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«Don Quijote: historia de una derrota», por don Vladimiro Rivas

En alguna página de La cartuja de Parma, se pregunta Stendhal —otro de los tantos escritores que amaron el Quijote— cómo un villano zafio como Sancho Panza pudo haber vencido a una personalidad tan fuerte como don Quijote...

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En alguna página de La cartuja de Parma, se pregunta Stendhal —otro de los tantos escritores que amaron el Quijote— cómo un villano zafio como Sancho Panza pudo haber vencido a una personalidad tan fuerte como don Quijote. La cuestión es relativamente nueva en el ámbito de la lengua española, donde la novela de Cervantes ha sido objeto más bien de estudios filológicos, gramáticos y toponímicos. En 1905 primero y en 1926 después, el español Ramiro de Maeztu escandalizó a sus coterráneos con la afirmación de que el Quijote era el mejor documento de la decadencia de España. “No comprendo”, escribe, “que se pueda leer el Quijote sin saturarse de la melancolía que un hombre y un pueblo sienten al desengañarse de su ideal”. Ahora bien, si Cervantes exhibe su desengaño en una crónica de derrotas del héroe frente a una realidad que lo contradice a cada paso, justo es reflexionar un poco sobre la contribución de Sancho en la derrota de don Quijote.

La relación entre don Quijote y Sancho es rica y se desenvuelve en planos diversos: hidalgo-labrador, amo-siervo, caballero-escudero, maestro-discípulo, padre-hijo, compañero-compañero de aventuras y, finalmente, amigo-amigo. Pero por más que sea aquel el maestro que seduce con su elocuencia a un Sancho que siempre está aprendiendo de él, y por más que durante su recorrido sean camaradas y lleguen a protagonizar una de las amistades más entrañables que nos haya deparado la literatura, los dos personajes están objetivamente situados en planos antagónicos. Sus intereses son distintos. Don Quijote encarna el amor y el ideal caballerescos, el desinterés propio de un mundo feudal, carente de dimensión económica, al que él mismo denomina “edad de oro” en su discurso a los cabreros (I, XI). Desde el principio, la novela es una serie de escarmientos del loco, es decir, una crónica de derrotas. Escarmentado por su primera salida, don Quijote ha dispuesto en la segunda proveerse de dineros y, a lo largo de sus aventuras, Sancho considerará ganancias mayúsculas aquellas que consisten en dineros. En la segunda parte, don Quijote, tan literal en su imitación a los modelos, que acaba por convertirse él mismo en otro paradigma; se ve obligado a ceder y sacar de sus quicios a las rígidas normas de la andante caballería al comprometerse a pagar un salario a su escudero. De este modo, el del salario se convierte, además de la locura, en el tópico realmente nuevo que la novela de Cervantes aporta al género caballeresco, y el que hará que don Quijote y Sancho se enfrenten más de una vez con la consiguiente derrota de don Quijote, por la sencilla razón de que Sancho tiene raíces más sólidas en la realidad. Será un necio que despunta de agudo, pero tiene un sentido de lo real de que carece don Quijote. Hay quienes han interpretado al caballero como símbolo de los valores agonizantes de la Edad Media, y a Sancho como símbolo del espíritu renacentista y mercantilista que en España se dio como borroso reflejo del auténtico espíritu burgués que despuntaba en el resto de Europa. El capítulo XXVIII de la Segunda Parte es un magnífico ejemplo del punto que alcanzó la confrontación entre los dos personajes. Es la cuarta y última vez que Sancho reclama un salario a su amo. El tema del salario saca de sus casillas a las reglas caballerescas de don Quijote y lo obliga a adaptarse, a su manera, a los nuevos tiempos. Esta clarísima confrontación entre el mundo altruista y generoso de don Quijote y el interesado y materialista de Sancho se resuelve en una figura que no podía, no debía caber de ninguna manera en el mundo de don Quijote: en un contrato. El contrato es verbal, pero lo es, y aparece anunciado por Sancho mismo en estos términos: “A mi parecer, con dos reales más que vuestra merced añadiese cada mes me tendría por bien pagado. Es cuanto al salario de mi trabajo; pero en cuanto a satisfacerme a la palabra y promesa que vuestra merced me tiene hecha de darme el gobierno de una ínsula, sería justo que se me añadiesen otros seis reales, que por todo serían treinta”. En esta formulación aparecen ya figuras del moderno derecho laboral, aceptadas a regañadientes por don Quijote, quien, por su parte, se ve obligado a contar el tiempo de servicio. Nunca había ido tan lejos Sancho en este terreno: se ha constituido en virtual amenaza de destrucción de los valores de su amo, quien, poco más adelante, regatea: “Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni en todo el discurso de nuestras salidas, sino dos meses apenas, ¿y dices, Sancho, que ha veinte años que te prometí la ínsula? Ahora digo que quieres que se consuma en tus salarios el dinero que tienes mío; y si esto es así y tú gustas de ello, desde aquí te lo doy, y buen provecho te haga; que a trueque de verme sin tan mal escudero, holgaréme de quedarme pobre y sin blanca. Pero dime, prevaricador de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería, ¿dónde has visto tú o leído que ningún escudero de caballero andante se haya puesto con su señor en ‘cuanto más tanto me habéis de dar cada mes porque os sirva’?” Noble respuesta la de don Quijote, pero el regateo le ha hecho entrar en el juego de Sancho.

