, y ya no solamente el del tesoro público, sino el privado, se ha puesto con tanta abundancia y tanta buena fe al servicio del espíritu”.
El cambio de opinión fue radical como lo muestra esta afirmación en su Rodo de 1918: “El don de persuasión, la pureza cordial del llamamiento eran tales, que nadie reparó entonces en lo inadecuada y tal vez nociva para América de lo mejor de esa enseñanza sana” “De no sentirse en su acento la imposibilidad de la ironía que caracterizó su dulce y austera generosidad habría hecho sonreír el peligro de predicar el desinterés en casa de pródigos…” Más enfático aún es Zaldumbide en la entrevista que le hiciera el periodista colombiano Alejandro Vallejo. A la pregunta “¿Rodó ha calado en América?” Zaldumbide responde: “Mejor que no…Es un reparo que tal vez no se le ha hecho a Rodó. Ese exceso de idealismo del Ariel estaba bueno para predicárselo a pueblos fenicios, a masas de traficantes. Por eso el Ariel debió escribirse en inglés o mejor en yanqui. En los Estados Unidos hubiera estado muy bien. Pero a nosotros nos conviene lo contrario. Nuestras pequeñas repúblicas están pobladas de soñadores. Somos pueblos perezosos, enamorados de las quimeras, de manera que predicarnos más idealismo era injectarnos la pereza, la inacción, el sopor que de sobra tenemos.” La cita es larga pero importante para demostrar que Zaldumbide, si fue arielista en su primera juventud, pronto dejó de serlo. Es por tanto cuestionable seguir contándole entre los arielistas.
Por lo demás Zaldumbide mostró poca estima por su “De Ariel”. En su libro José Enrique Rodó. Su Personalidad y su obra, editado en Uruguay en 1944, hay esta nota: “Folleto de mocedad del autor, publicado por la Universidad de Quito en 1904 [en realidad apareció en 1903] bajo el título “De Ariel”. Y en su Rodó de 1918 se niega a analizar Ariel porque “Libro tan bello y tan diáfano, comentarlo sería enturbiar su transparencia…y guardémonos de reincidir en antigua culpa que ya no nos excusarían candor ni celo de neófito”. Tampoco trató de hacerle llegar un ejemplar a Rodó. Conmueve el interés con que éste lo buscaba, expresado en dos cartas a Andrade Coello. Y conmueve aún más saber que el maestro uruguayo nunca llegó a leer una sola línea escrita por su comentarista.
Las cartas de juventud
Con este título aparecen en el primer tomo de Páginas, un número de misivas escritas desde París, entre 1904 y 1911, destinadas a su amigo José Rafael Bustamante, autor de la novela Para Matar el Gusano. Es lástima que no se hayan publicado todas esas cartas. Las pocas que conocemos muestran a un joven pronto a revelar su estado de alma, y del todo entregado a un ahondamiento interior a la luz de la cultura europea. La carta del 15 de mayo de 1904 es reveladora: Ha asistido a la representación de Hamlet y comenta: “…cuánto vi de mí mismo en aquel Hamlet titubeante y ansioso, exasperado de inteligencia y nulo de voluntad para la acción…” La carta del 8 de enero de 1905 se tiñe de nostalgia: “Hay días en los cuales contemplar una maravilla de los museos no vale lo que acariciar un caballo propio”.
En esas cartas es claro el cuidado con que están compuestas. Irrumpe en ellas un lirismo que no porque está en prosa es menos logrado. “Bendigo el azar — dice en carta del 22 de marzo de 1905 — que me ha traído a disfrutar de estos días de vacaciones en las alturas de la Engadina. Aquí las radiosas horas del estío pasan en vuelo vivificante. Las alas del viento dejan un surco de rumores, de aromas y de frescura que persiste en el aire límpido…”
La del 15 de septiembre de 1905 está fechada en Sills Maria. Al divagar por las orillas del lago descubre un “enorme bloque de piedra” donde está cincelado el nombre Federico Nietzsche, fallecido apenas cinco años antes. Zaldumbide se dejó impresionar vivamente por el filósofo y poeta alemán. Había leído Zarathustra del que dijo: “Hay libros que dan el gusto del silencio”. Y comentó: “Si hay filósofo sugerente y renovador de ideas, de instintos, de sentimientos, es él. Ninguna lectura incita la imaginación y provoca el espíritu de crítica al igual de los suyos”. “En una palabra, jamás uno puede sentirse más inteligente (cada uno según su coeficiente, claro) que a la lectura de Nietzsche”.
Tan impresionado está Zaldumbide por el filósofo alemán que anuncia: “Nietzsche es una fuerza tendida hacia el porvenir en sus más altas formas vitales. Así, pues, he resuelto — y puéstome ya a la obra — emprender un estudio serio, paciente, de buena fe, del conjunto y detalle de sus teorías”.
¿Qué es lo que impulsaba al joven ecuatoriano de 22 años a embarcarse con tanta seriedad y determinación en empresa de tan arduos y vastos alcances? Sin duda la seducción del estilo poético de Nietzsche y la íntima relación entre lenguaje y autenticidad que él demostraba. En su lucha entre razonamiento y poesía y dudando de su capacidad filosófica Nietzsche había escrito: “Oh, que se me ha desterrado / de toda la verdad./ [soy] solo idiota. Solo poeta”. Pero hay algo más profundo en el apego del ecuatoriano por el alemán. El empobrecimiento espiritual que la desacralización o, con otro nombre, la secularización había producido en la juventud intelectual de Hispanoamérica de la época y que afectó a muchos escritores modernistas — reflejo de la que aquejaba a Europa — impulsaba a una desolada búsqueda de algo que reemplazara la fe perdida.. Abandonada la dimensión de la trascendencia ¿cómo reemplazarla dentro de loa límites de la inmanencia? En muchos contextos Zaldumbide se refiere a esa incapacidad de hallar el sentido de la vida. Vivencia que caracterizó a tantos escritores modernistas. “Sin saber a donde vamos ni de donde venimos”. Según Erick Heller: (The Desinhereted Mind) “El punto focal de las filosofías de la existencia es la situación marginal del hombre en las fronteras de la inmanencia y el experimentar la existencia desde una esfera que parece invitar y sin embargo rechaza todo intento de trascendencia.” “Aquella zona que fue una vez establecida como el divino hogar de las almas es ahora la inasaltable fortaleza de la nada”. Creo que no se ha explorado el profundo efecto que el liberalismo irreligioso tuvo en la obra de los modernistas hispanoamericanos. La melancolía que rezuman muchos de esos textos apunta a ese vacío espiritual.
