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Discurso de recepción a don Simón Espinosa Cordero en calidad de miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, por don Hernán Rodríguez Castelo

Desde nuestros archivos compartimos con ustedes el discurso con el que don Hernán Rodríguez Castelo recibió a don Simón Espinosa Cordero el 13 de septiembre de 2012 en el Centro Cultural Benjamín Carrión, en su incorporación como miembro correspondiente.

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Desde nuestros archivos compartimos con ustedes el discurso con el que don Hernán Rodríguez Castelo recibió a don Simón Espinosa Cordero el 13 de septiembre de 2012 en el Centro Cultural Benjamín Carrión, en su incorporación como miembro correspondiente.

Simón Espinosa, el humorista

Esta, señoras y señores, es una Academia de la Lengua. Es decir, una academia de la sintaxis y de la palabra. De un sistema y las piezas que funcionan dentro de él. Pero, como el sistema es más bien fijo y de posibilidades limitadas de variación, ofrecería menos espacio a hacedores de lengua. Hacedores; es decir, no meros usuarios, por exactos y seguros que ellos sean, sino creadores.

Pero la lengua es más. Es, por ejemplo -y este me parece el ejemplo más ilustre-, ese uso de la palabra en que la palabra abandona la crisálida de su uso ordinario, común, desgastado y deslucido, y realiza la metamorfosis de significar algo nuevo, en ocasiones extraño, desconcertante o deslumbrante. Es la metáfora. Instrumento que dota a la lengua de insólitos poderes. De allí que esta Academia no debería ser solo de sintaxis y palabras, sino, además, de metáforas. (Y lo es: recordemos que dio sillón de Miembro de Número a ese gran señor del taller de la metáfora que fue Jorge Carrera Andrade).

Y está el repertorio rico, urdido gallardamente por adelantados de la lengua o, si se prefiere otra metáfora, por titiriteros de la lengua o por magos de la lengua o por iluminados alquimistas, y contabilizado en exhaustivos inventarios y sabiamente organizado por administradores del tesoro. Es la Retórica. Y la metáfora, es sabido, con ser el más poderoso y libre de esos recursos, el que más profundamente trasmuta significaciones, no es sino una de las provincias de ese tan antiguo como siempre ensanchado territorio.

Y en el vasto país de la Retórica, una región fundada y enriquecida de conquistas por espíritus altamente dotados para lo humano es el humor.

Así que esta Academia sería, también, Academia del humor.

Lo reconoció la Real Academia Española que dio sillón entre sus miembros, el signado por la letra “r” minúscula (porque se habían acabado las mayúsculas) a un humorista. Que no es lo mismo que decir un chistoso, un cómico, un gracioso o un payaso.

Fue el así reconocido el autor de esas ingeniosas y deleitosas, agudamente críticas, Historia de la gente e Historia del traje, Mingote. Ese don Antonio Mingote Barrachina a quien, lamentablemente, perdimos el 3 de abril pasado. (Pienso que, consciente o inconscientemente, la Academia honró en él a ese equipo que, semana a semana, con el más desenfadado humor burló y desafió todas las censuras del franquismo, en La Codorniz).

Acaso algún académico de la Real, amargado por el peso de grises reflexiones existenciales o laboriosas meditaciones intelectuales, haya torcido el gesto en rictus desaprobatorio. Ello no significaba sino ceguera hacia una de las dimensiones más hondas del uso de la lengua..

Porque en el registro humorístico la lengua adquiere inusitados poderes: el de decir lo que no está diciendo; el de decir algo de modo tan incitante que obliga a detenerse en la extrañeza de ese decir -privilegio que comparte con la lírica-; el de decir de modo tan amable como una sonrisa cosas duras, casi amargas, que perturban al malhechor y lo castigan con las risas (Ese “ridendo castigat mores” -con la risa endereza las costumbres, que decía el latino). El gran humorista se ríe del mundo, triza con la burla la cáscara de vacías solemnidades, deshace fanatismos y ortodoxias, desnuda de mentiras oropelescas la verdad. (Y por eso lo aborrecen los tiranos). No sé si se ha reparado lo bastante en que las dos obras maestras de la prosa castellana son de humor: el Quijote y las más fastuosas páginas de Quevedo.

Pues bien, la Academia Ecuatoriana de la Lengua abre sus puertas esta tarde y noche a un humorista: a Simón Espinosa.

