Por los años 1959 a 1962 un joven profesor del colegio “San Gabriel”, de los jesuitas de Quito, llevaba un Diario, que a la vuelta de veintidós años, vería la luz. Allí, en los días 126 a 127, de 11 de enero de 1961, doy con esto:
Me urge tanto leer, que no pensaba tomar esta noche mi Diario.
Pero leyendo los poemas de Francisco Proaño he pensado muchas cosas.
Por abril del año pasado leían los de cuarto “El Quijote”, y en el Club Pickwick charlábamos sobre “Esperando a Godot”. Ahora he hallado en un poema de “Pancho” escrito por esas fechas esta estrofa:“Amado Don Quijote, dichosos los que vieron
pasar por los caminos a tu aire de pierrot.
Que tú ibas a los cielos los hombres no supieron,
cual Vladimir y estragón esperando a Godot”.Alguno que leyese la estrofa y supiese que su autor era alumno de cuarto curso pensaría: “¡Repitiendo frases ajenas… hablando cosas que no sabe!”
Pero Francisco Proaño es hondo. Su mirada es profunda… acaso algo lejana (Frecuentemente le sorprendo en el salón meditando quién sabe en qué, con rostro un tanto “existencialista”).Prosista y poeta, creo que es algo más que esperanza para las letras.
Hasta aquí esa amarillenta ficha de ese diario -se escribía en fichas-. Pero en la publicación los apuntes del joven profesor llevan unas notas. La de este apunte es así:
Francisco Proaño publicó, al año siguiente, un tomito con el título “Poesías” (Casa de la Cultura). Pero más tarde se destacó como cuentista y novelista. “Historias de disecadores” (1972) y “Oposición a la magia” (1986) le valieron lugar de privilegio entre los nuevos cuentistas del Ecuador, y su extraordinaria novela “Antiguas caras en el espejo” (1984) le mereció un premio nacional de literatura. “Proaño Arandi es, en este momento, el escritor más riguroso y responsable de su promoción, excelente constructor de atmósferas y forjador de un mundo narrativo inconfundible” -escribió en 1986, el crítico encargado de seleccionar los cien tomos de la “Biblioteca de Literatura Ecuatoriana” de las editoriales “El Conejo” y “Oveja Negra”. Mucho antes, en 1972, el autor del Diario y profesor en estos años de Proaño Arandi, había escrito en “El Tiempo” -comentando “Historias de disecadores”-: “Proaño Arandi es uno de los tres o cuatro cuentistas más brillantes de la generación”.[1]
Y esta noche, a tantos años de lo uno, el Diario, y lo otro, la nota, el profesor que en esas noches fatigadas del apasionado maestro borroneaba esos apuntes para que esos días de colegio no se sumiesen en la pura nada, sin siquiera el recuerdo, y el editor que anotó el Diario para su publicación, que era el mismo autor, pero ya no era el mismo, abre las puertas de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, solemnes y difíciles, pesadas con el peso de ciento treinta y cinco años de graves tareas y trayectorias ilustres, al joven alumno de esos lejanos años 59-62.
Hace casi medio siglo le dio la bienvenida a otra Academia. El joven profesor había fundado en el “San Gabriel” de entonces una Academia Literaria en la que todos los que leían y escribían en el colegio charlasen y se abriesen unos a otros esos mundos que habían descubierto en sus lecturas. Olvidado de una centenaria y gloriosa tradición, el “San Gabriel” de esos años apenas leía. Con ese pequeño grupo de académicos, mirados al comienzo con sonrisas burlonas, pero admirados cuando en los certámenes colegiales de entonces acaparaban casi todas las medallas de oro y hasta las de plata, el “San Gabriel” volvió a ser un centro de cultura. En los concursos escritos del Libro Leído de 1962, Francisco Proaño perdió, por sorteo, la Medalla de Oro, pero ganó la de Plata. Fue uno de los medallistas gabrielinos en esa tarde del 28 de mayo, de la que el autor del diario se ufanaba: “Fue una tarde de gloria para el San Gabriel”. Y los académicos de entonces, todos, son ahora brillantes escritores. En esta hora de reconocimiento a uno de ellos -el mayor reconocimiento en cosas de lengua-, mi homenaje silencioso a todos ellos, a quienes sin duda está recordando también el flamante nuevo académico.
La Academia Ecuatoriana de la Lengua ha querido dar el mayor rigor la elección de nuevos Miembros. Y la Comisión de Calificación, por la que deben pasar las candidaturas con todo su peso de méritos, casi todos cuajados en libros, precisó a quiénes se debía franquear el acceso a la Corporación. Eran tres clases de gentes ilustres en estos quehaceres y empresas:
- Lingüistas y gramáticos. Con obra sólida y libros de la especialidad publicados.