Tal vez debemos deplorar que el proyecto de Zaldumbide de comentar las obras de Nietzsche no se llevó a efecto. Tal vez no quiso caer en el hondón de tedio y desesperanza del nihilismo en que Nietzsche, Rilke, Mallarmé, Valéry y otros espíritus superiores de la época habían caído. ¿No había afirmado Mallarmé “Después de haber encontrado la nada, encontré la belleza”? Y su discípulo Valéry “No hay nada tan bello como lo que no existe”. No cabe duda que leyó la obra del filósofo-poeta alemán pues la comenta al tratar de las últimas obras de D’Annunzio. Pero eso es todo.
Los cuentos venecianos
Parábola de la virgen loca y de la virgen prudente (1907) y Lo que pudo haber sido (1908) son los dos primeros cuentos de Zaldumbide. Otros vendrán más tarde, breves relatos entresacados de El regreso. Estos dos primeros cuentos que podían ser llamados venecianos por haber sido escritos en esa ciudad rebosan del tono y letra de los relatos de D’Annunzio. Explicable pues en esos años andaba su autor entregado al estudio de la obra del poeta y novelista italiano. “Cuentos de amor y de dolor”, los llamó Zaldumbide — y de muerte, podríamos añadir en lo que toca al primero. En él hay un análisis muy fino de la pasión amorosa que al fin conduce al suicidio de la heroína. Años más tarde su autor volverá al tema del amor infortunado en su Égloga Trágica.
Lo que pudo haber sido es un breve relato en primera persona. Narra algo que bien pudo haberle ocurrido a Zaldumbide: el encuentro fortuito con una mujer que al fin se desvanece en la distancia, dejándole entristecido. “Y toda la dicha posible se quedó así, irrealizada…” Zaldumbide, siempre inclinado a reflexionar, concluye con esta melancólica observación: “Así vamos por el dominio ilimitado de lo posible, ignorando nuestro corazón o descubriéndolo demasiado tarde, y realizando, en medio de mil posibilidades, tan solo aquella que el azar enreda en nuestras manos que buscan a tientas…”.
Estos dos cuentos que podrían calificarse d’annunzianos están escritos en una prosa tan encendida, tan ricamente poética, como no la volveremos a ver en Zaldumbide. Revelan a las claras la fascinación que ejercía en él la obra del italiano. ”En mis años mozos, en mis tiempos de iniciación literaria —explicó Zaldumbide— la prosa de D’Annunzio me cautivaba. Así la formación de mi gusto fue influida por la magnificencia del estilo d’annunziano”.
La obra de crítica sobre Henri Barbusse
Zaldumbide en su sabrosa charla autobiográfica pronunciada en la Academia de la Lengua en 1962 (o 63?) relató cómo sorpresivamente dió con el libro de Barbusse, El Infierno, en una estación de tren. Leyendo la obra en su” vagón de primera”, comenta: “El libro comenzó a deslumbrarme. Como otro sol, empezó a calentarme y enfervorizarme. Fue para mí una revelación”. De retorno en París compró la otra obra de Barbusse, Los Suplicantes. “Me puse entonces a escribir ese librejo que por probidad y gratitud no podía dejar de llamarse En elogio de Henri Barbusse. Escrito en 1908, fue publicado en 1909 en París. ¿Qué le atraía en las obras de este autor, entonces casi desconocido? Lo que siempre buscó en sus autores predilectos, el encanto de un estilo poético y, sobre todo, el drama de los movimientos del alma. Zaldumbide inicia así su libro: “Quisiera mostrar, con el estudio de la obra de Henri Barbusse, una manera de ver la vida y el mundo, que devuelva al hombre toda la sombría grandeza, que de ordinario desconocemos en él, o por lo menos olvidamos al dar a las cosas exteriores y a los fines inmediatos de nuestra actividad una importancia y significación de que en verdad carecen a los ojos de quien ha sondeado el misterio interior, fuente de donde todo emana y a donde todo refluye, y a la cual, por darle un nombre menos vago, solemos llamar nuestro corazón”.
Zaldumbide, siempre atento al tema del amor, medita sobre él en estos hermosos términos: “El hombre lleva en la imposibilidad de salir de sí, en su soledad interior, la secreta fuente de las tristezas del amor. Porque el amor es, precisamente, el esfuerzo extremo por acercarse a otro ser, por confundirse en uno solo con él; ser uno del otro, no ser sino un corazón. Un solo corazón, dicen los amantes”.
“Y el amor, que no es como la felicidad, sino ‘el sueño de los desgraciados’, es grande y verdadero, como los desgraciados. No existe sino en temblor, en vértigo, en pobreza, dentro de los corazones; en sombra llena de estrellas”.
Y concluye el elogio de Barbusse con este llamado: “Dejémonos, pues, guiar por nuestro Poeta a través de los círculos dantescos de este infierno terrenal. Su voz es la de un testigo que sufre, que se mezcla a los dramas presenciados y los vive aun más intensamente que sus propios actores; tan intensamente a veces, que el interés se traslada del espectáculo al espectador, a la repercusión inesperada que lo agranda y profundiza. Por eso su lirismo tiembla de emoción comunicativa y da a la visión narrada la palpitación de un acontecimiento actual”.
La crítica sobre Gabriel D’Annunzio
En el prólogo a la tercera edición de su Gabriel D’annunzio Zaldumbide nos habla del origen del libro: “Comencé a escribirlo en junio de 1908; y no fue obra de improvisación o adivinación, sino fruto de anterior, antiguo conocimiento — y de amor, de ese amor que no quita lucidez. Lo escribí en pleno ardor de juventud [tenía entonces 26 años] y con libérrimo dominio del tema, tras ocho o diez años de venir leyendo todos los libros de D’Annunzio”.