Sancho parece entonces alzarse como el representante de los valores de una burguesía que aún tendría camino por recorrer hasta conquistar la hegemonía en toda Europa. Acaso parezca exagerado, pero a Sancho le convienen las palabras del Manifiesto del Partido Comunista: “Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus superiores feudales las ha desgarrado sin piedad para no dejar otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel pago al contado. Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta”. (Por cierto, Octavio Paz observó, con oído de poeta, que la expresión “en las aguas heladas del cálculo egoísta” es un endecasílabo perfecto).

Pero no sólo violentando las reglas de caballería es como Sancho derrota a don Quijote. Obligado, en la Segunda Parte, a dar cuentas de Dulcinea, a quien en la Primera debía haber entregado un mensaje de don Quijote, se inventa una en la figura de una de las tres labradoras que venían del Toboso. Y engaña a su amo haciendo pasar a la rústica aldeana Aldonza Lorenzo por Dulcinea. Sancho, en apuros, ha inventado, pues, su propia Dulcinea y se la ha impuesto a su señor. Rasgo característico de Cervantes es desarrollar y hacer crecer un detalle narrativo lanzado casi al descuido hasta convertirlo en uno de los pilares de la narración. La ocurrencia de Sancho, en apariencia insignificante, despierta en don Quijote la expectativa permanente de desencantar a la encantada Dulcinea. Para entonces, el caballero ya sabe para sí que sólo los demás son susceptibles de encantamiento. Y nosotros, los lectores, lo sabemos desde las postrimerías de la Primera Parte, desde el capítulo en que don Quijote es encerrado en una jaula para ser devuelto a casa: para él es la realidad exterior la increíble, la encantada, no él. Así, aunque afirme que algún encantador —de aquellos que le persiguen para arrebatarle el triunfo en las empresas que acomete, ha puesto una tela en sus ojos, que le impide ver a su dueña y señora en su forma bella y verdadera— es ella la encantada a quien hay que desencantar, no él. Y este deber, esta empresa, constituye uno de los soportes más importantes de la narración en esta Segunda Parte. Íntimamente, Sancho se ríe de la inocencia de su amo, que se ha atrevido a creer sin titubeos que, en efecto, la labradora es Dulcinea. Aun en la cueva de Montesinos —esa suerte de caverna de las ideas caballerescas— don Quijote afirmará haber contemplado a Dulcinea encantada, es decir, a la Dulcinea de Sancho.

Más adelante, ya en los dominios de los duques, estos harán una representación alegórica de Dulcinea encantada, episodio que es de lo más imaginativo y cruel de la novela y de una gran belleza. Se trata de toda una representación teatral, de una puesta en escena espectacular en la que una fingida Dulcinea sentencia a Sancho a darse tres mil trescientos azotes para ser desencantada. La condición impuesta por los bromistas duques no sólo pone a prueba la generosidad de Sancho, su capacidad de sacrificio y el grado de quijotización al que ha llegado, sino que sitúa a don Quijote en un alto grado de dependencia de Sancho, y hasta coloca virtualmente al siervo en situación de desobediencia y rebeldía contra su natural señor.

Como consecuencia, en el capítulo LX, poco antes de la llegada de Roque Guinart, el bandolero catalán, Sancho literalmente amenaza y agrede físicamente a don Quijote. Es uno de los capítulos más tristes de la novela.

Momentos después, cuando aparece a pedir venganza Claudia Jerónima —protagonista, víctima y narradora de otra de las tantas historias “ejemplares” de celos insertas en la novela— asistimos a una vertiginosa caída de don Quijote, como consecuencia de la anterior: ahora tiene una real oportunidad de desagraviar a una doncella, pero enmudece y se paraliza: no tiene caso la acción heroica porque no tiene dama a quien consagrarla —puesto que Dulcinea está encantada— y Sancho es sordo a sus ruegos. Ya es un caballero prescindible y Roque Guinart toma en sus manos la misión de deshacer el agravio.

El entrelazamiento de los dos destinos podría, entonces, formularse en los siguientes términos: si don Quijote se ha quijotizado por sus lecturas, Sancho se ha quijotizado por la experiencia. De igual modo, la experiencia desquijotiza a don Quijote. Sancho derrota a don Quijote no sólo porque cuando señalaba la realidad (“No son gigantes, son molinos”) tenía razón, sino porque desde el momento en que deja la ínsula se restituye a sí mismo, y también, al mismo tiempo, se libera del yugo de don Quijote. La ínsula era su grillete. Perdida la ínsula, Sancho es libre de su amo y puede darse el lujo de ensordecer a las súplicas de que se azote para recuperar a Dulcinea. Ha triunfado sobre él o, mejor, lo ha derrotado. A pesar del cariño, de la amistad, del compañerismo, lo ha derrotado en el conocimiento de lo real y en el terreno de la experiencia, y ha contribuido de manera decisiva para que se desengañara de su ideal. Y, sobre todo, Sancho derrota a don Quijote porque, como diría Maeztu, tiene la naturaleza del mundo. En otras palabras, era el más fuerte.


Don Vladimiro Rivas Iturralde presentó esta ponencia, el pasado 11 de noviembre en las V Jornadas Cervantinas Manabitas en colaboración con la Universidad de Azul, Argentina, 2023.

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