* * *

Rastreemos, hasta donde nos sea permitido, cómo se ha hecho este humorista. Su “génesis”, diríamos hablando en culto.

Nace en Cuenca del Ecuador en 1929. En una Cuenca a la vez señorial y aldeana, religiosa hasta la asfixia pero también duramente aristocratizante.

Del padre, muerto cuando el pequeño Simón tenía cuatro años y diez meses, nuestro autor nos ha dado una hermosa evocación, en que la nostalgia apenas deja brevísimos escapes al humor:

De ojos verdes y muy pulcro, herencia de su madre. Generoso con los pobres, herencia de su padre. Era católico y miembro de la Sociedad de Estudios Históricos y Geográficos del Azuay. Era muy católico y pasaba los carnavales encerrado en retiro espiritual con los padres de San Alfonso María de Ligorio, frente a la casa de mi tía Encarnación, que murió a los 108 años. Era catoliquísimo y estaba suscrito al periódico francés La Croix, de la derecha nacionalista. Era más católico que el Corazón de Jesús y sostenía de su bolsillo una obra de regeneración de los presos de la cárcel, en el parque de San Sebastián, en donde funciona ahora el Museo de Arte Moderno. El miércoles 18 de julio del 33, fue a la cárcel, en donde había un brote de tifus exantemático. Fue a ayudar a bien morir a un preso al que ningún sacerdote se prestó a asistir por miedo a un contagio. A la semana, mi padre moría de tifus, atendido por su hermano menor, el médico y guapísimo doctor José Justiniano Espinosa.

Hoy. 21 de junio de 2012.

Al evocar esa acción del padre con los presos nuestro autor se quedó corto: no fue cosa solo del bolsillo, aunque ya era mucho, porque la familia no era rica, aunque el padre laboraba en una escribanía y había recibido en herencia alguna parcela de tierras de pan llevar. La entrega fue de tiempo y de su persona. Tal que al pequeño Simón no le iba a quedar de su padre sino un pequeñísimo puñado de recuerdos. Y a su muerte dejó seis huérfanos, el menor de nueve meses.

Entonces llena ese horizonte de recuerdos familiares la madre. Blanca María, hija de Octavio Cordero, dama que conjugaba con la mayor naturalidad una religiosidad de cofradías con un humor muy fino. Por ahí comienza a venirle el humor a nuestro humorista. Le llega desde fuentes muy ricas de humor cuencano.

¿Quedó un poso de tristeza y reclamo en el recuerdo paterno?

En su bitácora espiritual sí se lee algo de eso. Cuando el mismo Simón refiere el primer paso decisivo de su trayectoria, su entrada al noviciado de los jesuitas:

Cuando me hice miembro de la Compañía de Jesús, el 12 de septiembre de 1946, rompí con la memoria de mi padre. Uno de los principios de la orden decía que si no se odia al padre y a la madre no se es digno de ser compañero de Jesús. Solo 20 años después me reconcilié con su memoria en un entrenamiento para la sensibilidad para un grupo de padres jesuitas dirigido por la doctora Vera de Kohn. Vera nos hizo cerrar los ojos y sumergirnos imaginativamente en el mar y traer del fondo un recuerdo. Traje un esqueleto. El de mi padre. La reconciliación me volvió alegre y compasivo.

Volvemos a Cuenca. Sin anuncios previos, cierto día, el joven alumno, casi bachiller, del colegio “Borja” de los de Loyola, dice a un superior que quiere hacerse jesuita. Y los jesuitas, ni tardos ni perezosos, lo embarcan en un avión de Panagra hacia Quito. Los de Loyola, desde los días de su visionario fundador, eran cazadores de talentos. Y no se les podía escapar que estaban ante uno de primera línea.

La personalidad de este humorista se construye de liberaciones. Y esta es la primera: de Cuenca, la provincia, la familia. Aunque, eso sí, al irse al noviciado jesuita llevaba el recuerdo de la madre y la confianza de saber que le esperaría siempre con los brazos abiertos: “Si no te enseñas, volverás no más”.

Con los jesuitas Simón recibe una rica formación humanística. Con dominio del latín y larga familiaridad con Virgilio, de la mano del P. Aurelio Espinosa Pólit. Y se abre al mundo griego hasta acceder en su lengua a las tragedias de Sófocles. Cobrará amor a poesía y poetas, y ese amor llegará hasta sus artículos más jocosos. Pero hubo algo más, de enorme importancia para el humorista: la retórica. Sus artículos tendrían, aunque muy oculto, un recio esqueleto retórico. Eso les haría en muchos casos tan convincentes. En el libro La retórica en los artículos de opinión de José Villamarín (Quito, Ciespal, 2011) se analiza ese manejo retórico en un puñado de sus artículos publicados en “Vistazo”, en su columna “Ásterix en Cacolandia”, en 1996.

