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Discurso de incorporación en calidad de miembro correspondiente de don Marco Tello Espinoza

El pasado 19 de enero, don Marco Tello Espinosa se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente. Compartimos con ustedes el discurso de orden que leyó en la ceremonia.

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El pasado 19 de enero, don Marco Tello Espinosa se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente. Compartimos con ustedes el discurso de orden que leyó en la ceremonia.

La poesía como un rasgo secular de identidad

A numerosas personas debo agradecer por alentar mi afición hacia el mundo de las letras. En primer lugar, a mis padres, en los lejanos días de la infancia. Más tarde, a profesores abnegados de secundaria y de Universidad, entre quienes mencionaré, con singular respeto y admiración, al doctor Efraín Jara Idrovo, en el Colegio Nacional “Benigno Malo” y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuenca.

Una reciente obligación de gratitud he contraído con los dignísimos miembros de la Academia Ecuatoriana de la Lengua que tuvieron la iniciativa generosa de proponer mi nombre para esta incorporación: doctora Susana Cordero de Espinosa, doctor Simón Espinosa Cordero y doctor Jorge Dávila Vázquez. Asimismo, me siento obligado a agradecer a los señores integrantes de la Comisión de Calificaciones que emitieron el dictamen favorable; y a la Junta General de la Academia que admitió la incorporación, en virtud de mi desempeño como docente, ensayista y estudioso de la literatura.

Y ahora, atendiendo a una honrosa invitación de la doctora Susana Cordero de Espinosa, Directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, procederé a ofrecer a vuestra consideración el libro Cuenca: dos siglos de poesía. Una mirada crítica, publicado por el Municipio de Cuenca y la Universidad del Azuay, con motivo del Bicentenario de Independencia de la ciudad, instituciones a las cuales renuevo mi reconocimiento.

Con la benevolencia del distinguido auditorio, aprovecharé la oportunidad para exponer la metodología que ha dado sustento al libro, a fin de volverlo realmente digno de esta presentación. No es una recopilación -he insistido-; tampoco es una Antología, pues no aspiraba a seleccionar poemas sino a ir tras las huellas del proceso creador. El objetivo fue, entonces, establecer un corpus representativo para, luego, ahondar hasta la red de raíces por la que ha circulado la savia que nutre a una firme tradición estética que ha convertido a la poesía en un rasgo secular de identidad, conforme reza el título de esta intervención. Lo expuesto me ha llevado a explorar en los contextos socio-históricos, siempre cambiantes, en que han ido sucediéndose las promociones líricas cuencanas.

Ojalá que estas páginas despejen, para los amantes de la apreciación artística, el cauce por donde fluye una de las expresiones importantes de la inclinación cuencana a lo trascendente: la poesía, ese arte de eludir el significado ordinario del lenguaje para transferirle el poder de obrar sobre la emoción y la inteligencia a fin de elevarnos a un estado de intermitentes sublimaciones. Se trata de un rasgo que ha llegado a formar parte de la identidad comunitaria.

Si miramos un poco hacia el pasado, descubriremos que la propia fundación española de la ciudad fue una materialización, detalle por detalle, de un ensueño del Virrey Hurtado de Mendoza, transmitido desde Lima a Gil Ramírez Dávalos, Gobernador de Quito, con la orden de fundar una ciudad con servicio permanente de agua, bosques para leña y materiales que sirvieran a la construcción de calles, plaza, templo y edificios.

Obediente a la disposición virreinal, encontró Ramírez Dávalos aquel espacio edénico a orillas del río Tomebamba. Así nació Cuenca, en forma muy bien trazada de damero, habitada por unos pocos españoles, primeros europeos instalados en estos vastos territorios de los pueblos ancestrales. Pronto, la urbe rebasó la línea azul del río fundacional y el límite de los otros tres ríos, bordeados de sauces en hilera. Siguiendo un antiguo ritual, los árboles inclinan las copas taciturnas, destrenzadas por la brisa, a fin de mirarse en el cristal ondulante de las aguas, en clara muestra de que lo bello, es decir, lo poético, está en el propio modo de ser de la naturaleza.

