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Colaboración: «Distintas formas de la fuga», de Marialuz Albuja Bayas

Me pidió que le ayudara a colgar los cuadros en su nueva casa. Insistió en que debía ser yo quien escogiera el lugar para cada obra, la distancia precisa entre una y otra, la disposición en espacios y tiempos de su fascinante pinacoteca privada...

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DEMASIADA TENTACIÓN PARA QUIEN HUYE

Me pidió que le ayudara a colgar los cuadros en su nueva casa. Insistió en que debía ser yo quien escogiera el lugar para cada obra, la distancia precisa entre una y otra, la disposición en espacios y tiempos de su fascinante pinacoteca privada, como si se tratase de una sinfonía que yo debía componer de repente.

Estaba considerando la posibilidad de acostarme con él. La idea golpeaba el filo de mi cabeza y se retiraba, igual que una ola, para volver cada vez con un poco más de agua y piedritas. Comenzaba a perder los reparos de mujer recién separada, generoso eufemismo para disimular mi calidad de sobreviviente. Pero la propuesta de colocar los cuadros en casa de ese hombre que me invitaba a su territorio fue el fin de la ola: un súbito ascenso que me estrelló contra el fondo para hacerme cambiar de categoría sin transición. Experimenté la misma incertidumbre que sentía, cuando niña, ante la perfección del mundo de mi abuelo y sus límites bien definidos, donde mis miedos y culpas se acomodaban entre las cuatro paredes de su universo moral.

Tuve ganas de correr a tenderme sobre la hierba. No se te ocurra decidir en dónde colocar los cuadros. No juegues a ser la dueña de ninguna casa que no sea la tuya o quedarás relegada al último rincón de ti misma.

Sabes que existes en el último rincón de alguna parte. No es la primera vez que se te abren los secretos de una casa y se te invita a entrar en ella como si fueras la ordenadora de ese universo creado por alguien más para que lo dispongas según tu imagen de criatura elegida. ¿O te lo estás imaginando? Acaso tu vocación de reina siga viva. Sin embargo, no quieres ya ser criatura que se moldea a las manos de nadie.

Escapas a tu pequeño departamento en medio de la ciudad, sin recibir a los invitados de él, que esperaba fueras la estrella de su velada. Cierras la puerta y te arrimas contra la madera, jadeando, como si al otro lado acechase un depredador. Los hijos, todavía despiertos, se incorporan en el sofá donde la joven que contrataste para que los cuidara esta noche les cuenta una historia. Los ves llamarte con las manos, las bocas abiertas, sus dientecitos blancos, pero te encierras en un silencio de ostra. Pocas veces la soledad. El rincón donde sabes que existes. Los ojos del esposo todavía no abandonan tus recintos interiores. Cambiar un esposo por otro, como cambiar de trabajo, de barrio, de facultad. Arreglar la disposición de los cuadros como jamás arreglaste la ausencia de cuadros en tu vida anterior. Prodigar bienvenidas. Una por cada silencio antiguo.

Te llaman los pájaros invisibles, el humo que se desprende del horno de leña, la cava de vinos que él te abrirá si le sigues el juego… Demasiada tentación para quien huye. Nunca entendí de abnegar. Ahora tampoco. Estoy a punto de caer por el precipicio de siempre.

Entorno los ojos. Coloco los cuadros imaginariamente en su sitio y me derrumbo sobre la cama. Sola, como me gusta, en la oscuridad. Hay un cierto temblor en mi cuerpo. Sería tan fácil, y suicida, colgar los cuadros. ¿Qué le voy a decir la próxima vez, cuando me los encuentre apilados junto a la chimenea, esperando que lleguen mis manos?

No habrá próxima vez.

Me duermo en la única habitación donde estoy intacta. No hay cuadros ni nombres. Sólo un mar que me espera a kilómetros de distancia, una brisa que agita mis sábanas al compás del viento, los millones de rumbos que puedo tomar frente a la línea del horizonte. Respiro la sal.

Todo es mío.