Concluida la formación gramatical, retórica y humanística, comienza sus estudios de Filosofía, en la facultad de “San Gregorio”, que se estaba ganando un sólido prestigio latinoamericano. ¿Cómo maduró y se equipó ese espíritu crítico en esos tres años de estudios filosóficos? Estaban insertos en la antigua tradición de pensamiento que era la Escolástica. En esa escuela de filosofía que permanecía anclada al Medievo, y solo se asomaba a los autores nuevos, del Renacimiento para acá, como adversarios a los que había que refutar a golpes de silogismos, si en “bárbara”, mejor. La crítica solo podía ejercitarse dentro de esa fortaleza cercada por muros centenarios, donde podía leerse “Philosophia ancilla theologiae” -la Filosofía esclava de la Teología-. ¿Cómo allí podían esos “filósofos” preguntarse, en serio, cartesianamente, existencialmente, despiadadamente, si Dios existe?

Pero de esos días en que Simón Espinosa era “filósofo” jesuita guardo un recuerdo que me presenta de cuerpo entero al humorista.

La vida severa de los escolásticados de Loyola se remansaba en un oasis de alegría y hasta de fiesta en navidad. En las noches que seguían a la del nacimiento del Señor se tenían amenas funciones, cada noche a cargo de una de las casas de formación. Generalmente se ponía en escena alguna pieza festiva, mientras por la grave audiencia pasaban fuentes de colaciones de la Cruz Verde.

Recuerdo la noche que les correspondió a los “filósofos”. En escena tres estudiantes: uno alto, muy alto, el “hijo del Altísimo” se le diría: Pepe Rivera; otro bajo, bajito y regordete, Araujo; Y un tercero en medio de los dos: Simón Espinosa. Y los tres en el escenario improvisaban a su sabor, se reían hasta de lo más serio y solemne, y la audiencia se reía con ellos. Y su ingenio inagotable llenaba una hora, dos, acaso más, de hallazgos y alusiones y parodias. De humor, en suma.

La formación intelectual del jesuita se completa con largos y laboriosos estudios de Teología: Sagrada Escritura, dogmática, moral. Simón Espinosa hace su teologado en el St. Marys de Kansas, facultad severa, alejada de los vientos de transformación que comenzaban a sacudir las torres de la Iglesia. Simón Espinosa, en su quehacer periodístico, abordaría, cuando la actualidad lo requiriese, asuntos de religión y teología con sólida competencia. Y, fundada la Sociedad Ecuatoriana de Bioética, aportaría a ella, a más de su penetrante sentido crítico, sus firmes bases de teología moral. Todo ello, apenas parece necesario aclararlo, tan lejos de la Escolástica, como dentro de los fragores de la inquietud contemporánea.

La Compañía de Jesús ha destinado al ya sacerdote Espinosa nada menos que a ser director espiritual de casas de jesuitas. A completar su formación para asumir tan delicadas funciones va a Europa, a Roma, a la Universidad Gregoriana, a sacar un doctorado en Teología Espiritual. Antes de comenzar esos estudios sirve, por dos meses, una capellanía en Alemania.

Pero no se doctora. Se lo requiere en la patria. El país se queda sin un PhD ahora que nadie sabe de dónde van a sacar cosa de 17.000 que una calenturienta utopía exige para nuestras universidades en cinco años…

Así que ya lo tenemos de regreso a nuestro humorista. Sin su título y precedido de mala fama: se ríe de todo, hasta de las cosas más serias…

Da conferencias en la Facultad de Filosofía de los jesuitas y clases en la Universidad Católica, estas de Psicología Evolutiva.

Y a enfermeras, en la Universidad Central, les dicta un curso de Deontología Médica, por ochos años.

También, aunque por cortos y esporádicos lapsos, trabajaba en los suburbios. Trabaja, es un decir: mucho más era lo que aprendía y reflexionaba sobre la Iglesia en el mundo actual.

Y cumplía la delicada tarea a que la Compañía lo había destinado. Lo hacía con pláticas a la gente joven de la Orden.