- Creadores literarios, cuya especial riqueza idiomática y dominio de la lengua signifiquen un aporte desde la ladera de la literatura al español.
- Lexicógrafos, tanto quienes hayan trabajado en el campo lingüístico de la lexicografía, como quienes por su dominio de alguno de los ámbitos del conocimiento puedan aportar a las tareas lexicográficas de la Academia.
No cabe duda de que quien esta noche se convertirá en Miembro de la Academia Ecuatoriana se ha ganado un lugar en ese segundo andarivel de merecimientos.
Y esto nos pone a las puertas de un excursus inquietante y fascinante, tanto que no resisto la tentación de invitaros a dar un par de pasos por él: ¿Qué novelista o narrador debería ser llamado a la Academia, a la Española o a cualquiera de las hispanoamericanas? ¿Todo gran novelista? ¿O solo novelistas y narradores que hayan vivido y creado en la lengua con especiales poderes y saberes y como quien se ha hallado en la lengua como en solariega casa propia?
Puestos a dar primeros pasos hacia una respuesta se nos presenta el autor de la obra más rica del español en la hora en que la lengua fue más rica y más libre y poderosa. Es el autor de una novela. Y resulta que esa novela ensanchó los horizontes del español más que cualquier otra obra de la naturaleza que fuese, de tantas brillantes como se escribieron en el siglo de oro. Y cuanto ese novelista escribió en su novela, es, por ese solo hecho, español. Si entonces hubiera habido Academia de la Lengua Española, don Miguel de Cervantes Saavedra debió haber sido elegido Miembro de Número, por su novela, que no era, al parecer, sino una novela paródica de bizarro humor. Pero era novela que se extendía por todos los campos del vivir y pensar y sentir de la España de tiempo, hasta afondar en sus tierras más hondas. Y, al decir todo aquello, convertía el español en estupenda lengua de cultura y vida. En señorial documento del espíritu español, que en ninguna parte habita más a sus anchas que en la lengua española.
Pero saltando largos siglos, ¿no resultaba anómalo que Camilo José Cela no fuese Miembro de la Real Academia Española? Pero la Academia reparó la anomalía y llamó a su seno al autor de tantas novelas que eran verdaderas ordalías y funambulescos alardes de llevar el español contemporáneo hasta insospechados límites. Aunque cabía que algunos engolados y moralistas académicos sospechasen lo que podía suceder. Y sucedió: que Cela, ya en la primera sesión académica a la que asistió, reclamó que se incluyese en el Diccionario la voz acaso más usada del español medio y que decía algo de lo más fundamental en la vida humana y que no tenía lugar en el Diccionario de la Real Academia; es decir, no había palabra que nombrase aquello en el español oficial: coño!
Pero, si de novelistas que manejaban la lengua en auténticos alardes, ¿por qué no se llamó a la Academia a Gabriel Miró? ¿Acaso porque sus novelas y cuentos se tenían en menos en tanto novelas o cuentos? Pero, qué importaba aquello si nadie en la España del tiempo decía lo español con la propiedad, riqueza, sabor y luminosidad de Miró. ¡A cuántos jóvenes aprendices de escritores he leído su cuento “El oracionero y su perro”, donde, a vuelta de tantas deliciosas pinturas, están las dos de perros -un hermoso can es el centro del cuento- más bellas que se hayan hecho en español.
Y, aunque alargue un tanto el vagabundeo por el tema de la Academia Española y los novelistas, me siento obligado a anticiparme a cualquier malentendido o suspicacia. La Real Academia Española -y más tarde sus pares americanas-, lejos de menospreciar el aporte a sus tareas de novelistas, lo han exaltado llamando a esos creadores de lengua viva y poderosa a su seno. Comenzó la serie ilustre con Valera, en 1862, y siguió con ese cronista mayor de la historia española hecha vida y drama que fue el autor de los Episodios Nacionales, Benito Pérez Galdós, en 1875, y dos años más tarde Pedro Antonio de Alarcón. Y en el siglo XX ocuparon sillón académico Luis Coloma (1908), Palacio Valdés (1920), Pío Baroja (1935), y, tras largo paréntesis, abrieron otra vez para la novela esas severas puertas Wenceslao Fernández Flores (1945), Cela (1957), Melchor Fernández Almagro (1951), Zunzunegui (1860) y Ramón Pérez de Ayala (1962). Y seguiría lista larga con figuras como Delibes (1875), Torrente Ballester (1977) y Francisco Ayala (1984). Pero Gabriel Miró no fue miembro de la Academia.