Refiriéndose a esta obra en su charla ante la Academia comenta: “Mi único libro de crítica al cual puede aplicarse tal característica es mi D’annunzio y acaso mi Rodó. Y se refiere a sus otros “…ensayos que han sido más bien panegíricos de autores nacionales, antiguos y modernos, (entre ellos el dedicado a Montalvo) por ser ellos gloria nacional” Y concluye: “…debo aclarar que nunca me sentí crítico de vocación”.
La lectura de D’annunzio muestra a las claras que se trata de una estupenda obra de crítica. Al inicio del libro advierte: “Para medir con alguna exactitud la vasta curva descrita por Gabriel D’Annunzio en su evolución, sigámosle, si bien rápidamente, a través de su obra entera”. En efecto Zaldumbide ha leído y releído, desde el primer volumen de versos, Primo Vere, compuesto por un niño de 15 años, hasta Laus Vitae, “punto supremo de la vasta trayectoria recorrida por D’Annunzio en veinte años de constante evolución”, todas las novelas y su obra de teatro. Zaldumbide dedica un largo capítulo a esa obra dramática que conocía a fondo no solo por sus lecturas sino por haber asistido a todas las representaciones de ellas en París.
No es posible seguir el análisis de cada una de las obras del autor italiano. Mencionemos que el capítulo VI del libro de Zaldumbide, titulado La moral de los fuertes, la voluntad de dominio, se refiere al influjo de Nietzsche sobre D’Annunzio en razón de una “afinidad de temperamento más que de un esfuerzo de abstracción”. “Los aforismos de Zarathustra iluminan como lampos de un cielo en tempestad, tan pronto un rincón de la conciencia como un problema de los orígenes o una visión del futuro…”.
El capítulo IX, Cualidades y defectos, señala la independencia del crítico, pronto a reconocer en el admirado maestro sus luces y sus sombras. “Gabriel D’Annunzio personifica el tipo del artista como le concibió y educó el Renacimiento, en el sentido de creador de belleza, de cierta clase de belleza exterior, por lo menos, ya que no de ideas o caracteres. De su obra emana como calor vital un sentimiento apasionado de la belleza”. “D’Annunzio, empero — y éste es el defecto de su cualidad…antes que renunciar a la Belleza renuncia a la Verdad”. Otro defecto fundamental: su obsesión sexual: “un erotismo exasperado absorbió su espíritu y su fuerza creadora a punto de hacerle olvidar las demás relaciones de la vida”.
De particular interés es el comentario de Zaldumbide sobre el virulento anticristianismo expresado a lo largo de la obra del italiano: “D’Annunzio no ha eliminado por completo —¿cómo lo podría? — a pesar de su temperamento refractario al sentir cristiano todo lo que han depositado en nuestra médula espiritual los siglos de herencia católica. En él persiste como residuo subconsciente de su sensibilidad; y es la tristeza inquieta que sobreviene a la voluptuosidad — fermento cristiano que leuda en la depresión orgánica subsiguiente al placer — es la aprensión del misterio que nos sobrecoge ante la vida y la Naturaleza; es, en fin, la imposibilidad de un contentamiento puramente estético.
Sentimientos todos que se infiltran en su paganismo y que los antiguos no conocieron en esa forma”. Hay algo de íntimo en esta reflexión de Zaldumbide. Añoranza, oquedad espiritual que se expresará en varios contextos a lo largo de su obra.
Si en su temprana juventud Zaldumbide se dejó fascinar por el estilo de D’Annunzio, al estudiarlo ahora más de cerca concluye que su autor es un antiintelectual. Que hay “ausencia de pensamiento trascendente, de elementos intelectuales que sobrepasen la mera representación artística…” Observa luego el defecto de su estilo: “Tan continuo esplendor produce el ofuscamiento; tanta magnificencia no se halla exenta de monotonía; tan sostenida exaltación no es posible sin artificio; tan constante sublimidad de estilo, no siempre halla una materia condigna; tan enfática grandeza no va sin cierta falsedad”.
En el capítulo Conclusiones nos da Zaldumbide una definición del crítico que él afirma haberla cumplido en esta obra: “La lealtad del intérprete de una obra para con el autor consiste naturalmente en no desfigurarla por el empeño de reducirla a los límites de un juicio preconcebido, de desentrañar la intención esencial, mostrar en su pureza la concepción creadora y luego la medida y forma en que aparece realizada. La fecundidad del crítico consiste, a su vez, en multiplicar los puntos de vista en torno a la obra expuesta”. Y modestamente concluye: “No creemos haber faltado a la primera y hemos procurado llenar la segunda de esas condiciones elementales”.
Habría que insistir en la maravillosa luminosidad y transparencia del estilo de Zaldumbide en sus obras de crítica. Los elevados y con frecuencia complejos razonamientos están invariablemente expresados con una claridad meridiana. Y en esas páginas florecen aquí y allá líneas de auténtico relumbre modernista. Hablando de los paisajes predilectos de D’Annunzio se refiere a los “jardines a la italiana, sobre cuyas terrazas lujuriantes de cálidas vegetaciones vela la esbelta tristeza de los cipreses, armoniosos y melancólicos como una elegía, nobles como un rostro meditativo”.
“¿Cómo cantar?”
En 1911 los Redactores de La Unión Literaria de Cuenca promovieron un torneo literario sobre el tema del modernismo. “Desde hace más de un siglo, —comentaban los Redactores en su invitación al torneo— una inquietud grandísima conmueve el mundo moral y el mundo intelectual…” y se referían a “la revuelta contra la tradición en todos los órdenes de la vida individual y colectiva”. Y ofrecían una interesante definición del modernismo: “Fórmula de la rebelión contra lo tradicional y de cierto nihilismo en el campo del Arte del que no se sabe qué frutos dejará para el acervo de la cultura”.