LA FUGA, TENTACIÓN Y PROMESA

La fuga está llena de rostros, como una composición musical marcada por la belleza de la persecución; un sujeto que escapa de las respuestas lanzadas, en contrapunto, al abismo; sucesión que, en la huida, no revela el misterio de donde nace la voluntad de una melodía.


A veces la fuga tiene el sonido de la muerte: un escape de gas por la tubería rota o por la manguera con hueco que nadie se acordó de cambiar a tiempo; un error cometido por quien instaló la válvula al reemplazar el tanque; un soplo de mala suerte. Esa fuga que estuvo a punto de terminar con mi amiga, sus hijos, su perro. La voz de su padre que la esperaba del otro lado del túnel: no te escapes aún de la vida. El deseo que entonces tuvo ella de no volver. Un deseo del que también pudo huir.


Alma, Janine, Dolores, Moira, June… Un concierto de nombres que obedece al ritmo de la cautividad. Mujeres subyugadas para parir. Distopía que, fuera de la narración de Margaret Atwood en El cuento de la criada, acontece en el mundo desde tiempos pre-bíblicos. Aún antes de Bilhá, sierva de Raquel. Antes del diluvio. A veces, huir del mandato ancestral de paridora se constituye en una forma de libertad. Otras veces, enfrentar la maternidad con las garras y el cuerpo es asumir libremente una realidad colapsada: transformación de potencia en acto. En una ocasión escapé del dolor a través de un hijo. En otra, el hijo que huyó, disuelto en hilitos de sangre entre las rejillas del sifón, me liberó a mí del dolor de tenerlo.


Aunque la fuga no siempre suceda de forma concreta, un prisionero es la posibilidad de la fuga. Evasión interior que protege al sujeto del cuarto oscuro donde su libertad se interrumpe. Un túnel real, como en las películas. Un escape masivo que inunda los noticieros. El objetivo de toda fuga, no obstante, jamás es la fuga en sí misma. Ello arruinaría la meta final que, al contrario de huir, debería ser plenitud que invita a permanecer. Pero la naturaleza del ser humano fluctúa entre el deseo y el hastío, la tragedia que Schopenhauer adjudica a la existencia. Después de la plenitud vendrá un nuevo deseo de escape hacia el siguiente remanso finito. Y el mundo, hasta tanto, ha de seguir ofreciéndose en un abanico de posibilidades que convulsionan la voluntad. El prisionero, ya libre, se ha de sentir atrapado en el sitio más amplio del mundo si nada le mueve a quedarse.


Para Epicteto, la libertad es mental y nos salva en cualquier circunstancia o lugar, incluso en la esclavitud; no hace falta escapar de ningún estamento. Para otros, no es posible la libertad si la jaula no se abandona. La pregunta que queda: ¿ejercemos realmente la libertad?


Vi a una chica saltar desde el balcón del cuarto piso el día de su aniversario de matrimonio. La encontraron, todavía con vida, sobre la vereda. Habló, se dejó levantar, permitió que la condujeran al ascensor para continuar el festejo. Pero ya estaba muerta: un derrame interno la habría de aniquilar en dos horas. Se había fugado con éxito.


El tiempo, otra fuga. No sólo para Borges, sino para todos los seres conscientes de la existencia: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. […]” Huir de él es la imposibilidad de la acción que su propia palabra enuncia: al final del pasillo espera la muerte porque la llevamos impresa en el cuerpo. Y no hay cuenta atrás.


Ver la cara del hijo en una pantalla de celular y escuchar su voz por el parlante graduado a mínimo volumen para que no lo escuchen los otros presos o el guarda carcelario es también una forma de fuga que alivia al privado de libertad; el espacio mínimo de desobediencia que la autoridad pasa por alto y que, para algunos, es salvación, esperanza, escape, mientras para otros será el instrumento de destrucción en forma de masacre colectiva.


Mi hijo a veces se escapa a una tarde anterior, cuando fue con su padre a pasear en un bosque, sin más peso que el de las hojas cayendo sobre sus hombros iluminados.


