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«Eduardo X Arroyo», por don Marco Antonio Rodríguez

Eduardo estudió con ahínco la luz hasta volverla leitmotiv de su arte. Luz obnubilante, seductiva, la conjuga con sus alucinaciones y euforias, con sus derrotas y levantamientos...

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Foto: Cristoph Hirzt

‘Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro’. Por seres humanos como Eduardo X Arroyo (Quito, 1953), es posible creer en la reconciliación entre libertad y existencia. Vivimos incesantes procesos de cosificación. Marionetas de los escenarios sociales que creamos. Arroyo es ejemplo vivificador de autenticidad. Viste sandalias, pantalones de dril, camisa y gorra, y, no importa la hora, gafas oscuras. Su hipersensibilidad no pudo con un mundo estrepitoso y convulso, y se aisló de él. Vive su mundo, y dentro de él, creó otro, el de su arte: dibujo, acuarela, grabado, pastel, óleo, tinta, plumilla, aguada… guarecido por sus escasos amigos a quienes cuida como a él mismo.

Línea y mancha, retos de este artista. Descargas y exhalaciones. Ambientes cósmicos que languidecen para volver a colmarse de frenesí. Precipitación de dolor y gozo. Derroche de una profana liturgia inagotable. Los trazos de Eduardo nunca aspiraron a la jerarquía de formas estéticas ni reclaman su sitio en soporte, porque anidan en su zona gestual, como renuentes a todo límite, a toda metafísica, exilados en la memoria y el olvido de su paso por la vida.

Eduardo estudió con ahínco la luz hasta volverla leitmotiv de su arte. Luz obnubilante, seductiva, la conjuga con sus alucinaciones y euforias, con sus derrotas y levantamientos. Vivir en el dominio de las formas no significa evadirse de los problemas, representa la realización de una de sus más elevadas energías. Una de las facetas artísticas de Arroyo es ominosa, ‘tenebrista’, recuérdese su memorable ‘Et lux tenebris lucet’ (‘Y la luz brilló en la tinieblas’). En gama de negros, una nave ruinosa lleva a un hombre de espaldas a los efluvios blancuzcos que simulan el muelle de partida: ahí quedan la vida, la tierra, el mundo. El peregrino —que somos todos— va en busca de su fin con los brazos atados a sus espaldas. Lo bello no es sino el comienzo del horror.

En su otra fase convoca a la celebración del color. Los colores cantan, vibran, danzan, ríen, festejan. Leves, puros, exaltan el esplendor de la naturaleza. Al contemplarlos, el espectador sale renovado, con fe en el amor, uno y plural. El todo se abre inexorable. El arte es, por el lado de su destino supremo, un pasado. Comunión y regreso al principio. Recomienzo: vorágine y quietud, todo en una turbulenta bitácora que signa nuestro camino.

La línea de Arroyo es virtuosa. Con ella erige expresiones del reflejo fugitivo que somos. Tiempo: nuestra única sustancia. No la carne ni el espíritu, tiempo que corroe o sublima. Obra que perturba y anima, ensombrece y alumbra, distancia y reúne. Mundo incendiado por un sol nocturno, violento y precario, pero impregnado de ternura. Nupcias de espacios y figuraciones. De un dibujo mimético, Arroyo pasó a la abstracción y a una figuración escindida por su memoria. Arte nervioso y poético que no sigue ningún estatuto, sino los entresijos del niño triste, solitario y automarginado que habita en él.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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