Zaldumbide, establecido en su hacienda de Pimán, compuso para ese torneo un breve tratado, aparecido en Cuenca en 1911 y, dos años más tarde, en el folletín del diario El Dia con el título “Lo que fue el simbolismo”. Inicia sus reflexiones distinguiendo los términos escuela y corriente literaria. “Corriente —dice — es aquella vasta fuerza interna que cambia no solo la manera de expresarse, sino las de sentir y pensar de toda una época”. “Las escuelas, por lo contrario son la obra consciente y voluntariosa de ingenios, — o de ambiciones particulares; creaciones individuales más o menos aisladas y secundarias”. El simbolismo, para él, es una corriente. Y pasa a considerar el realismo detallando sus errores y expresa su esperanza de que la poesía nos redima del daño causado por “los copistas de la realidad”: “…los poetas debieran hacernos ver la aspiración desmesurada que duerme en todo corazón y se muestra hasta en los más miserables…”.
“El error del simbolismo fue hacer de la poesía algo metafísico y aun esotérico, accesible solo a los iniciados. Su carácter distintivo fue la exageración del principio, — fecundo por otra parte en hallazgos de bellezas inesperadas — en virtud del cual el verdadero poeta es el que sustituye a la expresión común, de los sentimientos y las ideas, su correspondencia lejana en el dominio ideal de los símbolos”. Resume a continuación el programa de los simbolistas: reanudar la tradición de los antiguos poetas órficos “que encerraban en versos herméticos un pensamiento metafísico”. “Realizar…la unión originaria de la música y la poesía”. “Y como el verso más adaptable a las melodías continúa ser el verso libre, variable de ritmo y de número según la interna necesidad…terminaron por inventar una métrica nueva que rompía las medidas fijas y los acentos inalterables del verso tradicional. Y aun más, la música que cantaba en la estrofa era apenas un eco de otra como música del alma…” Señala en las escuelas modernas el advenimiento de las mujeres-poetas. Su referencia a Baudelaire es hermosa y sentida: “…Baudelaire aparece como uno de los poetas más doloridos y más ansiosos del ideal. Su poesía es fermento de una inquietud que solo puede ser malsana en espíritus de suyo depravados o incomprensivos. Es un maestro del descontento fecundo en busca de otra cosa algo mejor…” De Mallarmé dice “…ninfa egea del simbolismo, entrará con sus sibilinos oráculos en la leyenda, antes que con sus obras en la historia de la literatura”. Hay que recordar que Zaldumbide juzgaba así de Mallarmé en 1911, antes de que éste se convirtiera, con Baudelaire y Rimbaud, en el más grande poeta de Francia cuyo influjo persiste aún entre nosotros.
Termina Zaldumbide refiriéndose al modernismo en América: “El movimiento simbolista acabó la ductilización de la lengua y de los metros comenzada por el romanticismo. En la reforma métrica y del estilo está la más clara victoria del modernismo, — sin olvidar, empero, que se le deben un prodigioso ensanche de la imaginación y el más agudo refinamiento de la sensibilidad”. Y se refiere al papel de Rubén Darío —sin nombrarlo —:
“No insistiré acerca de la repercusión en nuestra América de todas estas revoluciones literarias. Muchos han sentido el beneficio a través de la obra del mayor poeta de la lengua castellana, a quien corresponde la gloria inicial de un renacimiento”. Y concluye refiriéndose a las letras de la Madre Patria: “Y de literatura española no hablaré, por creerla, muy a pesar mío, de segundo orden y de reflejo, salvo rarísimas excepciones”.
“¿Cómo cantar?” debía ofrecer algún consejo práctico. Sugiere evitar “la expresión violenta, excesiva de los sentimientos apasionados usando familiarmente la hipérbole”. Evitar “formas infladas que, a los ojos del extranjero, nos caracterizan; tales son la grandilocuencia, la redundancia, la vaguedad de los términos…la imprecisión, el desorden de la composición, el exceso vulgar en la expansión de los sentimientos… la megalomanía patriotera… y el orgullo necio, sostén y fuerza de estas deplorables inclinaciones”. Y concluye con un consejo que bien hubiera aprobado Rubén Darío: “Para evitar ciertas deficiencias y corregir algunos defectos, acaso sería eficaz el estudio inteligente de algunos autores franceses, de los que más genuinamente representan las cualidades de que carecemos”.
El regreso
Al retornar al Ecuador Zaldumbide ansiosamente toma refugio en Pimán, la hacienda de sus antepasados. Y en esos dos años de reclusión campesina, 1910 y 1911, consigna sus experiencias y sus recuerdos en unas páginas que no vieron la luz sino en 1916 con el título de El regreso. ¿Por qué su autor prefirió, al darlas a luz, emplear un seudónimo y no su propio nombre? Hay preguntas más urgentes: ¿Debe considerarse esta obra como un diario íntimo en el que, en tono elegíaco, narra su reencuentro con su niñez y juventud, su reintegrarse al paisaje bucólico de su infancia, su lamentar en silencio la muerte de su madre, la muerte de su hermana, desaparecidas en su ausencia? ¿O intentó su autor escribir en esas páginas un relato de tema y sabor americano como, tres años antes, había compuesto dos cuentos esencialmente europeos en fondo y forma?
Y una pregunta aun más apremiante: ¿redactó Zaldumbide en esos dos años de reclusión en Pimán la totalidad de Égloga Trágica? De ser este el caso ¿por qué decidió publicar solo el primer capítulo — o acto, como él lo llama — y quedarse con el manuscrito de los tres capítulos o actos restantes para no darlos a luz sino 45 años más tarde? Caso único en la historia de la literatura iberoamericana. La hermosa novela De Sobremesa de José Asunción Silva, joya del modernismo colombiano, apareció en 1925, cerca de 30 años más tarde de que fuera escrita y no por decisión de su autor sino por el desconcierto ocasionado por su muerte trágica.
Zaldumbide trató de responder a esta inquietud en las páginas finales de la primera edición de Égloga Trágica: “Algún lector eventual, al ver aquí reproducida la fecha en que fue escrita esta novela, supondrá que el autor se ha entretenido estos cuarenta y pico de años, en reformarla y pulirla, y que solo ahora la ha hallado a punto. Ni lo uno ni lo otro sería exacto. No la he retocado por volverla mejor, ni, al darla a luz tal cual fue concebida y escrita en su día, he llegado a creerla perfecta. Habiendo sido el primero en no atribuir importancia a esta obrilla juvenil, nadie podrá tacharme de intrépido”.