Conseguí salvarme del choro que me sacó un cuchillo en el puente peatonal, pero no tuve que correr ni rebelarme. Fue suficiente con verlo a los ojos, preguntarle qué le hacía daño esa tarde. Y huyó.


La negación es también una fuga. Ningún placebo como irse a otra parte sin mover el cuerpo, sin cerrar los ojos, sin pestañear. Nada tan aterrador como no poder salir de uno mismo en ciertos atolladeros como la muerte, el dolor de parto. Dar vida y perderla, situaciones esenciales e inevitables de la especie, aunque sólo posibles en cada individuo. El “ser ahí” de Martín Heidegger sufre porque comprende que nadie podrá morirle su propia muerte y porque cada una de sus acciones incluye a la posibilidad de morir. Sin embargo, la vida es la condición necesaria para que el resto de posibilidades se dé, me parece. Es factible también caminar y masticar chicle; reír y hacer el amor; conversar y oír música. Por tanto, no siempre escoger significa excluir totalmente. Lo que digo es, por cierto, un truco para olvidar mi destino.


Y al fin un día junté las fuerzas para escapar del maltrato. No fue, en realidad, huir. Fue regresar a mí misma.


Huimos de alguien para constituirnos en un yo distinto, sin saber que a ese yo lo llevamos dentro; que el otro al que buscamos como salvación, diferenciado de ese alguien previo al que queremos dejar atrás, nunca va a darnos lo que nos falta. Si regresáramos a nosotros mismos, correr nos resultaría inútil. Pero la fuga es un elemento de la existencia. Hasta que no huyamos de huir, no habremos aprendido nada.


Santiago Alba Rico, en su ensayo titulado “Elogio del aburrimiento”, afirma que el ser humano deja de pensar si se le imponen dos formas de abuso: “una, obligarle a trabajar sin descanso; la otra, obligarle a divertirse sin interrupción”. Por tanto, lo que ahora llamamos “vivir” podría muy bien recibir otro nombre: “escapar”. El trabajo, como lo concebimos actualmente, ya no es enfrentar la vida sino huir de la vida auténtica; creer que la actividad mediante la cual sobrevivimos es la vida en sí misma. La diversión, por su parte, ocupa el resto del tiempo, dejándonos sin opción de silencio, por tanto, de creación. Algunos podrían decir que crear es también una forma de huir. Puede ser. Pero, al menos, esa fuga sería un concierto.


La fuga del escritor tiene doble filo: huir del mundo para buscar la soledad y huir de la neurosis o de la obsesión de la escritura para dejarse tragar por la vida. Como la madre que quiere proteger a su bebé pero que necesita, al mismo tiempo, volver a ser ella con el mundo y, de repente, el mundo le es ajeno, insuficiente y doloroso frente al llamado del hijo. Ahí está la contradicción constante, como le sucedía a Balzac, esclavo siempre de la tiranía de la escritura y del deseo de vivir. No fue feliz, tal vez. Pero eso pocas veces le preocupa al escritor, que nunca deja de escuchar el llamado silencioso de su creación en proceso y, al mismo tiempo, no deja de sentir los latidos de la vida como un pinchazo. Dejarse tragar por cualquiera de las dos posibilidades supone caer dentro de algo poderoso que requiere, en algún momento, del acto de huir. Se abandona la escritura o se abandona el resto. Pero la fuga no es sólo escapar de una o de otra. Es también lanzarse al agujero negro del proceso creativo, campo de potencialidad pura, como la fuga hacia dentro con que Alicia Ortega Caicedo describe el trabajo de los novelistas ecuatorianos del siglo XX., un corpus constituido por una polifonía de voces que no existen solas sino que conversan entre sí constantemente, puesto que el escritor, aunque aislado, siempre escribe con los otros. La fuga, por tanto, no es solamente huida o evasión, sino el mundo subterráneo de donde surge el lenguaje.


También se escapa en el exilio, sea autoimpuesto o provocado por circunstancias externas: guerra, dictadura, muerte. La migración es una fuga dolorosa que no cesa. Un muro por el que resbalan cuerpos que se rompen. Una herida de la tierra. El fin de lo que se deja. A veces, inicio.

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