No es de extrañar, entonces, que el paisaje obrara sobre la sensibilidad de los futuros habitantes de la nueva ciudad para la constante revaloración de lo estético trasladado a la palabra. Solo necesitaron transferir al pensamiento y a su realización verbal la magia del entorno. En lo que concierne a la expresión poética, han logrado que nunca cese la corriente lírica para que su ritmo fluya sin descanso, ora apacible, ora turbulento, como el rumor perpetuo de sus ríos, encanto que al padre Juan de Velasco le llevó a imaginar que en Cuenca estuvo asentado el paraíso.

He alcanzado a mirar aquel fluir incesante desde varias cumbres y desde diversos puntos fijos, fiel al consejo de Saussure para el análisis del fenómeno lingüístico, puesto que también el poema constituye, ante todo, un hecho social del lenguaje. Pero luego de mirar, he tratado de encontrar el punto inicial que me permitiera desatar el nudo gordiano en que se presentaba el corpus resultante de la observación, sumiéndome, desde el primer momento, en una vacilación que trataré de ilustrar, a modo de ejemplo, con las variantes que ofrecen estas dos manifestaciones de indudable carácter popular:

a) La primera consta de esta pareja de variantes:

[1] Todo lo puede la plata
todo lo vence el amor
todo lo acaba la muerte
no hay más que servir a Dios.

[2] Todo lo puede la plata
Todo lo vence el amor.
Todo lo consume el tiempo.
Mejor es servir a Dios.

La primera copla se halla en el libro 504, folio 9, a la vuelta del documento fechado el 30 de agosto de 1623, en el Archivo Nacional de Historia de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay. Por supuesto, hay otras estrofas de esta índole en los legajos del Archivo, reveladoras -lo he consignado en el libro- de un naciente estado de conciencia colectivo.

La segunda versión corresponde a Luis Cordero, recogida por don Juan León Mera en Cantares del Pueblo Ecuatoriano, 1892 (p. 39).

Aunque haya poca diferencia formal y de contenido entre las dos estrofas, si se fija la atención en el último verso de cada una de ellas, resulta que en la primera se trata de un mandato (no hay más que servir a Dios), mientras que, en la segunda, de un simple deseo (Mejor es servir a Dios). ¿A cuál de las versiones acogernos? La primera debió de circular durante más de dos siglos y medio hasta adoptar la forma que trae el último verso en Luis Cordero. La fuerza imperativa se ha transformado en deseo porque el romanticismo hispanoamericano contribuía a desprender de la religión el destino humano.

Si se atiende a la organización estrófica, ambas versiones son cuartetas octosílabas de estilo popular, que vienen con los versos pares rimados y los impares sueltos; formas de muy antigua tradición hispánica (siglos XI y XII), que a veces resultaban de dividir pareados de arte mayor, asegura Tomás Navarro Tomás en su Métrica Española. Esto mueve a pensar que los anónimos autores de las coplas encontradas en los documentos notariales del Archivo, rimadores descendientes de quienes fundaron la ciudad, cultivaron en secreto este género de esparcimientos retóricos, facilitados por la cadencia musical del octosílabo.

b) La segunda manifestación consta de esta pareja de estrofas:

[1] Una musa muy discreta
con mucha razón decía
que toda Musa tenía
parentesco con la dieta.
Yo que nunca fui poeta,
ya empiezo a poetizar
en fuerza de mi ayunar,
y es mi ayuno tan severo
que dentro de breve espero
con Apolo emparentar.

(Berroeta (siglo XVIII), en Hernán Rodríguez Castelo, Literatura en la Audiencia, T. II, p. 1466).

[2] Ocúpate en algo, Blas,
¿De qué modo vivirás
noble y sin una peseta?
Mira que en peligro estás
Hijo, de dar en poeta.