Hay otro documento del propio Zaldumbide que tal vez pueda echar más luz sobre este asunto. En carta del 9 de agosto de 1929 escribe a Gabriela Mistral — con quien mantuvo por largos años una continua e íntima correspondencia: “Acabo de releer, venciendo mi avergonzado recelo de volver los ojos a mis cuentos de juventud, unas páginas olvidadas…Le envío la hoja del periódico que ha tenido tan inesperada idea [la de reeditar El regreso] …y se la mando porque su lectura ha de parecerle el comentario lírico [poeta en prosa] a la cantinela de la sensación de regresar huérfano de que le hablé recientemente en mi carta anterior”. Y continúa: “En esa novelita hay indios, campo, amor y siervos, animales, siembras, violencias pero de una rusticidad algo adamada y ‘puesta en música’ ¡Pero hace tantos años!… Le mandaré la suite, Gabriela, a que me diga si el vago temblor de emoción y de pena en ese ‘regreso’, no se ha desvanecido del todo para el lector desprevenido”. Ninguna mención en esa carta, ni otras que yo conozca, de Égloga Trágica. ¿No hubiera sido natural que informara a sus corresponsales, como en este caso a Gabriela Mistral, que “El regreso” no era solo un cuento juvenil sino el primer capítulo de una amplia novela ya escrita?
Un análisis estilístico en el que se confrontara el primer capítulo con los tres restantes tal vez echaría luz sobre esta cuestión. La impresión que me deja un preliminar cotejo es que son estilos diferentes. ¿Podría ser que, a instancias de sus amigos, Zaldumbide decidió completar la novela en vísperas de su publicación? Jubilado del servicio exterior en 1952, tuvo el tiempo y reposo adecuados para llevar a cabo el proyecto que traía en mente desde su juventud.
Miguel Sánchez Astudillo, en su “Introducción a la lectura de esta 2a edición”, anota lo que él llama “El problema de la unidad”: ”Porque ya es tiempo de decir que la obra consta de dos jornadas, y aun casi de dos piezas: indudablemente elegíaca la primera, exclusivamente trágica la segunda” y se refiere a “la segunda acción la cual introduce ahora un nuevo argumento, en buena parte también un nuevo estilo y sobre todo —¡sobre todo!, un espíritu Nuevo; un espíritu más hondo y consciente, más despierto y humano”. Y concluye: “Tal como está, no es, pues, la Égloga un monolito indivisible”. Pero el crítico no se arriesgó a opinar que esas dos “jornadas” o “piezas”, como él las llama, fueron escritas en épocas diferentes.
Sea como fuere, El regreso es un monumento del modernismo ecuatoriano. Observemos que Zaldumbide no tenía un claro concepto del valor de este movimiento pues, en su ensayo sobre Rodó, dice de él que fue “moderno pero no modernista”, contradiciendo la declaración del propio Rodó. Creo que consideraba el modernismo como un movimiento que por obedecer al principio del arte por el arte prestaba menos atención a los contenidos intelectuales en sus obras. Así lo afirmó refiriéndose a la de D’Annunzio: “No es esta carencia de profundidad intelectual un defecto propiamente; antes, si bien se mira desde el punto de vista del arte por el arte, es una cualidad. Pero es una limitación”.
Parece que no leyó a Martí que entonces era casi un desconocido y, por lo que ha escrito de Darío, pienso que su aprecio de él no correspondía a su valor. Fácil entender este hecho pues en esos años estaba absorto en el estudio de los escritores europeos de su preferencia. Pero es Zaldumbide el ejemplo más claro, entre nosotros, del intelectual poeta. Su capacidad de reflexión constante y profunda, su extraordinaria erudición, su entrega a la vida del espíritu hallaban expresión en el más noble y bello estilo, tal como había admirado en las obras de Nietzsche, de Barbusse, de D’Annunzio.
Pero, ¿cuál fue el origen de El regreso? En su admirable ensayo “Vicisitudes del descastamiento”, del que nos ocuparemos a continuación, deploraba Zaldumbide la imposibilidad de interesar a los intelectuales europeos en lo que publicara un latinoamericano. Imagino tenía presente el ningún éxito en el viejo continente de sus estudios sobre Barbusse y D’Annunzio. Reflexiona: “Le queda [al escritor de América] como dominio propio, el americanismo. A él se vuelve — dice refiriéndose a “El regreso” sin nombrarlo — “ y si este retorno espiritual se acompaña del regreso a la tierra, el viril enternecimiento ante los lugares de querencia antigua, le sensibiliza para percibir como nuevo el olvidado encanto de las cosas antaño familiares. A ellas dedica el quizás no tardío amor, por desengañado, sabio. Y con remozada curiosidad, interroga el cotidiano horizonte”.
Al comparar el estilo de El regreso con el de los cuentos venecianos de tres años atrás es claro que Zaldumbide simplificó el aparato linguístico, aligerándolo, a fin de acrecentar el poder sugestivo y figurativo de los vocablos. “…Volvía de muy lejos, al cabo de largos años de ausencia y mayores distancias de olvido…” Así comienza el relato revelando de qué soterradas fuentes iban a florecer esas páginas. “Quedéme mirando el cielo que se oscurecía, que nos anegaba; y no hallé en mi alma pensamiento bastante grande en que refugiarme del infinito hacia donde me solibiaba la noche unánime, como una ola de la eternidad”. Bien podia Zaldumbide declarar que uno puede ser tan poeta en prosa como en verso si las palabras están henchidas de verdad y surgen al compás de la música interior, la música del alma. ¿No había afirmado Valéry que “la poesía es el intento de representar, de restituir, por medio del lenguaje articulado, esas cosas o esa cosa que intentan oscuramente expresar los gritos, las lágrimas, las caricias, los besos, los suspiros, etc.”?
El lirismo por doquier. Podríase decir que El regreso le devolvió la voz, su voz. ”El regreso” fue un retorno a sí mismo, un baño lustral en el que toda la impedimenta emocional y cultural que traía de Europa se disolvía para revelar la verdadera imagen de las cosas, de sus cosas. Ordenando y juzgando las experiencias de sus dos años en Pimán nos ofreció un itinerario espiritual y sentimental, un poema de la soledad existencial. ”Mas, de las aguas muertas del pasado, surgía entre el vaho de tedio, una tristeza como un presagio o un remordimiento, la mayor, la más humana de las tristezas: la tristeza de no haber amado”.
