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«El bosque del odio», por don Óscar Vela

Y es que la supervivencia es quizás el punto central de esta novela, no la muerte como sucede normalmente en las obras sobre los tiempos de guerra. La supervivencia retratada en ese grupo minúsculo de rebeldes...

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Foto: Jean-Regis Rouston / Roger Violetti (Getty Images)

Esa tarde, pan Jozef se presentó, patéticamente, ante los partisanos. El bigote y el czub le colgaban de un modo lamentable. Tenía el rostro contraído y triste del que sufre dolor de muelas: daban ganas de aplicarle una compresa en la mejilla. Miraba de reojo. Con voz muy débil, dijo:
—Quiero hablar con mi mujer
—Vete —replicó simplemente Czerw.
Entonces pan Jozef se echó a llorar, de forma inesperada. Se marchó, pero volvió al día siguiente, y al otro. Pani Frania ya no estaba en el bosque; Czerw la había llevado a casa de sus padres, en Murawy.

Romain Gary, novelista francés nacido en Lituania en 1914, que falleció en Francia en 1980, es autor de varias obras excepcionales, entre ellas ‘El bosque del odio’, del que tomo este texto inicial por tratarse de una de las escenas más desgarradoras de su novela que se publicó en 1945, en su idioma natal, bajo el título ‘Éducation européenne’.

En ‘El bosque del odio’, Gary conjuga la belleza de una prosa nítida, vívida, inolvidable para el lector, con el horror y la devastación que produjo la Segunda Guerra Mundial en toda Europa, aunque en este caso particular la escenografía sea un pequeño poblado polaco y los inmensos bosques que sirvieron de refugio a los míticos partisanos, esos rebeldes que lucharon contra el fascismo en una heroica resistencia que ha sido retratada en libros, música, obras de teatro y películas.

A propósito del título original, ‘Éducation européenne’, dice un fragmento de la obra:

“En Europa tenemos las catedrales más viejas, las universidades más viejas y más célebres, las librerías más grandes, y es aquí donde se recibe la mejor educación. Dicen que la gente viene de todos los rincones del mundo para instruirse. Pero al final, lo único que esa famosa educación europea te enseña es a encontrar el valor y las razones adecuadas, válidas, limpias, para matar a un hombre que no te ha hecho nada, y que está sentado ahí, en el hielo, con sus patines, la cabeza gacha, esperando”.

Y es que la supervivencia es quizás el punto central de esta novela, no la muerte como sucede normalmente en las obras sobre los tiempos de guerra. La supervivencia retratada en ese grupo minúsculo de rebeldes que se esconden en los bosques cercanos a sus poblaciones para emprender desde allí la defensa de lo que les queda, en muchos casos tan solo la tierra que habitaron siempre pues sus familias han sido asesinadas o desaparecidas, y sus bienes destruidos por la brutal invasión de las tropas alemanas.

En ‘El bosque del odio’ están presentes las traiciones y las lealtades, el valor y el miedo, la cobardía y el arrojo, el amor y el rencor, pero no así los calificativos de buenos o malos, pues en tiempos de guerra esos adjetivos se anulan o se confunden en el alma de sus personajes que a momentos tan solo parecen ser seres humanos que se aferran a la vida en medio de las más espantosas tragedias, y, en muchas ocasiones, convertidos en bestias salvajes, terminen aplacados como niños inocentes gracias a la música de un espectral violín y sus ritmos anestésicos que recorren los bosques.

La escena aquella de pan Jozef, un hombre que permitió el abuso de su esposa por parte de soldados alemanes para salvar sus vidas, sigue así:

Durante dos semanas, pan Jozef volvió cada día. Cada vez pedía ver a su mujer, escuchaba los insultos con un aire triste y volvía a irse, sin atreverse a mirar a nadie a los ojos. Y luego, un buen día, una broma de mal gusto de Krylenko puso un final inesperado a aquel asunto. Pan Jozef había llegado al bosque y, siguiendo la costumbre por entonces ya arraigada, pidió ver a su mujer. Krylenko le miró un buen rato, escupió y dijo:
—Felicidades, posadero. Tengo una buena noticia para ti. ¡Vas a ser padre!
Los partisanos presentes en la conversación, aunque habían visto a hombres sufrir y agonizar durante horas, coincidieron en que “nunca habían visto a un tipo con tan mala cara”.
Pan Jozef no dijo nada. Simplemente, todo el rostro se le hundió, se vació de sangre, y sus ojos adquirieron una expresión de sufrimiento muy humano. “Casi parecía un hombre”, declaró más tarde Krylenko, bastante avergonzado, por otra parte, por las consecuencias de su broma. Porque pan Jozef les dio la espalda y se fue. Pero no muy lejos. Sólo llegó hasta el primer árbol un poco aislado, un poco apartado, y allí se sacó los tirantes y se colgó limpiamente de una rama bien sólida. A los partisanos les pareció que el gesto tenía cierta grandeza, y que después de todo el corazón de pan Jozef no estaba compuesto sólo de grasa, como suponía, lo que le valió ser enterrado con una cruz de madera bien plantada sobre su tumba, como corresponde a un cristiano.

Este artículo apareció en la revista Forbes.

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