(Luis Cordero, en Juan León Mera, Cantares, 1892)

De diferente factura estrófica, ambas expresiones poseen en común el mismo humor y un solo referente, cual es la realidad histórico-social de cada momento; en Berroeta, la precariedad económica en una ciudad sumida aún en lo rural; en Cordero, la necesidad de asumir las nuevas condiciones que imponía el desarrollo y de olvidar los pujos de abolengo.

El padre Nicolás Crespo Jiménez es el primer poeta cuencano conocido. Se ubica en la segunda vertiente de la generación hispanoamericana de 1714, todavía iluminada por los últimos resplandores del barroco. Se la bautiza como rococó, término importado de las tendencias artísticas de la Francia de Luis XV, caracterizadas por la delicadeza, la alegría y la frivolidad, pero también por ser un movimiento de libertad que se enfrentó al antiguo régimen francés y obligó a que los personajes retratados abandonaran la actitud hierática y sonrieran ante el espectador, invitándole también a sonreír y a gozar de la existencia. Es el clima espiritual de aquella época en Europa y en algunas metrópolis de América. El padre Crespo, el mayor de los jesuitasque en 1767 marcharon al destierro, compuso en latín la Elegía del Desterrado. Narra en ella las vicisitudes del viaje y los sufrimientos del proscrito. Las varias traducciones de su composición nos dejan frente a un poeta lleno de añoranza por su solar nativo. Sus quejas anticipan las de Dolores Veintimilla de Galindo, la quiteña que inaugurará, muchos años después, el romanticismo cuencano.

En la segunda vertiente de la generación de 1744 aparece el padre Pedro Pablo Berroeta, otro de los jesuitas del extrañamiento, una suerte de estrella solitaria en el paisaje cultural de la ciudad.

En el caso de Cuenca y, en general, del Ecuador, ha permanecido latente la preocupación por el retraso de su producción literaria con respecto a otras naciones hispanoamericanas. En los dominios de la creación literaria, debemos asumir esta realidad como un asunto de índole cultural. En efecto, el humanismo peninsular había sido trasplantado muy pronto en Hispanoamérica por la Universidad colonial. Según nos han recordado Guillermo Díaz-Plaja (Hispanoamérica en su Literatura, Biblioteca Básica Salvat, N. 67, 1970) y Emilio Uzcátegui (Revista Ecuatoriana de Educación, N. 67, 68 y 69, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1973), la ciudad de Santo Domingo, en la Española, ya tenía dos universidades en 1538. En 1551, se crea la de San Marcos, en Lima. En 1553, la Universidad de México; en 1586, la de San Fulgencio, en Quito; en 1608 la de Santo Tomás, en Bogotá; en 1613, la de Córdoba; en 1696, la de Cuzco; en 1728, la de La Habana; la de Cuenca, en 1867, en plena época republicana, lo que hace presumir que en la ciudad circulaba una corriente humanista alimentada por los libros, cuya lectura alentó el temprano brote de manifestaciones líricas.

Pero el problema persistía. No era posible desovillar el estudio de un corpus tan copioso de dos siglos sin arrancar de un punto de partida, a sabiendas de que todo intento de periodizar la producción literaria corre el riesgo de caer en la arbitrariedad. Apelé a varias propuestas, muy útiles, por cierto, para el estudio de las letras hispanoamericanas y ecuatorianas, pero no del todo convincentes para el caso de Cuenca, hasta que volví a abordar con mayor entereza el libro Esquema Generacional de las Letras Hispanoamericanas. Ensayo de un Método, del cubano José Juan Arrom; Segunda Edición, Bogotá,1977. (La primera apareció por entregas en la revista Thesaurus, entre los años 1961 y 1963).

