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«El almirante que envejeció en la tierra» (José Alfredo Llerena)

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Este momento un cabo de mar concluye en un lejano sur de
mariposas,
donde estoy preguntándome
qué puede hacer un bisonte que se siente dueño de la Osa
Mayor;
qué puede hacer el almirante de una tripulación sin océano,
sino pensar en los girasoles, en los urbanos dinteles, en las
esquinas de la tierra.
Qué puede hacer, fuera de sacarse las insignias para canjearlas
por canciones,
o enajenar la proa de su buque
a cambio de un onomástico de sauces en el calendario de los
batracios
y pasearse por el suelo de las ciudades, sintiéndose dueño de un
pedazo de esquina,
sintiéndose cerca del agua dulce que evaporan los cigarrillos en
el cinema,
si de su pipa podían nacer Cristóbal Colón y sus carabelas.
En la tierra podía recordar con frescura
el nombre de aquel ladrón de joyas que se puso a rondar una
estrella,
y de aquel otro mercader de Eneas que soñaba con recabar todo
el volumen negro de una tarde.
Quería estar lejos del mar,
lejos del agua de los erizos
y de los maceteros de neptunos acuáticos.
Quería olvidar que Wallace Beery se llevó la lente más grande
de Saratoga con su muerte.
Hallaba mejor la vida a pocos pasos de las vitrinas,
a pocos pasos de esas señoras de cuyos ojos nacen tempestades
amarillas,
de esa que hizo con sus anillos una cosa parecida al delta del
Nilo.

En los ojos del almirante
se ha apagado esa voz de “aguas arriba”.
No volverá a viajar por los mares
ni querrá cambiar su sombrero de tierra.

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