Prometí no aventurarme por tan suculento tema más de dos pasos y ya están dados. Hasta tres, con este recuerdo largo de los novelistas que se unieron a gramáticos y lexicógrafos, historiadores y pensadores en la alta tarea académica. Y volvemos al nuevo académico, que llega a la ilustre casa con el título de novelista y cuentista. Ninguno más, pero también ninguno menos.
Y esto como que me exige atender más en la ilustre trayectoria que hoy así se reconoce y honra a la lengua.
En 1972 elijo como Libro de la Semana de “El Tiempo” el primer libro de cuentos de Francisco Proaño. Y destacaba que este autor de veintiocho años se mostraba en Historias de disecadores “como un relatista extraordinariamente maduro. Maduro en la estructuración sus cuentos, en el tratamiento de los personajes, en la seguridad con que ahonda en la vida interior de sus héroes; estilísticamente maduro, cosa que importa técnicas y ritmos actuales”. Y varios de esos rasgos de madurez solo podían lograrse con un manejo maduro del instrumento expresivo, que es la lengua.
En otro párrafo del comentario destacaba: “Pocos cuentistas tan morosos como Proaño Arandi. Y por ello mismo, en pocos hallamos ambientes tan densos y análisis interiores tan complejos”. Y no hacía falta apuntar que ni morosidad, ni densidad, ni profundidad podían lograrse sino con morosidad y densidad y agudeza del lenguaje narrativo.
Pero había más. Tras tachar la palabra misma del título “disecadores” de “poco feliz”, un párrafo ponderaba: “Y todo ello en tercera persona. Una tercera persona rica en tonos y ritmos, como para entregarnos lingüísticamente la voz del personaje. Una tercera persona con todas las calidades de intimidad que pudiera tener el monólogo interior -la primera persona- pero que aumenta el efecto de soledad y confiere mayores posibilidades de rigor y severidad al análisis”.
Es decir que a sus veintiocho años, Proaño Arandi se movía en cosas de lengua entre maduro y virtuoso.
Y vino, a los doce años, la novela. Y fue una novela grande.
Titulo mi columna de “Libros y Gentes” de “Expreso”, del 2 de noviembre de 1984, “La mejor novela ecuatoriana del 84” y es la novela de Proaño Arandi Antiguas caras en el espejo, e inicio el comentario así: “ “Antiguas caras en el espejo” significa la llegada a la novela del brillante cuentista de “Historias de disecadores”. Una llegada, como cabía presumir por la calidad que mostró siempre en su escritura, brillante”.
Era una historia de crímenes, “pero no al estilo policíaco de “detectio” y descubrimiento final, sino entre la fatalidad helénica y el crimen y castigo dostoyeskiano. En el contexto latinoamericano del hoy (mejor: un ayer próximo) de la historia y la política -historia y política son telón de fondo entre alusivo y esperpéntico”.
Largamente se podría evocar esta que en ese comentario llamé novela tremenda, en que “no solo los asesinos están sumidos en obscuros laberintos. Los que los manejan desde lo alto viven en sombríos recovecos”. Pero ni es la oportunidad ni el tiempo lo sufre. Y me he impuesto abordar la narrativa de Proaño Arandi por el lado de la lengua, que es lo que hace al caso de esta noche académica.
Hallo dentro de la novela una papeleta, no sé si escrita para cierta conferencia que diera sobre la novela ecuatoriana y esta especialmente. Y leo: “Los pasajes más brillantes -que pertenecen a lo más brillante de la novela ecuatoriana de la década- son aquellos en que anima al obsesivo y barroco ejercicio del lenguaje un viento de narración. En que se cuentan cosas. Como cuando Gómez cuenta, acosado por sus fantasmas interiores, o esos fantasmas cuentan cómo asesinaron al viejo presidente, de la 107 a la 110 de un solo aliento y ritmo. Donde se prueba, una vez más, -por si hiciera falta prueba- que la novela es un producto del género narrativo y que eso, en buen romance, quiere decir contar. Todas las complejidades -que son las que ha innovado la novela del siglo- no deben ahogar el contar, sino potenciarlo. Es acaso la mayor lección del “Ulises”, que es, a la vez, estupenda suma de complejidades y vasto repertorio de modos de contar. Y cuenta tan bien, que en contar un día se le va el gran volumen. Y lo es también de Proust, de Kafka, de Faulkner. Por solo nombrar los cuatro novelistas capitales del siglo”.