Pero resulta que al Provincial de los jesuitas le llegan denuncias de que esas pláticas y conferencias del padre Simón Espinosa estaban haciendo perder la fe a los jóvenes jesuitas. Debía ser una fe prendida con alfileres para que así se perdiese… En buena hora era Provincial de la Compañía en el Ecuador uno de los últimos jesuitas realmente grandes. Un hombre con una capacidad de comprensión casi inagotable y de una inquietud intelectual y espiritual que no conocía fronteras: el P. Marco Vinicio Rueda.

Pero el Provincial poco podía hacer. Le ofrece al tachado de “sospechoso de novedades” -acusación muy seria desde los días del Santo Oficio- la posibilidad de que vaya a la casa jesuítica que le reciba…. porque parece que ninguna quería recibirlo.

Esta historia nos pone en la hora que el Catolicismo vivía. Vientos huracanados de autocritica y reflexión liberadora y una inédita voluntad de diálogo sacudían anquilosadas instituciones eclesiásticas. Y esos tradicionalismos trataban de apagar lo que sentían como un incendio con métodos que, aunque sofisticados y taimados, recordaban los de la vieja Inquisición. Ejemplo ilustre de todo esto fue el jesuita Pierre Theilard de Chardin desterrado en Nueva York y prohibido de publicar sus luminosas obras y seguir escribiendo.

El peregrinaje del peligroso padre Espinosa fue a recalar en la Residencia de San Ignacio, allí donde la manzana de los jesuitas hace esquina hacia la plaza de San Francisco. Los jesuitas solían tener en cada ciudad importante un centro destinado al diálogo con intelectuales y políticos y a una defensa inteligente y de altura del catolicismo. Casa Profesa la llamaban. Eso trataba de ser la Residencia San Ignacio, bajo la dirección de un espíritu culto e inquieto: Luis Eladio Proaño -otro eminente exjesuita-. Y el mejor instrumento para cumplir su tarea era una revista: “Mensajero”.

Proaño acoge con los brazos abiertos ese magnífico refuerzo para las tareas de la Residencia y, sobre todo, para la revista. Y a Simón Espinosa le resultó ideal integrarse a ese grupo jesuítico de avanzada y poder comenzar a ejercitar lo que iba a convertirse en su mayor poder y su medio más eficaz para orientar la opinión pública. Pero Quito no estaba para artículos como los suyos. Y menos en una revista que se proclamaba “Mensajero del Corazón de Jesus”. (Aunque esos jesuitas indignos, al no poder quitar lo de la víscera sacra, porque eso “del Corazón de Jesús” era condición para su financiamiento, lo habían dejado chiquito, casi ilegible…)

Simón escribe el artículo “La monja ecuatoriana: lastre o esperanza”, y las monjas que pugnaban por asomarse a las ventanas de la modernidad ven en él a un abogado. Otras, claro, rasgaban sus túnicas… Y sobre cierta aberración populista taurina escribe “Dolorosa versus Jesús del Gran Poder”. Y el franciscano Herrera, demiurgo de esa tauromaquia espiritual, predica a sus masas de fieles que le avisen si ese Simón Espinosa se asoma, para bajarle el calzón y darle una cueriza. Lo cual parecía una seráfica forma de volver al redil a la oveja negra…

Simón Espinosa sale de la Compañía. Ese espíritu de renovadas libertades y creciente pasión por volver a una autenticidad cristiana, que buscaría traducirse en normas en el Concilio Vaticano II, en ciertas provincias jesuíticas más medrosas y encogidas ante las novedades se tradujo en lamentables purgas. Fue el caso de la ecuatoriana. Los miembros más inquietos, los más pensantes, los de mayor personalidad fueron saliendo de la Orden, en lo que significó una enorme traición al espíritu del fundador, que soñó su Compañía como una caballería ligera de intelectuales hecha para librar la gran batalla -él pensaba lo mismo en Lutero que en Erasmo- en las avanzadas.

Para el humorista esta fue su segunda liberación. Libre de últimas ataduras de ortodoxias y disciplinas, sin autoridad ninguna a la cual sujetarse, en goce pleno de esa libertad que es como el aire para un buen periodismo y para el ejercicio del humor critico, Simón Espinosa ya podía convertirse en la voz más escuchada del periodismo ecuatoriano de esos finales del siglo XX. Su tarea iba a ser ejemplarmente quijotesca. Y no puedo imaginar a Don Quijote vistiendo hábito talar. Acaso a Sancho Panza…

Era 1972.

