»¡Feliz el corazón que limpio, puro,
sólo de Dios refleja las miradas;
blanca paloma de amorosos ojos,
en el seno de Dios su nido labra!
»La sangre, oh hijos míos, de la tierra
es la más negra y formidable mancha.
¡Feliz el hijo de la Paz, que hijo
también de Dios los ángeles le aclaman!
»¡Venid a mí los que lloráis! El peso
yo alivio del dolor, le trueco en calma;
fuente de luz y de la eterna vida,
vida y calor derraman mis palabras.
»De mí aprended que manso y humildoso
sólo de amor mi corazón es brasa.
¿Queréis felices ser?… De este angelito
el candor recobrad, míseras almas».
Y hablando así, como tranquilo arroyo,
se deslizan, cantando sus palabras.
¿Oyó jamás tan dulce melodía
en su destierro, la proscrita raza?
Y al alma luz, y al corazón consuelo,
y al ciego vista, y voz al que no habla,
y vida al muerto, y paz, paz a la tierra,
brotan radiantes esas tersas aguas.
Y el que habla así y trastorna de natura
las leyes, tierno con los niños habla…
Ciega razón… ¡humíllate! ¿La aureola
de esa divina faz a ver no alcanzas?
Mas, ya en la arena el gladiador, helado
cerró los mustios ojos, de venganza
roído y de dolor… ¡ay infelice,
de Jesús no escuchó ni una palabra!
Fuente: Biblioteca virtual Cervantes.