En el ensayo de Arrom, el punto de partida no fue fijado por el investigador, sino por varias circunstancias históricas coincidentes, que señalan tal fijación en 1474. El Esquema arranca de la generación isabelina -la del descubrimiento- integrada por los españoles nacidos entre 1444 y 1473. La reina Isabel y Cristóbal Colón nacieron en 1451, dentro de tal período. En el reinado de los reyes católicos, iniciado en 1474, año que da nombre a la generación, España empezó a consolidar sus aspiraciones de dominio imperial, plasmadas en 1492 en varios hechos memorables: la rendición de Granada y la expulsión de los judíos, más por intereses económicos que religiosos; el desembarco de Colón, impulsado por los vientos del Renacimiento, en un lugar ignoto que, en la siguiente generación, se llamará injustamente América; la publicación de la primera gramática castellana, por Antonio de Nebrija, pensada en la lengua como lazo de unión entre los pueblos del imperio.

A estas razones habría que agregar el ascenso de un español, Rodrigo Borja, italianizado Borgia, al trono pontificio, también en 1492. Mayor con veinte años a Isabel y a Colón, reinó con el nombre de Alejandro VI, y consta aquí porque fue quien fijó la línea de reparto del mundo recién descubierto entre España y Portugal. Su muerte, en 1503, coincidió con el final de la generación. El año siguiente murió Isabel y, por esos mismos días, regresaba Colón de su cuarto y último viaje, enfermo y desilusionado. En 1504, Américo Vespucci demostró que las tierras a las que llegaron los descubridores no estaban en Asia, sino que formaban parte de otro continente.

Entró, entonces, en escena la generación de 1504, la de los conquistadores: Pizarro, Almagro, Hernán Cortés, y también los misioneros, Bartolomé de las Casas, en particular, y asomaron los cronistas, con quienes Hispanoamérica empezó a contar en la cultura de Occidente. Según el profesor cubano, es la primera generación que tiene una idea precisa de la realidad de lo que entonces se llamaba “Nuevo Mundo”; así, el agonizante Hernán Cortés dispuso, desde España, que trasladaran pronto sus huesos a México para el descanso eterno. En oleadas sucesivas, vendrán los fundadores, relevados por los mestizos; se agudizarán los conflictos sociales, hasta hoy no resueltos, entre los explotadores de los pueblos oprimidos y sus defensores. No hay, pues, arbitrariedad al señalar el año 1504 como el punto de partida que permite a Arrom periodizar el despliegue generacional hispanoamericano.

Despejadas las dudas, constatamos que las generaciones cuencanas alcanzan también la ruta que ha señalado el profesor cubano, un trajinar que, cronológicamente, empieza en el presente estudio con las coplas halladas en el Archivo de Historia, pero que cobra impulso bajo las sombras venerables del padre Crespo Jiménez, del general Escandón y del padre Pedro Pablo Berroeta, en los grupos de 1714 y 1744.

En Berroeta, de cuya muerte se cumplieron en silencio dos siglos en 2021, he creído ver al anticipador de algunas constantes en la cultura literaria de su ciudad; sobre todo, el fervor por el paisaje local, a pesar de la mirada desdeñosa que sus contemporáneos europeos dirigían a lo americano. Lejos de lamentar en el exilio su suerte de proscrito, Berroeta se burlaba, con fino humor, de sí mismo y de los demás. Este recurso eficaz será retomado por Solano y Luis Cordero en el siglo XIX, y por los jóvenes rebeldes del grupo ELAN en la primera mitad del siglo XX. De Berroeta procederá también la concepción del poema como obra de arte inacabada, perfectible.

Después del silencio lírico de los dos grupos subsiguientes, dedicados a la configuración urbana de su espacio, resonaron, en la generación de 1834, las primeras voces románticas, bajo la influencia de una hermosa mujer quiteña y exquisita poeta, Dolores Veintimilla de Galindo. Cautivó ella a la joven intelectualidad cuencana, pero agitó el avispero de celadores de la moral, a quienes escandalizó el que una mujer poetizara y que, además, opinara en contra de la pena de muerte, con ocasión de la condena al indígena Tiburcio Lucero. Fue el pretexto para vilipendiarla grotescamente hasta llevarla al suicidio, un temprano y firme repudio a la discriminación de la mujer. Consiguieron arrancarle la vida, mas no la persistencia de su voz conmovedora.