Vicisitudes del descastamiento
Este ensayo, escrito en París en 1914, lleva este extraño título. Los diccionarios no registran el vocablo “descastamiento”. El de la Real Academia define “descastado”en estos términos: “que manifiesta poco cariño a los parientes. Dícese del que no corresponde al cariño de los amigos o de otras personas que se lo han demostrado”. No es exactamente lo que Zaldumbide quiere expresar con este sustantivo, tal vez de su invención. Se refiere más bien al drama —según lo llama él; yo lo apelaría tragedia—, del intelectual hispanoamericano que va a Europa para beneficiarse de su cultura. A su retorno ya no es el mismo y se siente alienado en el medio del que había partido. Así Montalvo que vivió en París, Martí que residió en España en su juventud, Darío que descubrió en la biblioteca del Presidente de Chile las obras de los simbolistas franceses. Rodó, es cierto, no fue a Europa sino para morir pero su cultura fue del todo francesa.
Lo mismo puede decirse de nuestros poetas modernistas: Borja y Noboa estuvieron en París; Fierro y Silva, si bien no cruzaron las fronteras patrias, vivieron, en virtud de sus vastas lecturas, en un mundo de elevada cultura, extraño al medio.
Oigamos cómo Zaldumbide explica el problema del descastamiento con la elocuencia de quien lo ha vivido: “No necesito describirlo: demasiado conocida es la ansiedad de espíritu del que en América aspira a la superioridad de una auténtica cultura. ¿Quién que amó las ideas puras, el arte sapiente, las altas ciencias, no se sintió en las incipientes y confusas tierras de ultramar, fuera y muy lejos de su reino?…”. “Tan pronto acá llega, con ávida celeridad, trata de ponerse al diapasón de todas las actividades superiores, de entrar al corazón de todas las tendencias; lógralo en seguida, y desde aquí como de centro propio, sigue lúcido y feliz el movimiento universal de las ideas”.
Pero existe el problema de la extranjería: “Siéntese, sin embargo, solitario y algo perdido entre maestros que le desconocen y compañeros que le excluyen”. Más duro todavía el que las obras de un extranjero no puedan hallar acogida en los medios intelectuales europeos. Hay en estas palabras de Zaldumbide un dejo de amargura pues fue el caso de sus libros sobre Barbusse y D’Annunzio que pasaron, en el viejo continente, totalmente desapercibidos no obstante su extraordinario valor y haberse adelantado a los críticos europeos de estos dos autores. Y prosigue: “…¿aspira a escribir para todos?…¿No sabe que, desgraciadamente, aun suponiendo que pueda dar de sí …algo que tenga valor esencial, algo que acrezca substancialmente el caudal de la humana sabiduría, que pese en los destinos de la verdad, su obra pasará en Europa inadvertida o poco menos?”
Y el problema del retorno: “En posesión de una cultura superior y tal vez inadaptable ¿cómo entrar en comunión intelectual con hermanos de quienes le han separado fatalmente sus anteriores dedicaciones y le alejan aun más sus más altas preferencias espirituales?” Entonces ¿qué le queda al escritor americano? “Para adecuarla al medio ignaro y refractario, para compartir con los suyos su cultura no le queda…sino ensayarse en la tarea del divulgador, del propagandista, del asimilador, — empleo sacrificado, labor secundaria en que no le tocan sino una mediocre satisfacción y una gloria de reflejo”.
Hermoso, por emocionante, este alegato de Zaldumbide, aplicable a todos los escritores modernistas y posmodernistas de América. Nada más doloroso para él que el ostracismo entre los suyos. Ya Holderlin lo había expresado: “Amigo, hemos llegado demasiado tarde. ¿Para qué ser poeta en tiempos de miseria?”. Es el lamento de Darío en El rey burgués; es la soledad del poeta en El Arco y La Lira de Octavio Paz. Lo admirable en “Las vicisitudes del descastamiento” es cómo Zaldumbide analiza el trauma psicológico del hombre moderno a partir de su propia experiencia. Si hay algo que caracteriza a este autor es su inclinación constante al autoanálisis. No por egocentrismo sino porque, en el centro luminoso de su conciencia, sus experiencias se ordenan y orientan hacia la comprensión del hombre eterno o, por lo menos, del hombre desposeído de certezas de su tiempo. De ahí la velada sabiduría que parece iluminarse con el resplandor de ese su mundo íntimo.
Tan emotivo y hermoso documento, inesperadamente creó una controversia en Quito. Su antiguo amigo Alejandro Andrade Coello quien, como sabemos, prestó a Zaldumbide la primera edición de Ariel, publicó un artículo en Vida Intelectual, órgano de los estudiantes del sexto curso del colegio “Mejía”, en el que criticó acerbamente el ensayo de Zaldumbide. Este respondió con un vitriólico remitido titulado “Un imbécil” publicado en el folletín de El Día, en octubre de 1915. En su defensa Zaldumbide alega: “…he sido el primero, probablemente, en apuntar el mal del que sufren en Europa los que vienen del nuevo mundo a beber en las fuentes la cultura superior;… que después de haber gustado todos los filtros, he señalado la necesidad del retorno a lo nuestro, a un americanismo esencial, como ritmo ineludible, fatal, de nuestra evolución interior…” En este documento nos da una conmovedora confesión: ¿Por qué escribe? “A mí, que padezco — no en mi vocación literaria, pues que no la tengo, no soy sino un ‘dilettante’, desgraciadamente sin frivolidad, y escribo de tarde en tarde tan solo por no tener cosa de mayor sustancia con que engañar este incierto anhelo del alma hacia la verdad y hacía la belleza…”.
