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«El coleccionista de palabras», por don Diego Araujo

Existen coleccionistas de estampillas, rocas, monedas, obras de arte, insectos y otros objetos. Sin embargo, Jerome es un niño que reúne palabras. Al hacerlo escucha o lee voces de pocas y de muchas sílabas, ásperas unas y dulces otras...

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Existen coleccionistas de estampillas, rocas, monedas, obras de arte, insectos y otros objetos. Sin embargo, Jerome es un niño que reúne palabras. Al hacerlo escucha o lee voces de pocas y de muchas sílabas, ásperas unas y dulces otras, con una armonía que suena como una canción. Las agrupa y las guarda en sus álbumes. Al trasladar un día su colección, Jerome resbala y las voces se dispersan, mezclan y confunden. Al juntarlas otra vez, descubre la variedad de las palabras y cómo al combinarlas se pueden escribir con ellas poemas y estos convertirse en canciones. Reemprende su tarea, con redoblada vocación, y comprende también el poder transformador del lenguaje. Selecciona más y más palabras favoritas y, con una gran bolsa repleta de su colección, asciende a una alta colina y las suelta al viento. Las palabras caen hacia el valle y miles de niños se disputan para recogerlas. Jerome no tiene palabras para describir la felicidad que lo embarga.

“El coleccionista de palabras” es un cuento infantil, escrito e ilustrado por Peter H. Reynolds, que Barack y Michelle Obama leyeron días atrás desde la biblioteca pública de Chicago. Con cuánta envidiable calidez humana y encantadora sencillez el ex presidente y la ex primera dama compartieron la lectura de un cuento infantil para las familias. Qué sana envida escuchar a dos personalidades políticas de dimensión mundial poner de relieve la importancia de las bibliotecas y el lenguaje para la experiencia de las personas y las comunidades y compartir una historia infantil en estos tiempos de cuarentena.

En nuestro país, las palabras de buena parte de los dirigentes políticos han perdido credibilidad: confunden y no responden a las necesidades de las mayorías, echan mano de una colección desgastada de voces, carecen de generosidad y sentido ético. Su lenguaje no convoca ni junta, sino que divide y encubre. Ni siquiera la más grave crisis sanitaria, económica y social por la que pasa el país ha motivado un cambio de ese lenguaje.

Todos reclaman soluciones, pero a costa de los demás. Solo aceptan medidas mientras no se toquen sus bolsillos; piden que se consiga crédito externo, como si eso fuera posible cuando, al mismo tiempo, la carta previa es proclamar que no se paguen los créditos.

El país necesita palabras inspiradoras, que señalen caminos y grandes metas y que comuniquen y orienten. No el lenguaje de la propaganda ni el mercadeo político, tampoco que el gobernante haga mutis por el foro y evidencie ausencia o falta de liderazgo.

Requiere el poder de palabras transformadoras para castigar la podredumbre y corrupción que se ha mostrado inclusive en estos momentos de muerte y dolor. Urge palabras de esperanza , cooperación y solidaridad que combatan el pesimismo y apunten hacia un destino mejor.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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