En estos territorios fronterizos de tensión profunda, variada y rica entre el puro contar y los juegos y encaprichamientos de una escritura a la que seducen los límites, se sitúa la novela de Francisco Proaño. Por el otro lado, el de un contar fácil -fácil para el narrador y fácil para el lector-, sin especial espesor ni mayor riqueza del instrumento, están los bestsellers. El bestseller ha logrado mucho en ese puro narrar: arte de los cortes, manejo de los efectos, habilidad para los diálogos, suspenso, dar la impresión de que se entrega al lector preciosa información. En suma, una técnica exacta para atrapar al lector y no soltarlo hasta el final. Eso es, por dar un ejemplo que seguramente todos conocen, El código da Vinci. De obras así se venden millones de ejemplares. Se ha vendido mucho, muchísimo más de Stephen King que de Faulkner. Pero esas obras, como literatura, no valen nada. Tanto que en una traducción nada pierden. Y no dejan nada perdurable en ningún sentido. No han ido más allá de hacer pasar un rato entretenido. Que para los lectores de literatura resultará aburrido. Así como para quienes gustamos del gran cine “Avatar” nos resulta aburridísimo.
Francisco Proaño no va a hacer nunca un bestseller. Él lo sabe, y ha hecho el voto de pobreza propio, sobre todo en los tiempos fenicios que vivimos, de todo buen escritor, y más si es grande.
Volviendo al motivo de todo esto, la Academia lo acoge esta noche como uno de sus Miembros porque sus novelas -y sus cuentos, no los perdamos de vista- son literatura.
Él lo sabía y así trabajaba obras que se sucedían una a otra, como fruto de un ocio diplomático fecundo: Oposición a la magia (Nueve cuentos, 1986), La doblez (cuentos, 1986), Del otro lado de las cosas (Novela, 1993), Cuentos (una antología, en 1994), Historias del país fingido (entre el cuento y el divertimento brillante, 2003), La razón y el presagio (Novela, 2003), Perfil inacabado (otra antología, 2004), Tratado del amor clandestino (Novela, 2008), El sabor de la condena (Novela, 2009).
Volvamos años atrás. A 1962, cuando Francisco Proaño gana medalla en los concursos del Libro Leído, con un brillante y muy personal ensayo. Pocos días antes la Academia Literaria ha tenido una sesión solemne. Completamente inusitada para un acto colegial. Sobre el tema “La novela en el primer cuarto del siglo XX (1891-1928)” alumnos del colegio han presentado La Saga de Gösta Berling de Selma Lagerlöff, Los campesinos de Ladislas Reymont, La montaña mágica de Thomas Mann, Ulises de James Joyce, El Castillo de Franz Kafka. Y ha completado la serie el profesor con En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. En tan estupenda galería a Francisco Proaño le ha correspondido esa soberbia novela rural del polaco Reymont. El maestro que animaba esos empeños sabía por qué entregaba a ese principiante tan poderosamente dotado para el barroco novela con tanto de deslumbrador barroco.
Al casi medio siglo de esos primeros pasos por el arriscado camino del ensayo literario, el joven fascinado por Los campesinos, que le ha iniciado en los secretos de minería para extraer cuanto todo guarda una gran novela, nos entrega un libro de ensayos sobre literatura: Entretextos. Y esas penetrantes reflexiones iluminan, más aún que las novelas y los movimientos que aborda, su propia poética y la del movimiento de vanguardia de que Proaño se siente parte. Porque ve dos momentos de vanguardia en la literatura ecuatoriana del XX, uno entre 1918 y 1934 y otro entre 1960 y 1969, “ambos -dice- caracterizados por una insurgencia orientada, no solo en un sentido de incomodidad con la situación de la cultura prevaleciente en el país, sino, además, por la necesidad de subvertir la escritura misma, tanto como los modos y estilos literarios en boga”. Y de este segundo movimiento afirma que “desembocaría en una priorización del texto literario por sobre las preocupaciones de carácter social y político”.