El tema reaparece en Égloga Trágica, como si prosiguiera viviendo las penosas experiencias, a la distancia de más de 40 años, que le dictaron las apenadas páginas de “Las vicisitudes del descastamiento”. Con mayor fuerza de representación vuelve a elucidar esa silenciosa tragedia: “Si a menudo el que regresa no halla en nuestros países, todavía incultos e ignorantes, sino ignorancia y desdén de las ideas que él cultivó; si a menudo el retorno no basta a consolar del todo lo que cercena; también es verdad que, nutrido el espíritu con lo más acendrado del espíritu europeo, siéntese, sin embargo, en Europa, aislado, inestable, transitorio, inútil y, su acción, desorbitada. La voz de la inteligencia, clara, distinta, irrefutable, le retiene en el dominio ajeno, dándole por compañeros tan solo libros y, por refugio, museos; nada viviente ni fraterno, entre amigos casuales que no le conocen, y maestros que le descorazonan…”.Y prosigue: “Dos patrias tiene así, inacordes, inacordables: la de la inteligencia y la del sentimiento, la de la vocación y la del destino y ambas le mutilan de algo, se lo disputan, dejándole siempre baldío e insatisfecho. Dos patrias, la patria abstracta, exaltante y helada; la real, casi adolorida de insuficiencia…” Repito: nadie ha expresado con igual claridad y elocuencia el drama que vivieron nuestros modernistas.
Rodó
Hay dos ensayos sobre Rodó que datan de 1917. El primero que lleva como título el nombre completo del escritor uruguayo es el más extenso y debió ser un homenaje a éste en su esperada visita a París. Zaldumbide cuenta así la historia de este libro: “Se anunció en 1917 — tercer año de la guerra —, la llegada de Rodó a Europa”. “En el grupo de intelectuales hispanoamericanos residentes en París nos preparamos a recibir al Maestro uruguayo para ponerlo a la cabeza de un movimiento intelectual americanista”. “El grupo aquel de amigos acordó hiciese yo la loa de bienvenida”. Con la muerte de Rodó en Palermo, “Ese saludo se convirtió en Adiós y el Adiós en libro de crítica, imparcial.” Este ensayo apareció primero en la prestigiosa Revue Hispanique y el año siguiente en forma de libro como separata de esa publicación. Según su autor anota, ha tenido varias reediciones en Nueva York, Argentina, Uruguay, España.
El otro ensayo, mucho más breve y totalmente distinto del ensayo mayor, apareció en la Revista de La Sociedad Jurídico-Literaria de Quito en junio de 1917 y en la revista Cervantes de Madrid en abril de 1918. Fue un homenaje a la memoria del maestro uruguayo que se dejó morir a los 45 años de edad.
Justamente califica Zaldumbide a su obra de crítica sobre Rodó con el apelativo de imparcial. Pocos han demostrado con tanta elocuencia los méritos del autor de Ariel. “Faltábanos, en efecto, — dice — hasta que le tuvimos en Rodó completo y acabado, el escritor por excelencia, que, uniendo a un grave y encendido amor a la verdad una sensitiva inteligencia de lo bello, fuese, a un tiempo, artista y hombre de pensamiento, personal y universal, sapiente y espontáneo, entusiasta y crítico”.
Y Rodó plegó al modernismo no sin imponerle límites: “Superada tempranamente la parcialidad de las fórmulas, aceptó, sin embargo los ritos nuevos, los procedimientos de relieve y música, de plástica o de sugestión evanescente, el ritmo interno del pensamiento poético, la imagen rara y precisa, todo cuanto de bueno traía el afán innovador”.
Sin embargo, Rodó sería más clásico que modernista: “La influencia de Rodó importaría una doble vuelta a la depurada tradición clásica, pues al clasicismo en el estilo y la lengua se añadiría el clasicismo de espíritu. Si entendemos por espíritu clásico el don de proporción y equilibrio, de claridad y serenidad, de esplendor en la severidad y la elegancia, en la plenitud, ninguno a la verdad, más clásico que el suyo”.
Al comentar el admirable ensayo de Rodó sobre Prosas Profanas de Darío dice Zaldumbide: “Poeta y pensador eran espíritus muy disímiles, unidos tan solo por el puro amor y la sutil comprensión de aquel género de belleza, hasta entonces no visto por esos climas. Y esa conjunción, felíz como hay pocas en la historia de las literaturas, señala el punto culminante de la nueva era, la más brillante en la cultura literaria de esos países, a menudo mal informados pero, a la verdad, inteligentísimos”. “Rodó esperaba que la lírica volviese a modular su antigua, su eterna canción, simplemente, ‘para consuelo de afligidos y refrigerio de sedientos’. Mientras tanto, poco a poco se aleja de los poetas. Los amó tanto en la nostalgia de su reino luminoso, que nunca se conformó con ir ‘en el rebaño oscuro de la prosa’”.
Pero el análisis de Zaldumbide es “imparcial” y con las luces de la justa alabanza aduce las sombras de sus limitaciones. “Plantea sin cesar el problema de la vocación; nunca el drama del destino. Bajo la incertidumbre ante el camino por emprender, no ve la perplejidad más transcendental ante la existencia sin razón ni fin”. “No parece preocuparle nuestra significación de hombres en medio del universo, ni este enigma de sentir un alma que interroga en vano por el objeto de nuestra vida”. Y elabora la misma queja en otra parte del libro: “Enhiesto hasta en su bondad más comprensiva y piadosa, immune en su afán redentor, sin tragedia interior visible, no se lo siente ahí como un hombre igual a nosotros; no es un redimido sino un exento. Por eso quizá su palabra no exalta: solo convence. Y por eso quizá se le admira tanto como se le respeta; pero no arrastra consigo la efusión del alma tras la adhesión de la mente”.
“Nos convence pero de cosas que ya sabemos” — dice en otra parte. Y luego, el comentario más negativo sobre la obra de Rodó; comentario que, en mi opinión, pone en tela de juicio el valor substantivo de ella: “¿No llamamos todos un día, a eso de los diez y ocho años, y con fervor casi igual, maestros así a Vargas Vila, que hoy nos hace reir, como a Rodó, a quien admiramos siempre, aunque vemos ya que nos enseñó poco?’ Me pregunto: si Rodó “enseña poco” ¿por qué escribir sobre él?
Zaldumbide escribió esta obra como un homenaje que se le ofrecería a Rodó a su llegada a París. Me pregunto, ¿cómo hubiera recibido el escritor uruguayo este volumen donde se hallan apreciaciones como éstas? Imagino le hubiera sido penoso al uruguayo verse parangonado con Vargas Vila. Y rara vez irónico el crítico, aquí lo es: “Aplanó hasta su altura los caminos más abiertos y seguros. Por ahí, desde temprano, se le sube y encarama toda esa chiquillería vocinglera y universitaria que ha ido repitiendo hasta la saciedad sus llamamientos al ideal”.
