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«El barrio», por don Óscar Vela

Con el tiempo los recuerdos remotos se alejan y se ocultan en la bruma de nuestra memoria, o quizá transitan errantes en aquellos senderos sin final de lo que fue y no merece ser evocado, de lo que nunca más será presente aunque nos pese...

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Con el tiempo los recuerdos remotos se alejan y se ocultan en la bruma de nuestra memoria, o quizá transitan errantes en aquellos senderos sin final de lo que fue y no merece ser evocado, de lo que nunca más será presente aunque nos pese y nos hiera o nos tranquilice íntimamente en ciertos casos.

Uno de esos recuerdos maravillosos, ya muy lejano por cierto, es el barrio, aquel sitio mágico de nuestra infancia y juventud temprana que hoy ya no alcanza la misma connotación ni la importancia casi trascendental que tuvo para nosotros, y antes para nuestros padres y abuelos.

En ese lugar fragmentado por imágenes de distinta índole, casi siempre asociadas con la alegría de vivir, que es innata a la infancia (o debería serlo sin excepciones aunque por desgracia no lo sea en muchos casos), se forjó nuestra identidad a punta de juegos, risas, lágrimas, bromas, aprendizajes, escarceos y las primeras atracciones y posteriores seducciones.

El barrio era nuestro mundo durante la niñez, y más adelante, cuando comprendimos que había mucho más allá afuera, se convirtió en el refugio al que ansiábamos volver, al que anhelábamos representar, al que pertenecíamos y nos pertenecía.

La calle, la cuadra, el parque, la cancha de tierra dura y pedregosa, los rincones secretos, las guaridas inexpugnables, eran en conjunto el barrio, nuestro ambiente natural y el de nuestros vecinos con los que formábamos pandillas temibles, con los que emprendíamos aventuras increíbles y por quienes estábamos dispuestos a luchar en encarnizados partidos de fútbol, en extenuantes carreras de bicicletas o fragorosas batallas de carnaval cuando nos enfrentábamos a los espectrales enemigos de otros barrios.

El tiempo parecía ser más lento en esos días ya lejanos. Los días se contabilizaban por el número de partidos que alcanzábamos a jugar en esas calles por las que la casi nunca transitaban vehículos, o por las temerarias incursiones que hacíamos en bicicletas a otros parques o parajes alejados de nuestra querencia, a otras calles pobladas de jorgas tan parecidas a las nuestras, tan envidiadas como las nuestras.

Más tarde, cuando crecimos, el barrio se diluyó, y aunque manteníamos el apego de toda una vida, comenzamos a frecuentar otras zonas y otros amigos, otras realidades. Las fiestas dejaron de tener la intimidad de aquellos tiempos que se alejaban de forma silenciosa, imperceptible, mientras nos convertíamos en adolescentes, y luego en adultos, hasta que un día nos encontramos súbitamente con ese mundo tremendo en el que todo era más grande y complejo: los problemas, la supervivencia, las relaciones humanas, la vida misma que resultaba ser tan distinta.

Sin darnos cuenta, habíamos dejado atrás el barrio con la secreta esperanza de que nuestros hijos siguieran un día esos pasos atropellados, escandalosos, inmensamente felices que dejamos atrás. Y no, no lo hicieron porque el barrio nunca volvió a ser el mismo, porque para ellos nunca tendrá el mismo significado.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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