El autor más representativo del grupo fue Luis Cordero, humanista, político, científico. Es el poeta de Aplausos y Quejas y de la elegía funeral ¡Adiós!; y también un adelantado de su promoción por la solidaridad con el mundo aborigen, lo que le llevó a poetizar, con igual mérito, según los entendidos, en la propia lengua nativa. Cordero es un auténtico intelectual orgánico, si lo observamos con respetuosa serenidad a la luz de Antonio Gramsci.

En la siguiente generación, la de 1864 -romántica también, iniciadora del modernismo- se destacan Miguel Moreno y Honorato Vázquez, quienes publicaron en edición conjunta Sábados de Mayo, poesía romántica, intimista que conmovió a los contemporáneos porque empezaba a perfilar su identidad; pero es Remigio Crespo Toral la figura dominante, no solo por su caudalosa obra poética. Él asumió el liderazgo ideológico de su grupo y fue un ensayista que logró pulir una prosa de reminiscencia martiana. Su poesía y sus ensayos normarán el gusto literario de la ciudad hasta bien entrado el siglo XX.

Proseguirá la generación de 1894, tardíamente modernista en el contexto latinoamericano, pero en la que destella con luz propia Alfonso Moreno Mora, y se escuchan las voces de Aurelia Cordero de Romero, con su refinado Mensaje a la Hermana Tormento, de ritmo vivaz, de tema sepulcral, romántico, anunciador de nuevos matices expresivos; también constan otros autores de valía: Juan Íñiguez Vintimilla, Alfonso Malo Rodríguez, Remigio Tamariz Crespo, agudo crítico y poeta.

Advendrá a continuación la de 1924, vanguardista y postvanguardista, con Remigio Romero y Cordero, poeta de vasta producción, mejor recordado en el libro por su breve composición Elegía de las Rosas; está Mary Corylé, liberada, como mujer y como artista, del peso de la tradición familiar y social. Su poema Bésame define mejor su franca actitud postmodernista, que en su tiempo habrá vuelto a escandalizar a los celadores de la moral. Está César Andrade y Cordero, que proporcionó dimensión telúrica al paisaje nativo y ensayó, en temas íntimos (el amor, la muerte, la familia) un lenguaje plenamente surrealista.

El autor que considero más importante, sin embargo, es un cuencano universal, César Dávila Andrade, cuyas circunstancias vitales le obligaron a consagrarse en forma exclusiva a la literatura. Cultivó el relato, que ha sido poco difundido. Un gran aporte a las letras nacionales e hispanoamericanas constituyen sus poemarios mayores: Oda al Arquitecto, Catedral Salvaje, Boletín y Elegía de las Mitas, poema, este último, labrado a filo de lenguaje, con elementos formales y sintácticos tomados de la propia lengua de los vencidos; y también los poemas del llamado período hermético.

Ascenderá después al escenario lírico la generación de 1954, francamente rebelde, bohemia, existencialista, aventurera, kafkiana, endurecida por la sal del océano. La integran poetas de indiscutible calidad, quienes convirtieron la poesía en arte de vivir, pero rodeados de un nuevo paisaje: la cultura. Para lograrlo, disfrutaron de una lúcida longevidad. Están Jacinto Cordero Espinosa, Eugenio Moreno Heredia, Claudio Cordero Espinosa, recientemente fallecido, Alfredo Vivar. Y está el menor de la primera vertiente, Rubén Astudillo y Astudillo. La segunda vertiente es bastante prolífica. Se destacan en ella Jorge Dávila Vázquez, reconocido poeta, crítico y narrador; Alberto Ordóñez Ortiz, Sara Vanegas Coveña, Catalina Sojos.