Son estas opiniones negativas, testimonios de la sinceridad de su autor que en este ensayo, como en el dedicado a la obra de D’Annunzio, quiso y logró actuar como crítico y no como panegirista.
El “Prólogo” a Poesías Escogidas de Medardo Àngel Silva
Este ensayo de Zaldumbide y la selección de las composiciones de Silva que él hace aparecieron en París en pequeño, elegante formato en 1926. Va mas allá de los límites que me he propuesto pero, por tratarse del modernismo ecuatoriano, me referiré a él brevemente. Ese “Prólogo” es un ejemplo más de la intensidad lírica a la que Zaldumbide podía llegar del modo más natural: “Ni siquiera lo conocí. Pero leerlo es oírlo, y en su voz, persuasiva, penetrante, un son de confidencia nos retiene, más atentos al don de un alma que a la música de las estrofas”.
Y se refiere a los poetas quiteños a quienes trató a su regreso de Francia: “Agitábalos líricamente un caos de aspiraciones estético-voluptuosas. Mas un solo anhelo brotaba en ellos como de fuente inexhausta: ¡salir del cerco de montañas, salir de este rincón del mundo al mundo del arte, de la pasión y la aventura literaria! “Turbados por tan íntimos sortilegios, ¿cómo podrían mantenerse, sino inconformes, no ya tan solo dentro del estrecho marco natal, pero ni siquiera en comunión resignada con la simple condición humana de su destino?”.
Trata sin éxito de aconsejar a los jóvenes poetas que busquen la “expresión artística de tanta hermosura rústica aún no revelada y que aguardaba solo su toque para ennoblecerse e instaurar una tradición genuina”.
La selección que Zaldumbide hace de las poesías de Silva es a todas luces tendenciosa. Las organiza en tal forma en torno al tema de la muerte que, al leer la última composición, parece no quedar a su autor sino el suicidio. Menciona también en ese “Prólogo” a otro de los poetas trágicos: “El ejemplo de Arturito Borja, que una clara mañana, allá en Quito, también se segó en la flor de su lozanía, ejerció indiscutiblemente un atractivo nefasto en su generación”. Se ha discutido si, en el caso de Silva, fue un suicidio o una imprudente ruleta rusa. Abel Romeo Castillo me explicó que Silva estaba entusiasmado con la perspectiva de ir a Europa y que su muerte fue un caso de imprudencia juvenil. De esa opinión participaba Aurelio Espinosa Polit quien había investigado y mantenido correspondencia a ese respecto. De Arturo Boja pienso que no fue un suicidio sino una dosis excesiva de la droga que le resultó fatal, trágica consecuencia tan frecuente entre jóvenes adictos a drogas. Tal era la opinión de Isaac J. Barrera que conoció personalmente a Arturo Borja.
De todos modos, este pequeño volumen, enriquecido por el “Prólogo” de tan finos quilates, fue y es un hermoso homenaje al poeta niño de Guayaquil y una breve y lejana referencia (Zaldumbide estaba entonces en París) del drama íntimo que vivían nuestros modernistas quiteños en los años diez del nuevo siglo.
Conclusión
Gonzalo Zaldumbide es un extraordinario escritor, tanto en el ensayo como en el relato, animados de la misma emoción y sabiduría estética.
Fue un modernista, a pesar de sí mismo, porque en su obra cumplió, como Rodó, las características definitorias de ese movimiento: libertad, sincretismo, idealismo, vigilancia estética. Y fue un modernista que fue más allá de los límites que muchos críticos han señalado para ese movimiento: 1916 o 1920. El encanto de su estilo, frecuentemente lírico, le acompañó hasta el fin de sus días, probando así la tesis de Juan Ramón Jiménez que el modernismo fue un fenómeno epocal, no reducible a un período de tiempo limitado. Pero Zaldumbide consideró el ideal del modernismo “el arte por el arte” y su culto de la verdad limitado, prefirió llamarse un clásico. En la ya citada entrevista que le hiciera Alejandro Vallejo, Zaldumbide definió así el espíritu clásico: “Primero el amor a la verdad, sobre todo, y luego, esa fuerte trabazón que encadena todas las partes de la obra haciendo de ella un todo sólido…El continuo criterio de perfección, y de verdad puesto en todos los momentos. Racine…Los llamados clásicos españoles no son tan clásicos verdaderamente. Se advierte en ellos partes desprendidas, momentos de pura fantasía, de romanticismo… En América tenemos un clásico, tal vez el único: Rodó”. Atribuyo yo este juicio cuestionable sobre los clásicos españoles a la falta de conocimiento de sus obras. Garcilaso, Luis de León, Cervantes, Santa Teresa y otros cumplen a maravilla la definición de clásico que aquí da Zaldumbide.
Resalta en toda su obra su humanismo. Hijo de los perturbados tiempos de entre dos siglos, estuvo vejado por la ausencia de certezas, heredada del liberalismo irreligioso que afectó a muchos intelectuales de su época. Zaldumbide fue, en términos de Carrera Andrade, un “Juan sin cielo”. Pero es de ese combate por hallar un asidero espiritual, una respuesta al enigma del destino humano de donde surge la voz patética del hombre y del poeta. “Los poetas debieran hacernos ver la aspiración desmesurada que duerme en todo corazón…” había dicho Zaldumbide. Y Valéry: “Se trata de extraer lo eterno de lo transitorio”. Es el eco de lo que Edgar Allan Poe, bienamado maestro de los simbolistas franceses, consignó un día: “Tenemos una sed insaciable. La sed que pertenece a la inmortalidad del hombre. Es el deseo de la mariposa nocturna por el lucero. Es no solo la apreciación de la Belleza ante nosotros sino un incontrolable esfuerzo por alcanzar la Belleza en lo alto. Inspirado por un éxtasis, presiente las glorias que le esperan más allá de la tumba.
Windy Acres Farm
Barrington, Rhode Island
Julio de 2012