Dentro de cada hombre alguien anda en puntillas
recogiendo puñados de cosas olvidadas;
y madruga a pasearse por los barrios el sueño
y tiende ropa blanca en el patio del alma…
Riega por la mañana, de cubos a colores,
un poquito de aurora en cada pensamiento;
y el ángel jardinero, en los labios dormidos,
derrama mariposas de palabras en vuelo…
Se asoma a la ventana abierta del espejo
y no descuida nunca su honda vigilancia;
su cómplice es la sombra, policía secreto
que duerme, por las noches, debajo de la cama…
Almacena los rostros, los nombres y las fechas;
se roba las palabras del libro que leemos,
y, muy de tarde en tarde, por puro compromiso,
nos devuelve la obscura peseta de un recuerdo…
A veces está triste como sombrero usado
y nos amarra un nudo de angustia en la garganta,
y nos pone en las manos, de sorpresa, el pañuelo,
y nos hace llorar porque le viene en gana…
Otras veces nos deja con la mano en el rostro
y sale vuelto ensueño tras la ciudad perdida,
o se queda mirando, como un niño embobado,
el cuento, a todo lujo, de la tarde infinita…
Travieso, como un niño que ha faltado a la escuela
se pone tan sencillo como un día de pueblo
nos llama por el nombre, nos confunde las cosas
y hace andar las pantuflas difuntas del abuelo…
Nos lleva a todas partes como terno de fiesta,
y, cuando se enamora, borracho de alegría,
pierde la compostura, busca algo en los bolsillos
y toca una llorosa guitarra pequeñita…
En la hora vulgar de cualquier tarde obrera,
Dios le anda, a grandes pasos, con un libro de versos
y todos nos miramos la cara sorprendidos
de un repentino olor a tulipanes frescos…
El día de la muerte se esconde en los armarios
y pregunta a las gentes: -De quién es ese muerto?
y en evidente angustia, al pie de nuestra cama
se juega una baraja con las cartas de duelo…
(De Inmersión, 1966).