Esta generación está representada en el libro por Efraín Jara Idrovo como figura principal, porque fue quien más innovó el lenguaje poético, respaldado en su formación lingüística y en su entusiasmo por la crítica literaria. Entre El Mundo de las Evidencias, El almuerzo del Solitario, Añoranza y Acto de Amor, hasta la explosión de efecto sinfónico de sollozo por Pedro Jara hay progresión, un constante batallar pos vanguardista, experimental, que pudo anonadar a muchos de sus contemporáneos; mas, no negar el muy alto nivel alcanzado por la lírica, gracias a su perseverancia y tenacidad en el pulimento y dominio de la forma, pues también concebía el poema como obra de arte perfectible. Jara fue un ejemplo motivador para los estudiosos del fenómeno literario y los secretos de la creación artística.

Finaliza el estudio con la generación de 1984, posmoderna e inconforme, que guarda sincronía con las expresiones de incertidumbre universal, la modernidad líquida que llama Zygmunt Bauman, en la que estamos siempre en riesgo de abismarnos. Anotemos, sin embargo, que similar peligro fue anunciado para el siglo XIX por el escritor estadounidense Nathaniel Hawtorne (1804-1864) a través de uno de sus personajes: “Esta grieta (…) era solo una boca del abismo de oscuridad que está debajo de nosotros, en todas partes. La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio”. (citado por Borges en Inquisiciones / Otras Inquisiciones, Debolsillo, México, 2013, p. 233). Son poetas muy representativos de esta generación: Galo Alfredo Torres, Fernando Moreno Ortiz, Jorge Arízaga Andrade, Cristóbal Zapata, en la primera vertiente. En la segunda, el anunciado temor se expresa en las voces de María de los Ángeles Martínez, Sebastián Lazo, Juan Carlos Astudillo.

Y, ahora, solo falta la generación de 2014, que mantendrá vigencia hasta 2043; es decir, hasta cuando algunos de los aquí presentes seamos polvo y ceniza (con perdón de Eliécer Cárdenas). En un mundo en que todo es simultáneo, vida y muerte incluidas, será difícil hallarle acomodo en esta rígida periodización. Sin embargo, le corresponderá recordar el primer centenario de nacimiento de varios literatos cuencanos de la generación de 1954.

He mencionado únicamente a las figuras representativas, cuando en realidad integran el entramado generacional cerca de 150 poetas agrupados en un corpus establecido atendiendo a los valores estéticos y también al gusto colectivo, en cada tramo de la secuencia temporal. Para lograr este propósito, me vi en la necesidad de seguir el rastro, cual cazador furtivo, período tras período, de los poetas que han estampado huellas en la lírica cuencana, a partir del siglo XVIII hasta los primeros años del siglo XXI. He averiguado por ellos con paciencia y entusiasmo. Cuando al fin los encontré, me he atrevido a convocarlos para que ocuparan ordenadamente el puesto que la historia literaria les había asignado en estas páginas. ¡Qué osadía!

Este ha sido un proyecto largamente procesado, en riego de tornarse interminable. Pero sobrevino la pandemia y, con ella, la oportunidad de aprovechar el aislamiento obligatorio para procurarle configuración definitiva. Era también el momento de respaldarlo, como esquema, apelando a la reconocida autoridad de José Ortega y Gasset.

