Por Susana Cordero de Espinosa
Quinientos millones de personas en el mundo hablamos español. Constituimos, ¡milagro de milagros!, un inmenso ámbito donde es posible la comunicación sin barreras idiomáticas. Toda lengua es motor social, cultural y económico, herramienta básica para la enseñanza-aprendizaje: “la competencia lectora y escritora abre la puerta a todas las demás capacidades”. A la inversa, sin lectura ni escritura somos seres inutilizados para el aprendizaje y para llevar una vida radicalmente humana.
Existe en nuestra sociedad un analfabetismo del que apenas nos damos cuenta, que a pocos importa; es individual, pero también social y tecnológico, y no consiste en la desgracia de no haber aprendido a leer ni a escribir, sino en otra mayor, porque, habiendo gozado de la bendición de la escritura y la lectura, muchos de nosotros somos ‘analfabetos funcionales’, ni leemos ni escribimos, y esto es grave, gravísimo. En Salamanca, en 2012, el Congreso Iberoamericano de las Lenguas defendió la enseñanza de nuestra lengua como proyecto común “que facilite un futuro más halagüeño que el que se vislumbra”.
Dos grandes organizaciones oficiales se responsabilizan de la extensión, dominio y perfección del español: las Academias de la Lengua, en países cuya lengua oficial es el español, y el Instituto Cervantes, que enseña español en los países más grandes del orbe. Es particular el caso de los Estados Unidos, donde hablan español alrededor de cincuenta millones de personas: en Nueva York existe la Academia Norteamericana de la Lengua y el Instituto Cervantes se halla en las mayores ciudades norteamericanas. En ese inmenso país, nuestra lengua ya no es un idioma extranjero, a pesar del señor Trump…
En el IV Congreso Internacional de la Lengua Española, en Cartagena, en 2007, el escritor Antonio Muñoz Molina se refirió con cierto pudor, al valor económico del español. Al hablar así, el escritor arriesgaba ante amplio público, una interpretación negativa, dado el concepto idealista con que todavía tratamos en América cuanto se refiere a nuestra lengua, ¿¡Reducir nuestra lengua a mercancía?!… Pero su aserto constituye una revelación.
Al reconocer el valor económico del uso correcto de nuestra lengua, del dominio de la escritura, de su enseñanza; su empleo en la publicidad y en el turismo, etcétera, vemos muchas posibilidades de beneficiarnos del estudio y el trabajo con nuestro idioma. Es legítima la aspiración a obtener de la lengua beneficios económicos, sin socavar la tradición, la belleza del idioma, la importancia de su historia, la del recuerdo y su expresión.
La pobreza, no los pobres, es enemiga de la lengua. Mientras en nuestra patria no se superen niveles inhumanos de miseria económica e intelectual, no habrá aprendizaje, ni disponibilidad física y mental para hablar y escribir, para educar y educarse. Abrumados por necesidades primarias, reducidos a trabajar para llenar apenas necesidades primarias, muchos de nuestros hermanos son cuerpos frágiles, solo sostenidos por el ansia de permanecer. Si a ellos unimos la ingente cantidad de analfabetos funcionales ecuatorianos, ¿qué esperamos?: la pobreza mental es peor enemiga de algún aprendizaje real, que cualquier otra carencia.