La historia llegó con un sueño. Con un sueño y las divagaciones del durmiente reacio a someterse a la lucidez de la vigilia. Trajo reminiscencias de relatos fantásticos, de tradiciones coloniales. No le faltaron al telar nocturno las mordeduras de polilla ni las hilachas colgantes, sin atar ni arrancar…
Mi personaje, un herrero acusado de la muerte de una mujer, guarda prisión en los cuarteles de la Audiencia. Un puñal, un machete, una lámina cruel y afilada, pieza de su taller que nunca fue vendida —lo afirman los aprendices—, lo delata. El barrio de la desafortunada, los vecindarios cercanos, la ciudad entera se alarman, se levantan. A las autoridades no les interesa la justicia… De nada le ha valido al presunto criminal alegar su inocencia, la inexistencia de vínculos, íntimos o comerciales, con la difunta. Tanto la pobreza de la víctima como la posición holgada del hombre descartan el motivo del robo…
El cautivo va a ser ahorcado al amanecer.
Le ha preguntado el carcelero si desea alguna cosa, el banal consuelo de un desayuno, un libro de oraciones… Si ha de balbucear unas palabras de despedida… El reo carece de parientes, sus operarios lo han traicionado. ¿Un confesor? El sacerdote acudirá de todos modos, fervoroso o distante, con la voluntad apostólica del santo o la fría eficiencia del funcionario. El artesano ha renunciado a cualquier aspiración, salvo a la muy razonable de seguir viviendo. Pero formula un pedido extraño:
“Recibiré la visita de una señora. No la molestes ni trates de hablarle”. El guardia no comprende. Le agradaría burlarse de la extravagancia. El autor halla el gesto demasiado convencional, lo elimina. Devuelve al gañán la expresión de asombro. Lo aleja con su silencioso asentimiento. El condenado ha visto o ha creído ver, unas horas antes, la silueta de una moza. La aparición ha ido tomando contornos, consistencia. Le ha ofrecido regresar cuando la necesite y se ha esfumado.
Ahora requiere una explicación, la de la compañía imposible. Ojalá, la de su injusto destino. Le parece excesivo pedirle que lo saque del trance funesto… La desconocida comparece. “He venido a llevarte”, susurra. El varón siente frío. Teme y recupera la esperanza. Se encuentra, no sabe cómo, caminando por callejas mal iluminadas, a la zaga de un vestido femenino, de una mano que lo llama, lo apura. Entra en una construcción modesta, sube a una habitación limpia, con el lecho tendido y la ropa ordenada. “No te buscarán aquí. Descubrieron mi cuerpo lejos de esta alcoba, fuera de la casa”. Ahora, misteriosamente —todo ha ocurrido así: el desvanecimiento de los sólidos muros, la marcha fantasmal, la llegada al refugio—, se sabe solo. La amiga del otro mundo le ha prometido encontrar un asilo más firme, el de la nave de un templo.
Y a una va a dar, la de una capilla humilde de la ciudad de doradas iglesias barrocas. Ha pisado de nuevo las vías lodosas. La enviada del cielo o del purgatorio, después de confiarlo a la seguridad del recinto sagrado, ha abierto discretamente su camisa y le ha mostrado el tajo de la cuchilla. “Tú no lo hiciste”, ha expresado. Y ha dejado de ser. El párroco lo acoge. “Fui su confesor”, asevera. “Me ha rogado que te auxiliara”.
No es el fugitivo el único huésped del párroco. Un extraño —alcanza a distinguir su sombra, su perfil— pasa, de bracete con su protector, a la sacristía. El forjador adivina al acosado por una desdicha superior a la suya. Dos lebreles del infierno le han acorralado el alma: el remordimiento y la obcecación. El sabor de la culpa se le ha hecho uno con la lengua… No ha toparse más con el lamentable individuo.
El prófugo abandona la villa. Se ha unido a una partida de muleros. Los arrieros lo consideran con desconfianza. Las treinta monedas de una bolsa (consigno un número arbitrario) les alivian la conciencia. Atraviesa las quiebras, los atajos de la montaña. El mar aguarda al redimido. Una embarcación ha de llevarlo lejos, al norte, a una urbe costanera.
Cambia su nombre, no así el oficio. Ha aprendido también las artes del orfebre. Le habrá tentado la temeridad de escoger una lámina de buen metal para grabar allí los rasgos de una mujer, sus facciones, el pecho llagado. Una saludable prudencia lo detiene. Alguien —la gente va y viene, las distancias se acortan— podría reconocer al modelo, acordarse del crimen, de la fuga inexplicable. La mesa del joyero no le permite inmortalizar la aventura… Descuida otras enseñanzas, las recibidas de un armero portugués. No suele aceptar el encargo de una pica o de un sable. El hierro, el cobre, el bronce solicitan su destreza para dar forma a la herradura, la azada, el arado; para la obra anónima, ajena a la singularidad y a la memoria.
Me gustaría forzarlo a ceder una vez, moverlo a templar una espada por complacer a un hidalgo, pintor y petimetre, de viaje a la ciudad andina, un tal Fernando de Ribera.
Texto no publicado. Cortesía del autor para nuestra web.