Cumple algunas importantes tareas. En el Centro de Investigación y Cultura del Banco Central y en la revista de ese centro, “Cultura”, la de mayor peso en la década de los setentas. Dirige el Centro de Publicaciones del Banco.

Pero lo suyo es el periodismo de opinión, su trinchera del humor. Hace periodismo en “El Comercio”, donde dirige un Suplemento Cultural que dura cuatro años. Benjamín Ortiz lo llama al joven “Hoy”. Pero es sabido que en nuestro original país los medios corruptos pagan muy mal al periodista de opinión -cuando le pagan-. Aunque sin renunciar a su tarea fundamental, debe volver al Banco Central. En “Hoy” mantiene su columna “Cajón de Sastre”. Mortifican algunos retazos de ese “cajón” al presidente León Febres Cordero que ordena que “boten” a esos “sociólogos vagos” -el otro era Juan Cueva-.

Más tarde dirige la revista “Chasqui” de Ciespal. Y del 88 al 98 mantiene columnas en “Vistazo” de Guayaquil, donde se desempeñó también como editor de la revista.

Él, que no es afecto a hacer libros, acaso por todo lo que de plan, cálculo estructural y laboriosa albañilería hacer un libro exige, elabora uno exitoso con “Vistazo”: Presidentes del Ecuador. Del 1830 hasta Borja, una primera edición. Y hasta Bucaram, una segunda.

(Para la editorial Norma haría, en 1992, Escribir sonriendo, libro ortográfico de humor, en lenguaje cotidiano).

Y cuanta comisión anticorrupción se organiza en un país roído por esa carcoma lo busca porque necesita de su credibilidad, hecha de un amor a la verdad, tan sencillo como inclaudicable, de su seriedad para investigar y su valor para denunciar. Forma parte de la que crea el Congreso Nacional, y, en la primera década del siglo que vivimos, del 2002 al 2009, de la que arma en el Municipio el alcalde Paco Moncayo. Nunca se hizo en esas comisiones todo lo que él habría querido. Pero le quedaba su trinchera. Ha escrito en el libro ya citado Villamarín: “La corrupción es un monstruo con mil y un tentáculos. Y hacia todos ellos apunta Espinosa: la improvisación, el “amiguismo”, la politiquería, la arbitrariedad, el abuso del poder, la prepotencia, la violencia institucionalizada, la extorsión, el enriquecimiento ilícito, la viveza criolla” (Pg. 161).No hace falta decir que Simón Espinosa sigue haciéndolo.

Últimamente, ante la amenaza de un régimen estatizante, que da pasos largos hacia un fascismo que recuerda sombríos precedentes, se integra a movimientos como “Ciudadanos para la Justicia”-

Y el 13 de septiembre de 2012 -que es hoy- se incorpora como Miembro Correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Esta noche estamos convirtiendo ese pasado en presente.

* * *

Por el humor comencé y al humor vuelvo. Porque lo más significativo del intelectual y escritor a quien esta noche acoge la Academia Ecuatoriana es el humor. Ha instalado en almenas de periodismo su amplio y certero mirador del vivir nacional y el quehacer de gobernantes y políticos, y ha hecho del humor clarín para advertir amenazas, medio de denuncia y hasta arma, tan penetrante y hasta lacerante cuanto parece leve, para desfacer entuertos y vapulear malandrines. Y así instalado y armado ha ido conquistando territorios de prestigio y acatamiento que lo han convertido en la palabra de mayor influjo en la prensa ecuatoriana.

Así que al humor vuelvo.

En 1988, cuando trabajo, por encargo del Centro Internacional de Periodismo para América Latina, Ciespal, el tratado RedacciónPeriodística, armo al final una pequeña antología de altos paradigmas de periodismo rico de calidades. Y allí no podía faltar Simón Espinosa.

Junto a grandes del humor en el periodismo en español -Klim, Art Buchwald, Mario Monteforte Toledo, Aldo Cammarota- estaba el ecuatoriano con dos artículos.”Dado de baja” había aparecido en “Hoy” el 11 de enero de 1984. ¡Va a cumplir treinta años y se mantiene tan fresco y divertido!

Y es el humor de Simón Espinosa.

Si no lo habéis leído, vale la pena hacerlo.

Centro Cultural “Benjamín Carrión”,
13 de septiembre de 2012

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