Para la certera mirada de Proaño, Pablo Palacio es hito ineludible en el nuevo camino, el único certero, por entre tanto desvío aberrante con que la bullente política de la hora tentaba. Gallegos Lara, que como marxista ortodoxo era sectario en cosas de literatura, ha condenado en La vida del ahorcado lo que denominó “un concepto mezquino, clownesco y desorientado de la vida”. Proaño muestra que el desorientado era Gallegos Lara (no lo dice, pero la desorientación llegaría hasta Agustín Cueva): “Lo que es mezquino, clownesco y desorientado es, nada más ni nada menos que la realidad, la realidad de las pequeñas vidas que el autor de Vida del ahorcado, Débora y Un hombre muerto a puntapiés analiza sin piedad, implacablemente. La revolución literaria de Palacio radica en impregnar el texto, su estructura, su sintaxis, de eso “mezquino, clownesco, desorientado”, para transmitirnos, en el plano mismo de nuestra conciencia y de nuestros sentidos, la verdadera realidad, vista y sentida, convertida, su intelección, en experiencia”. Escribía esto Proaño Arandi en el 2003, y mostraba la lucidez de su proyecto, lo certero del camino emprendido. Que era el que dijo en las tres últimas líneas de ese ensayo: el “paulatino enriquecimiento del texto, evidente en los principales creadores de estas últimas décadas, de 1970 a esta parte”. Por ese enriquecimiento del texto este, que es uno de esos “principales creadores de estas últimas décadas”, se convierte en Miembro de esta centenaria agrupación de gentes apasionadas por el texto, cuyo lema, el de la Academia española, antes madre y ahora hermana de las hispanoamericanas, dice “limpia, fija y da esplendor”. Creadores literarios que siembran y cultivan para ricas cosechas son los que dan a la lengua ese esplendor.
En el 2005, Jorge Dávila Vásquez, organizador del IX Encuentro de Literatura de Cuenca le pide confesar su “poética de autor”. Y Proaño, que ya en pequeño pero denso ensayo nos ha llevado hasta el inicio de su carrera de escritor en los días de la infancia, a la sombra de la madre que contaba historias tan trepidantes como la de capa y espada El jorobado de Paul Feval y del padre asiduo comprador de Leoplán -en la que Proaño lo mismo que yo leímos nuestros primeros Dostoyeski-, comienza así: “¿De qué puede hablar un autor a la hora de referirse a su propia poética sino de aquello que le es esencial, consubstancial, esto es, el lenguaje o, mejor dicho, la confrontación con el lenguaje? Es allí, en ese espacio crucial, donde alcanza una identidad, cierta carnalidad: en el cómo, el cuándo y el por qué de su escritura, y concomitantemente, en el modo como ha persistido y evolucionado en ella o frente a ella”.
Dos años antes, en una mesa redonda, nos había revelado secretos últimos de la empresa novelística que esos textos iban construyendo. Y casi cabe hablar de un solo secreto, clave de todo ese férvido quehacer: libertad. Libertad frente al poder. En la hora que la patria vive hay que volver a pronunciamientos así: “la inquisición en el poder y contra el poder, contra todo poder, parece ser el sustento fundamental del arte, en particular de la literatura. Sobre todo si la palabra ha de ser intrínsecamente interpelante, interpretativa, jamás totalizadora o absolutista, puesto que, cuando lo ha sido, hemos tenido que asistir a la aparición, siempre ominosa y aún infame, del totalitarismo”.
Y uno de los focos de la elipse de la obra de Proaño ha sido de rebelión y rechazo de eso que algunos han llamado el misterio del poder, rechazo “en el intento, connatural también al hecho artístico, de profundizar, tanto en la verdad del ser, cuanto de manera más generalizada en la condición humana”.
El otro foco es un haz de luces lívidas que buscan desgarrar atmósferas ominosas del Quito de la infancia, con sus recovecos en los que la memoria se pierde como en desvanes y laberintos, y la búsqueda del padre simbólico. Y es este foco tan fascinante como desasosegante el que fragua en textos que nos dejan ante un arte cada vez más maduro en el Tratado del amor clandestino, la última gran novela de Francisco Proaño Arandi, aparecida ayer no más en una edición de circulación tan fantasmal como los fantasmas que la novela exorciza.
Y es hora ya de escuchar al nuevo académico, en ese discurso de rigor que es como su presentación de cartas credenciales -trato con un diplomático- para ingresar, con sobra de merecimientos, en esta república literaria. Es motivo de justa ufanía y de entrañable complacencia dar la bienvenida a esta grave academia a quien de jovencito acogí, hace ya cosa de medio siglo, en aquella juvenil, alegre, desenfadada y, sobre todo, libre Academia Literaria del colegio “San Gabriel”.
¡Bienvenido Francisco Proaño Arandi a la Academia Ecuatoriana de la Lengua!
Centro Cultural “Benjamín Carrión”, el 9 de marzo de 2010.
[1] Diario del “¨San Gabriel” 1959-1962, anotados por Hernán Rodríguez Castelo. Edición del X Congreso Latinoamericano de Exalumnos de la Compañía de Jesús, 1995, p. 246