Según el maestro español, una generación se instala en un período de la historia de treinta años, a partir de la fecha en la que accede a la etapa de gestación. Las primeras tres décadas de vida de los seres humanos corresponden a su formación, modelada por el conjunto de valores imperante. Deviene luego un momento de iniciación o gestación, entre los 30 y los 45 años de edad, durante el cual asimilan el aprendizaje transmitido, organizan su mundo y admiten o rechazan los valores inculcados y también los que proponen quienes andan entre los 45 y los 60 año de edad, que dominan la escena. Llega, entonces, la etapa de plena madurez o de gestión, entre los 45 y 60 años, cuando las personas se instalan en el mundo que edificaron y proyectan el legado que admitirá o rechazará la promoción venidera. En la década de 1930, en la cual José Ortega y Gasset diseñó su método, probablemente no muchas personas prolongaban su ciclo vital más allá de los sesenta años. Esto –ya lo hemos visto- no sucedía en la lírica cuencana; peor ahora, para sobresalto de la seguridad social, aunque poca oportunidad de actuar sobre el espíritu de la nueva generación tendrán quienes sobrepasan los sesenta años de edad, porque su experiencia vital y cultural deberá competir con la memoria acumulada, congelada, sería mejor decir, en los recursos informáticos.

Concluida la etapa formativa del grupo, cuentan para la delimitación generacional los momentos de gestación y de gestión, en vertientes de 15 años, las etapas vitales en que los seres humanos estampan su huella en la historia. Este es el esquema que adopta Arrom y el que he adaptado para observar el despliegue de las generaciones líricas cuencanas a lo largo de dos siglos. En esta adaptación, constan, en la primera columna, las dos vertientes; en la segunda, las fechas de nacimiento y de muerte; en la tercera, la etapa de formación (30 años); en la cuarta, la de gestación (15 años); en la quinta, la de gestión (15 años). De esta suerte, pertenecen a la misma generación -como proponía Ortega- las personas nacidas en una misma zona de fechas. El cuadro permite confirmar, además, la forma en que las generaciones se eslabonan, pues cada una se encadena de algún modo con la anterior y con la posterior.

En el libro, una demarcación temporal y espacial preside el enfoque de cada generación bajo el subtítulo de El escenario, para no abundar en los desajustes y contradicciones que de hecho pueden presentarse entre la ideología, el sistema de valores de una época, y el quehacer siempre callado del poeta. No debe olvidarse que también el poema se gesta en el silencio, y que proviene, a veces, de una realidad que solo existe en el mundo inabarcable de la imaginación y de los sueños.

Una vez descrito el escenario, he procurado establecer los rasgos de la fisonomía estética de los poetas ubicados en cada segmento temporal. En lo que concierne al aparato crítico, he preferido aliviarlo, reservando las notas de pie de página para lo anecdótico, para aquello, a menudo trivial, que forma parte de la historia paralela, pero indispensable para valorar la propuesta. Las fuentes de consulta, anotadas en el interior del propio texto, constan en la Bibliografía.

Queda, pues, a vuestra disposición un libro que recoge el entramado temporal del proceso lírico de Cuenca. Quizás lo he urdido con objetable fervor y entrega apasionada, y aspiro a que venga en mi auxilio la certeza de que lo más enriquecedor de un proyecto intelectual no es su pasiva aceptación, sino el reto que plantea para la discusión y la polémica. Toda obra es un borrador, aseveraba Borges, idea que nos trae a la mente la imagen señera del padre Berroeta.

Para concluir, reitero mi reconocimiento a la doctora Susana Cordero de Espinosa, Directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, por la honrosa oportunidad de presentar el libro ante la Academia; al doctor Simón Espinosa Cordero, respetado académico, por su palabra alentadora. Mi reconocimiento al doctor Francisco Proaño Arandi, quien ha apoyado sin reservas la organización de este evento. Gracias al académico, doctor Jorge Dávila Vázquez, por el prólogo autorizado y cordial en que presenta al autor y motiva la aproximación de los lectores. Un agradecimiento especial a la Casa de Cuenca en la persona de su vicepresidenta, señora Priscila Flores, por la cordial acogida para este acto de incorporación. Gracias a mis hijos María Catalina y Marco Antonio; a mi nieta Ana Julia; a mi hermano Rolando; a Catalina León Pesántez, mi dilecta compañera. Gracias al sinnúmero de poetas, la mayoría difuntos, cuya pervivencia lírica ha dado forma y fondo al libro y ha propiciado este grato encuentro intelectual.

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